sábado, 28 de abril de 2018

AMOR CONSCIENTE. Domingo V Pascua


29/04/2018
Amor consciente.
Domingo V Pascua
Hch 9, 26-31
Sal 21, 26b-28. 30-32
1 Jn 3, 18-24
Jn 15, 1-8
Existe un aspecto limitado de la conciencia que se contenta con valorar nuestra conducta a la luz de las normas. Creo que a ese uso parcial es al que Juan se refiere en su carta. Sin embargo, Dios es, como él dice, más grande que esa exigua porción. Abrir el corazón y permitir que Dios ocupe en él su lugar nos lleva a trascender todo aquello que hasta ese momento nos era normal. Inauguramos una nueva manera de ser en este mundo, plenamente consciente y mucho más amplia que esa conciencia que se recorta a sí misma. Plena consciencia es la de Dios o, mejor, Dios es la plena consciencia en la que todo acontece y que todo lo sostiene, pero cada uno de nosotros podemos ir avanzando en consciencia y acercarnos así al pleno desarrollo de esa naturaleza creada a imagen y semejanza de la divina.
Este desarrollo implica la superación de la conciencia estrictamente moral. Amar con obras y según la verdad es responder a la realidad que conocemos del mismo modo que lo hace Dios, aunque tu conciencia no sepa darte aún razones suficientes. Dios es más grande, el conoce en plenitud; puede que tú no sepas por qué  has de amar también al enemigo y pienses que en conciencia debes repudiarle, pero percibes que Dios es contrario a ese repudio. La conciencia moral no puede condenarte, no puede obligarte a obrar en contra del amor. Escucha al amor y deja que la conciencia se haga consciencia que se aproxima a la semejanza divina. El Espíritu es la voz del amor divino que habla en tu corazón. Él fomenta y preserva la unidad más allá de la costumbre, de lo habitual, de la moral.
Unidos en este amor, permanecemos unidos a Jesús como los sarmientos a la vid. Nuestra adhesión a su persona es continuación y prolongación del amor con que él amó conoció, acogió y se entregó al mundo. Jesús fue capaz de amor a todos porque se hizo consciente de todos ellos y de su realidad, conociéndolos y acogiéndolos como el Padre los conoce y acoge. Cambiar la percepción es el primer paso para cambiar el mundo, la realidad, a nosotros mismos y a nuestros próximos. Cambiar la percepción es cambiarnos a nosotros mismos, aceptar la poda como modo de crecimiento y no aferrarse a nuestras propias ideas, necesidades o planes. La consciencia que perseguimos se impone por sí misma, como la verdad, como la novedad que reordena y reconfigura toda tu cosmovisión. No es ocurrencia, ni simple descubrimiento, es acogida de lo desvelado, de lo que se percibe como auténtico y como solución efectiva para el momento presente, aunque la conciencia no pueda entenderlo o se resista a dejar caer sus propios valores. Es convicción de que nos pertenecemos los unos a los otros y de que amarnos es lavarnos los pies mutuamente, acogiendo la particularidad de cada uno. Los discípulos supieron acoger a Pablo entre ellos y no debió resultar fácil abrir la puerta al perseguidor. No todos, de hecho, pudieron hacerlo y Pablo tuvo que trasladarse para que aquella Iglesia recién parida pudiera crecer en paz. Otra verdad desenmascarada: todos deben aceptar lo mismo. En la grandeza de Dios caben todas las sensibilidades; él acoge y respeta todos los procesos. Lo único que reprueba es el estancamiento, la parálisis del amor. 

Amor consciente

sábado, 21 de abril de 2018

ACEPTA LIBERARTE Y AMA. Domingo IV Pascua.


