sábado, 29 de diciembre de 2018

LOS UNOS A LOS OTROS. Domingo de la Sagrada Familia.


30/12/2018
Los unos a los otros.
Domingo Sagrada Familia.
Si 3, 2-6. 12-14
Sal 127, 1-5
Col 3, 12-21
Lc 2, 41-52
Contemplamos hoy como Jesús pierde la noción del tiempo y se queda en el Templo departiendo con los doctores de la Ley. Si, más allá de la posibilidad real del hecho, ciertamente pequeña, recurrimos a su valor simbólico, podríamos afirmar que ese encuentro se produce en la interioridad creyente de Jesús. Ya en sus años más jóvenes,  Jesús se apartaba de la caravana, del transcurrir cotidiano de la vida en su aldea y de los trasiegos de unos y otros, para dedicarse a contrastar su progresivo y personal descubrimiento del Dios de la Vida con las doctrinas de aquellos maestros que, por las noticias que tenemos, se alejaban bastante del espíritu de la Ley para centrarse en la letra. Jesús era, estoy convencido, un muchacho noble, leal y sincero, de los que ponen en práctica, aquello que viven en su interior. Por eso el resultado de estos momentos de interioridad era muchas veces desconcertante para su familia que veía a su hijo en boca de todos los vecinos. Y la respuesta de Jesús, por simple, no deja de ser enojosa como bien saben, y han sabido durante siglos, los padres de cualquier hijo adolescente por mucho que su hijo les esté aún sujeto por las circunstancias.
Aquella familia de Nazaret, como todas las nuestras, no fue ajena a los conflictos y a las situaciones de tensión propias del crecimiento. Y Jesús fue creciendo en sabiduría y estatura, eso era evidente para todos. Y creció también en otra sabiduría y gracia, lo cual fue evidente para Dios desde el primer día pero no lo fue para unos pocos hasta años más tarde. Y entre esos pocos no estuvo su familia que en cierta ocasión fue a buscarlo pensando que estaba loco, con evidente y sincera preocupación por este hijo y hermano que ha marchado de casa, negándonos la ayuda de unos brazos fuertes que trabajen para ayudarnos, hablando de lo que no sabe y escandalizando a las autoridades. No, aquella familia no fue un remanso de paz…
La Ley de su pueblo hablaba a Jesús de la obediencia al padre y a la madre y la tradición posterior había ahondado, sobre todo, en el respeto por el padre. Él, mediante su palabra y su acción, convertirá el respeto y la obediencia en amor y extenderá el círculo a todos aquellos que se vinculan a la voluntad de Dios, que la cumplen de buen grado, haciéndola suya. Vemos como Pablo lo pone por escrito para toda la comunidad cristiana, para la nueva familia que supera los lazos de la sangre, haciendo hincapié en una dimensión fundamental: la reciprocidad. Del uno para el otro y del otro para el uno. El marido a la esposa, el padre al hijo y el hijo al padre. La igualdad es el lazo fundamental entre los miembros de esta nueva familia. Sagrada, sí, porque se distingue del resto del mundo por el símbolo del bautismo que expresa la intención de hacer tuya esa voluntad divina. Por ella aceptas como hermanos a los que Dios te da, no a quienes tú eliges. Pero eso no significa que olvides a nadie. Existe una única gran familia humana. En su seno, nuestra propia familia, interiormente entrelazada por un vínculo sacramental dialoga con otras muchas familias con sus propios vínculos. Para este diálogo vale y es suficiente la ética que nos presenta hoy  Pablo, reflejo de la vida de Jesús el Cristo. Por eso es una pena que sigamos complicando estas relaciones prefiriendo convertirnos unos a otros en lugar de enriquecernos mutuamente.

 Los unos a los otros

lunes, 24 de diciembre de 2018

RENACER PARA ENCONTRARNOS. Navidad.