22/04/2018
Acepta liberarte y ama.
Domingo IV Pascua.
Hch 4, 8-12
Sal 117, 1. 8-9. 21-23. 26. 28-29
1 Jn 3, 1-2
Jn 10, 11-18
Somos ya hijos de Dios, pero estamos aún lejos de poder siquiera imaginar lo que estamos llamados a ser. Hijo y padre son categorías humanas, nada más. Cuando Dios se manifieste nos reconoceremos  semejantes a él, pues a su imagen y semejanza nos crió. Verle tal cual es, es vernos a nosotros mismos, conocer nuestra naturaleza última y nuestra distancia respecto a él. Mientras tanto, mientras esa distancia sigue apareciendo como insalvable, tenemos a Jesús que, sin mezcla ni confusión, aceptó asociar su naturaleza humana a la divina que sentía palpitar en su corazón para terminar despreciado por su generación, siendo reconocido, tan sólo por los desheredados, como el Cristo.
Su nombre, Jesús Nazareno, es portador de salvación porque en su realidad humana se condensa y expresa la realidad del amor de Dios a todos los hombres. A todos los quiere reunir como reúne un pastor a sus ovejas, de uno y otro redil, para hacer un solo rebaño, un solo pueblo, una única humanidad. En cada ser humano hay algo, por pequeño que sea, digno de ser amado, dar la vida por uno sólo es darla por todos, por la grandeza común de esa humanidad que se expresa en millones de particularidades. Lo decisivo es dar la vida, porque quien se libera hasta ese punto lo hace también hasta el de recuperarla de manos de Dios. Renunciar a cualquier apego es la clave para poseerlo todo sin que nada pueda poseerte a ti. Renunciar a eso por el bien del más pobre de los hombres concretos, portador en sí mismo de la grandeza y la miseria de toda la humanidad, es la peculiaridad propia del cristiano.
A cada uno de nosotros nos busca Dios, nos llama para llegar a ser el mejor ser humano posible, abierto a la receptividad y a la donación total. A partes iguales, Jesús reunió y acogió en torno a sí a un grupo humano amplio y diverso. A todos ellos y ellas les ayudó a salir de los moldes que les encorsetaban y a todos ellos y ellas les liberó para que pudieran recibir y comunicar la plenitud de Dios a sus vecinos y así extenderla poco a poco como una red, con nodos de proximidad, de projimidad, en los que fuese posible un amor real, concreto y personal. Si el despreciado por el poder fue reconocido como la nueva y única roca fundamental no lo fue por otra cosa más que por su capacidad de acoger, consolar y liberar. Todas aquellas personas pudieron romper su molde, trascender su clase social, rebelarse contra un sistema que los condenaba a la explotación y a la negatividad. También a nosotros se nos ofrece la posibilidad de salir del molde y unirnos al nuevo rebaño, no como simples ovejas, sino como seres libres, liberados, que conocen a quien les guía, como éste conoce al que le envió. Jesús conocía a Dios y se vio a sí mismo en él, compartiendo su naturaleza con él en una única persona, en una única forma y manera de presentarse ante el mundo, de proyectar su ser íntimo hacia los demás. Nosotros decimos conocer a Jesús y a Dios por medio suyo. A cada uno de nosotros Dios nos regala su amor expresado en el amor concreto de tanta gente que nos rodea, y a cada uno nos pide que comuniquemos ese mismo amor a tanta otra gente que también nos rodea pero que no lo ha percibido todavía. Percibir y acoger el amor que nos libera es el primer paso, entregarlo abiertamente es el segundo, identificarse con el Dios que nos libera y que descubrimos en el otro es el tercero y definitivo. 

Zenos Frudakis, "Rompe tu molde". Philadelphia, EE.UU

domingo, 15 de abril de 2018

LA ESPERA DE LO NUEVO. Domingo III Pascua


15/04/2018
La espera de lo nuevo
Domingo III Pascua
Hch 3, 13-15. 17-19
Sal 4, 2. 7. 9
1 Jn 2, 1-5
Lc 24, 35-48
Dos afirmaciones resuenan hoy especialmente. En primer lugar, nuestra condición de seres llamados a la plenitud, a la vida eterna en la integridad de nuestro ser. Para los antiguos, incluso para algunos de nosotros, era posible hablar de la supervivencia del alma, o del espíritu, de esa parte nuestra ajena a la contingencia y cercana a la esfera de los dioses. Jesús rompe con esa visión tan restrictiva y muestra que es nuestro ser entero el que está convocado a esa nueva dimensión de la existencia. Todo aquello que  repercute sobre nuestra identidad y nos constituye como personas es susceptible de pervivir eternamente. Somos una unidad a la que el Señor mantiene en su integridad. Y con nosotros, la realidad entera, el mundo que conocemos, aun lo que de él no conocemos todavía, está llamado a la resurrección, a la encarnación definitiva, no perecedera.
La segunda afirmación es que todo ha tenido un nuevo comienzo. Cuanto existía antes, la antigua percepción de las cosas, la Ley, los profetas y los salmos se han cumplido ya. El orden social que había surgido alrededor suyo ha sido purificado. Y, aunque se ha revelado su significado más profundo, permanece aún abierto el puente hacia el futuro pues el cumplimiento definitivo depende todavía de la conversión de todos los hombres, del retorno de cada uno hacia su realidad fundante, creadora, hacia la intimidad compartida con Dios.
Ser testigo de la resurrección es anunciar a la realidad herida que su sufrimiento está llamado a terminar; que crece nuestro compromiso en trabajar por que así sea; que renunciamos a la violencia, al enriquecimiento y a la explotación como motor que mueve el mundo y que reconocemos en las heridas abiertas del resucitado las infligidas a la población inocente en Siria y en todas las guerras; a los pueblos indígenas explotados y ninguneados para arrebatarles sus tierras; a los niños y niñas obligados a ser soldados o a trabajar horarios interminables en condiciones inhumanas; a quienes dejan su vida en movimientos migratorios acuciados por la necesidad; a la juventud manipulada y seducida por un consumismo siempre hambriento; a las niñas y mujeres sometidas por el poder y la violencia de sus padres, jefes, maridos y compañeros; a los ancianos abandonados y saqueados; a los trabajadores que han de soportar recortes y más recortes, mientras la corrupción crea fortunas injustas; a quienes sufren enfermedades que no es rentable investigar; a todos los que no consiguen sobrevivir en un sistema social y económico cada vez más absolutista; a todas las personas aplastadas y mangoneadas por los fundamentalismos que convierten a Dios en carcelero y juez; a las minorías étnicas esquilmadas y amontonadas en reservas miserables; a quienes luchan por su tierra y su identidad; a la naturaleza, esquilmada sin conciencia alguna… todos ellos están todavía en el cuerpo resucitado de Cristo como heridas abiertas, son la prueba de que la resurrección no ha alcanzado por igual a todos, sufren por nuestro pecado, nuestra falta de amor, nuestro desconocimiento del Dios de la vida. Hacia ellos debe dirigirse nuestro testimonio y nuestra acción.  Lo escrito ya está cumplido, el mundo espera que se les muestre lo nuevo, la transfiguración definitiva. 

Esperando lo nuevo





domingo, 8 de abril de 2018

VUÉLVETE HACIA EL UNIVERSO. Domingo II Pascua


08/04/2018
Vuélvete hacia el universo.
Domingo II Pascua.
Hch 4, 32-35
Sal 117, 2-4. 16ab-18. 22-24
1 Jn 5, 1-6
Jn 20, 19-31
Es la fe la que nos hace nacer de Dios, dice Juan. La fe en que Jesús es el mesías, el enviado de Dios que supo hacer suya la promesa que venía a transmitir. Es el amor el que fundamenta esa fe; el amor a Dios, que da el ser a quien quiere acogerlo. Acoger a Dios es abrirle un hueco en nuestra rutina y dejar que desde allí vaya llenándola de una nueva energía. Esa energía es el manantial que riega nuestra percepción de forma que el mundo pasa a ser una cosa bien distinta. Ya no es un simple escenario, es el lugar del encuentro.
Cada uno vive este encuentro de forma diferente. Para unos basta con mirar y reconocer en lo que ven y oyen aquello que sigue aportando sentido a sus vidas; otros necesitan tocar, comprobar por sí mismos aquello que les dicen sus compañeros. Tomás no estaba con los otros cuando se les apareció Jesús. Estaba en otro sitio, en otro mundo. Para el grupo de discípulos el mundo había pasado a ser la auto-reclusión por el miedo. Para Tomás, no. Tal vez fuese más valiente que los otros o más sensato, reconociendo que había que seguir adelante. En el fondo ¿qué garantía pedía Tomás? La misma que nosotros: la continuidad;  comprobar que quien fue asesinado por el poder humano fue devuelto a la vida por el Amor. Algo ha cambiado ya para siempre. Lo decisivo, sin embargo, no va a ser qué sentido le confirme a cada uno esa esperanza. Esta sensibilidad, al final, va a ser lo de menos y llegarán a ser benditos, especialmente, quienes sin ver son capaces de creer. ¿Sin ver qué? Sin ver a Jesús el Cristo que pervive pese a todo y da a cada uno lo que necesita: ver, oír, tocar... Tampoco nosotros volvemos a encontrarnos con quienes nos han precedido ya. Sabemos que viven porque los percibimos así en el hondón de nuestro ser. Y esa percepción sustenta nuestra confianza como sustentó la de aquel grupo primigenio. La fe es la confianza no quebrada en quien pudo obrar maravillas inauditas de las que hemos sido testigos.
¿Qué maravilla puede haber mayor que la armonía entre los hermanos? ¿Cómo explicar que pueda darse esa comunión entre gentes que habían abandonado el miedo y no se escondían ya de quienes habían destrozado sus vidas matando a quien los había reunido en torno a sí mostrándoles un nuevo modo de entenderlo todo? La comunidad que él congregó en vida seguía adelante sin dejar de percibirlo a él presente entre ellos. ¿No es esto motivo de confianza? ¿No es símbolo de resurrección? El Reino que él predicó en vida seguía creciendo en aquellas gentes creando una nueva manera de relacionarse entre ellas. Frente al mundo ya conocido y excluyente se abría la novedosa inclusión que privilegiaba a quienes el viejo mundo abandonaba en las cunetas. Ese es el encuentro definitivo. El milagro inesperado, lo despreciado por el hombre es la piedra que sustenta el mundo nuevo. En esta nueva fraternidad todos se reconocen surgidos del amor de Dios y saben que juntos pueden, según la expresión de Juan, vencer al mundo. El Espíritu les llama a saborear no la épica victoria de los triunfadores, sino la del doble bautismo del agua y la sangre. La fe es el apoyo confiado en esta inédita experiencia amorosa y sus frutos. El amor entre los hermanos fundamenta la fe en el mesías. El amor a Dios es volcarse hacia el exterior abriendo la puerta al universo, al único giro, apoyo, que envuelve y sostiene cada mundo.