25/12/2018
Renacer para encontrarnos.
Navidad.
Is 52, 7-10
Sal 97, 1-6
Hb 1, 1-6
Jn 1, 1-18
Nadie discute el esplendor de la explosión primaveral. Son patentes sus efectos. Sin embargo, pasa prácticamente desapercibido el hecho de que ese florecer comienza a gestarse en estas fechas. El invierno inicia su existencia cediendo paso a la luz que poco a poco va diluyendo la oscuridad. Dios es, desde siempre, el ser que vive en relación con otros, por eso es trino, por eso es creador, por eso se hace hombre. Y se hace hombre tal como el invierno llega, con la sencillez de quien vive dejando paso a los otros. Sin imponerse, sin algaradas, con el único ruido del llanto que rompe la noche al llenar sus pulmones de aire por primera vez. Antes que su santo brazo, este niño desnudó su fragilidad y las naciones de la tierra no pudieron reconocerlo. Puso su tienda entre nosotros pero pasó inadvertido porque nadie esperaba que llegase en esa desvalida escala.  
En la desvalida escala de un ser que nace libre, sin imposiciones, con la posibilidad de llegar a ser plenamente feliz  y realizado. Dios mismo nos hizo así: capaces de alcanzar cimas insospechadas. Pero lo hizo sin consultarnos, como quien da un regalo inesperado, fuera de fecha, sin motivo, por pura gratuidad. Llegado el momento adecuado para cada uno, quiere, también él, nacer así: en la debilidad absoluta. Con eso nos revela su naturaleza amorosa, volcada en cada uno de nosotros y nos desvela también nuestra posibilidad de aceptar plenamente su regalo y volver a nacer como él. En ese momento preciso, en medio de una crisis o en algún proceso de cambio, tal vez cuando se derrumban las seguridades o cuando descubres otras diferentes… justo allí donde menos lo esperabas Dios vuelve a sorprenderte y te susurra: “Soy tú” y todo se transfigura con la invitación a volver a empezar, de aceptar el don y dejar que él nazca en tu interior a la vez que tu naces de nuevo.
Volver a ser niño. Experimentarlo todo con la curiosidad de quien no lo ha visto antes, preguntar por todo con la sincera intención de conocerlo y la mente abierta de quien no da nada por sabido, amar con la espontaneidad de quien se reconoce tan necesitado como aquél que tiene enfrente. Sólo el adulto que se hace niño puede relacionarse con la sinceridad que evita dañar a nadie; acepta de las manos de Dios una flor para deponer sus armas; se reconoce en la mirada de los buscadores de paz y en las manos de los luchadores por la justicia; hace siempre el amor con la misma ilusión del primer día; saborea la mesa compartida con la fruición  propia de quien se ha visto solo anteriormente; se vacía a sí mismo para dejar sitio a todos  y se muestra transparente y leal, aunque no siempre sea fácil; puede ver en su familia y amigos mucho más de lo que se ve y los acepta como son, aunque a veces cueste; escruta en todos los demás cualquier resquicio que pueda mostrarle un pedazo de su alma, de la naturaleza que ambos comparten y se esfuerza por descubrir en el contrario el Dios que también habita en él, aunque aún no lo sepa. Antes o después, Dios nace en todo ser humano tal como ha nacido ya en la totalidad de su creación. Por encima de la sangre y de los afectos, estamos llamados a reconocerle y a unirnos en él como hijos y hermanos. Es esa realidad santa, por lo costosa y gozosa, que llamamos pueblo, reino, cuerpo donde nos encontramos todos. 

Renacer para encontrarnos en Dios


jueves, 20 de diciembre de 2018

DICHOSOS. Domingo IV de Adviento.