Vuélvete hacia el universo




domingo, 1 de abril de 2018

NOS CITA A TODOS. Pascua de Resurrección


01/04/2018
Nos cita a todos.
Pascua de Resurrección.
Hch 10, 34a. 37-43
Sal 117, 1-2. 16ab-17. 22-23
Col 3, 1-4
Secuencia
Jn 20, 1-9
Por gracia de Dios, dice Lucas, Jesús resucitado pudo manifestarse a unos pocos: a nosotros. A nosotros que hemos comido y bebido con él tras su resurgimiento, que hemos participado en tantas eucaristías, que hemos sido llamados a incluir en nuestras vidas a todos aquellos con los que Jesús comió y bebió en vida. Somos testigos de su resurrección, hemos presenciado verdear la primavera y conservamos en nuestra alma las brasas de su recuerdo sobre las que el Espíritu sopla ahora para avivarlas. Es esa ansia que nos lleva a seguir buscando sin permitirnos dejarlo caer todo en el olvido; es la insatisfacción que encontramos en nuestro día a día y que nos empuja a continuar reorientando continuamente el rumbo. Es la primera señal de toda resurrección: la insatisfacción, nada es suficiente; se aspira siempre a más, más vida, más amor, más plenitud, siempre más.
Parece que María Magdalena no pudo soportar la ausencia y acudió en busca de Jesús, a quien había seguido por los caminos y con quien había compartido tanto. Sin poder seguirle más ya nada tenía sentido; le habían arrebatado la vida misma. Pero esa insatisfacción se había hecho ya llamada en ella y sin poder explicarlo mejor acudió en solitario a prestar un último servicio, una última unción, a dar un último abrazo y allí descubriría que nada era como ella sentía; que el corazón y la razón la engañaban porque había algo mayor que nunca había entendido antes, aunque aun haya de esperar un poco para oírlo gritarle a bocajarro: ¡Estoy Vivo! Simón y Juan no tenían ya misión alguna que realizar, ni maestro al que rendir cuentas. Tampoco su vida parecía tener ya ningún fin capaz de moverles a nada más; todo terminaba allí para ellos. La irrupción de María en la estancia es el detonante que les lleva a salir de sí mismos y olvidarse de todo lo demás. Es la segunda señal: es contagiosa e irrefrenable, cuando el amor prende poco se puede hacer por contenerlo, el aire se transforma en llama e inflama la vida por sus cuatro costados.  
Pese al silencio, Dios está siempre actuante. Su acción se percibe en un momento,  en un día concreto, en el instante en que estamos preparados y no antes. Es el día del Señor. Cuando ese día amanece, la certeza es mayor que cualquier evidencia, por definitiva que parezca. Esa es la tercera señal: es incontestable, no hay forma de dejarse enredar por prueba alguna. La llamada se percibe clara e irrefutable. Dios llama hacia la luz, hacia la vida. Resulta que toda nuestra insatisfacción, nuestra incontenible energía y nuestra certeza son obra de ese Dios al que habíamos sepultado tras la losa de nuestra cotidianidad, bajo el peso de tantas cosas, leyes, miedos y respetos. La realidad de la llamada engloba a todas las señales y dinamita nuestro mundo, descerraja nuestra cortedad de miras. A cada uno nos llama personalmente, pero a todos nos convoca como pueblo. Entrelazados, María, Simón y Juan han de correr juntos hasta el sepulcro para ser testigos de la vida. Unos a otros nos llevamos de la mano y somos todos responsables de todos. La luz nos cita a todos. Cada uno abandona su mortaja para abrazar a todos los demás. En este abrazo caen los sudarios y por fin vemos, comprendemos y amamos en la luz, en la vida, en Dios.

FELIZ RESURRECCIÓN 

Nos cita a todos