23/12/2018
Dichosos
Domingo IV Adviento
Mi 5, 1-4
Sal 79, 2ac. 3c. 15-16. 18-19
Hb 10, 5-10
Lc 1, 39-45
Belén es una aldea tan pequeña como el corazón de cada uno de nosotros. Y sin embargo está destinada a ser el lugar donde nazca el mesías. Igual que nuestro corazón. La tradición marca que es el origen del rey David y lo será también del rey definitivo. Cada uno de nosotros debe acomodar también el fondo de su ser para que pueda nacer allí el mesías.  Mientras eso no ocurra, nos viviremos abandonados, dejados de la mano de Dios y entregados en las de una vida inclemente. La virgen debe dar a luz. Debemos aceptar el anuncio, la proposición de Dios, su invitación. Debemos dejarnos reconstruir para recuperar lo perdido y comprender el mundo de una manera nueva. Se nos requiere para dejar en nuestra alma un hueco en el que pueda crecer una experiencia para nosotros inusitada, pero común en muchos otros hombres y mujeres. Hermanos y hermanas que nos acompañan en esta aventura. Cuando ese hueco, en principio diminuto, palpite con el aliento del Espíritu comprenderemos la razón y sentiremos la necesidad de unirnos a ellos y crecer todos juntos, colectivamente, como  pueblo reunido por un único Señor que habita en todos ellos por encima de cualquier otra consideración. Él es el pastor, el viñador, el dador de vida por encima de cualquier adversidad. Pero hasta no permitirle nacer en nuestro interior será imposible intentar conocerle.
Conocerle es conocer la voluntad de Dios: su vida misma es actualización de esa voluntad. Jesús, Dios con nosotros, cumple las previsiones, asume las profecías y las esperanzas de su pueblo pero las supera ampliamente. Lo trasciende todo buscando siempre el sentido final, la raíz que permita anclar a Dios en el humus que él y nosotros somos. No se dejó engañar por el esplendor de los sacrificios y las ofrendas sino que supo valorar el don que Dios le daba y ponerse todo él a su disposición, atento siempre a dejar a Dios ser plenamente en él.
En el mismo intento estamos todos. Dejar a Dios nacer y ser en nosotros. Y en la medida que lo vamos consintiendo podemos reconocerle presente también en los demás, creciendo en ellos como crece en nosotros. Resuena en nuestro interior el Reino que se reconoce presente también en el próximo. Así les pasó a María e Isabel y se saludaron como portadoras de una nueva promesa que iba germinando y que florecería de forma diversa, pero enraizada en un mismo Amor. Para nosotros, la promesa nunca sustituye ni anula a la persona que la porta. Al contrario, esta persona que consiente libremente, se transforma en mediadora del único mediador, por eso, la resonancia tampoco puede entenderse sin ella. La promesa no se impone avasallando, sino que se reviste de la persona que la acoge y adquiere acentos y matices, dimensión y profundidad humana. Se hace carne en lo profundo de todo aquel que le abre las puertas. De este modo, cada uno es, como nosotros mismos, elegido y consagrado para que Dios sea en él. Elegidos por la gratuidad divina y consagrados en virtud de nuestra aceptación, de nuestro permitir a Dios nacer y ser en nosotros para que nosotros seamos permanentemente en él. Ésta es la naturaleza del bienaventurado que se descubre hermano de toda la creación. 

Dichosos (José Luis Cortés)

viernes, 14 de diciembre de 2018

LA HEROICIDAD COTIDIANA. Domingo III Adviento


16/12/2018
La heroicidad cotidiana
Domingo III Adviento
Sof 3, 14-18a
Is 12, 2-3. 4bed. 5-6
Flp 4, 4-7
Lc 3, 10-18
Seguimos recibiendo exhortaciones a la alegría. Me resulta muy llamativo que Juan comience a pedir a la gente lo mismo que, un tiempo después, Jesús animará a la gente a hacer para celebrar la llegada del Reino. La buena noticia, dirá Jesús, es que Dios ha llegado y se ha puesto de parte del ser humano, con una especial predilección por los olvidados, los perdedores y desheredados. No nos ha olvidado, conoce nuestra realidad y naturaleza y la asume como propia para sanarla y realzarla. Pero mientas él llega, Juan nos dice que el mismo comportamiento agiliza la germinación del Reino. La semilla está ya puesta en el alma de cada persona. Sólo es necesario sentarse a escuchar, darle prioridad y dejarla aflorar.
Es un compromiso personal, por eso a cada uno se le pide aquello que puede dar y que dignifica su oficio o condición. Frente a tantas abstracciones y misticismos nos deja boquiabiertos tamaña simplicidad: Desempeñad bien vuestra ocupación y haced el bien a todos. Algunos podrán decir que es una ética de mínimos. No. Es una ética fundamental. En la base de todo está la humanidad que compartimos. Juan primero, coronando una larga tradición profética y Jesús después de él hablaron un lenguaje perfectamente comprensible para quienes les escucharon. Por eso no dejó indiferente a nadie. Es un hecho que tan sólo el sediento sabe valorar las virtudes del agua. Es un hecho que todos los sedientos de su época buscaban agua y que la que encontraron sigue paliando hoy la sed de muchos otros. Porque la profecía por tanto tiempo esperada se cumplió al fin, porque descubrieron el agua que sabía apelar a sus corazones  tanto como a sus estómagos, porque con ella no había ya necesidad alguna. Sin la eliminación de cualquier clase de sed es imposible la fiesta prometida.
Y el cristianismo, precisamente, promete una fiesta permanente. Mucho antes que ritos y doctrinas, somos portadores de un mensaje de liberación. Cualquier opresión, angustia o peso que impida a cualquiera ser humano, sencilla y simplemente humano, debe ser neutralizado. Ser humano en plenitud es ser consciente de sí mismo y capaz de relacionarse, desde esa consciencia, con el propio entorno y con todos los demás vinculándonos a ellos en una relación equitativa y solidaria. A partir de aquí ya será posible ritualizar las vivencias y definir las certezas con la flexibilidad propia de lo perecedero, de lo que surge sabiéndose llamado a la extinción, a dejar paso a nuevas expresiones y a nuevas formulaciones. En la base de todo está el bien concreto de cada hombre y mujer que no puede difuminarse entre inciensos y cumplimientos. Y este bien concreto y personal es siempre lo prioritario, sin él todo lo demás carece de sentido. Así lo predijo Juan y lo confirmó Jesús y su mensaje llegó a sus vecinos como una inesperada invitación a un banquete de bodas que habría de poner fin a toda angustia y dolor. Es la fiesta que sólo puede surgir de la espera activa, desde el compromiso con el descubrimiento de la propia realidad y de las propias capacidades para transformarla, desde el empeño en hacer de uno mismo un mundo nuevo a semejanza de Dios, abierto a todos los demás, un hogar plenamente acogedor que hable a todos de tú y pueda cimentar nuevas relaciones basadas en esa ética de la esencia, de la heroicidad cotidiana, pero no mínima. 

La heroicidad cotidiana

sábado, 8 de diciembre de 2018

EL TRABAJO DEL HORTELANO. Domingo II de Adviento


09/12/2018
El trabajo del hortelano
Domingo II Adviento
Bar 5, 1-9
Sal 125, 1-6
Flp 1, 4-6. 8-11
Lc 3, 1-6
Todas las promesas tienen siempre un aire triunfalista. Todas prometen mejorar pero van aplazando su cumplimiento hasta una fecha desconocida, remota en cualquier caso. He aquí, sin embargo, que la mayor promesa de todas tuvo su cumplimiento en la historia de la humanidad. El salmista suplicó, el profeta prometió, el evangelista anunció y el apóstol extendió el cumplimiento de la promesa haciéndola universal. En su promesa, Dios estaba siempre del lado de los perdedores y desheredados. Para ellos allanará los montes, rellenará los barrancos y nivelará cualquier terreno haciendo que los poderosos se abajen junto a ellos. Jerusalén se despojará del luto y se engalanará con las prendas que Dios mismo le traiga: Justicia y Paz, Gloria y Piedad. Pero ninguna ciudad es sus edificios sino su gente. Dios se mantiene fiel y reúne a una colectividad a un pueblo disperso al que va a convertir en población, en comunidad que comparte espacio, recursos, trabajo y proyectos. La promesa se materializa en cada núcleo humano que la acoge dándola por realizada y se empeña en hacerla fructificar.
Se trata ahora de acoger a una promesa que se va a hacer carne para poder alcanzar hasta el último rincón de la profundidad humana. La última excusa de cualquiera que pensase haber llegado al límite de sus posibilidades  sería decirle  a  Dios que él no puede entender su postura, que su esfuerzo, pese a ser ciclópeo resulta  inútil. La rendición es siempre una salida honrosa si el trabajo no ha producido sus frutos. Sin embargo, quien ha comenzado la buena obra no nos es ajeno. No hay ya un Dios externo que dirija como un capataz que no conoce la naturaleza ni las necesidades de su asalariado. Hubo un momento en la historia que ese Dios se hizo carne y en el año 15 del imperio de Tiberio fue anunciada su inminente aparición en la esfera pública. Desde que esta aparición se produjo, todos estamos implicados en la labor de devolver el esplendor al conjunto de los habitantes que moran en la nueva ciudad, en el corazón de Dios. Y el primer paso que se nos pide es abrir las puertas del propio corazón para dejar entrar a la paz que brota de la justicia y a la gloria que se funda en la piedad, en la misericordia. Es la que se obtiene practicando la justicia, la única paz verdadera y la única gloria que Dios acepta es la que surge de la misericordia de unos para otros, del amor sincero entre todos.
Preparar el camino y allanar las sendas hará de nuestro mundo, tan áspero con  quienes han debido dejarlo todo para buscar un nuevo hogar, el lugar que permita su asentamiento, el espacio que se ofrece para volver a comenzar, el plantero que acoja la semilla. Es el trabajo del hortelano: acondicionar un terreno para que olvide su rudeza y velar por la simiente que va floreciendo. El mundo sigue siendo un lugar lleno de peregrinos, muchos de ellos forzados, que lo recorren buscando un nuevo comienzo. Frente a ellos no podemos levantar muros, sino nivelar el terreno; eliminar las diferencias para que todos estemos nivelados. Esa es la justicia misericordiosa que originará una paz reflejo de la gloria de Dios. Del amor puesto en la faena, sólo Dios, conocedor de la profundidad humana, es testigo. 

El trabajo del hortelano.