viernes, 26 de octubre de 2018

SANAR LAS CEGUERAS. Domingo XXX Ordinario


28/10/2018
Sanar las cegueras
Domingo XXX T.O.
Jer 31, 7-9
Sal 125, 1-6
Hb 5, 1-6
Mc 10, 46-52
Dios no olvida a nadie. Él está siempre atento a reunir junto a sí a todos los que marcharon. No estamos ya en la primera generación, pero él no olvida sus promesas. Después del gran desastre, llega la desolación y el pueblo descubre su ceguera y su cojera. Descubre también a Dios en su interior, animando al reencuentro, impulsando a la reunión y hasta allí llegan aquellas que han parido en el exilio y las preñadas que alumbrarán una realidad nueva. Nada será como antes pero todo estará basado en la misma fidelidad, en el mismo amor divino capaz de mantenerse al lado de la humanidad por mucho que esta se empeñe en andar por su cuenta. Retorna el resto que ha sobrevivido a la hecatombe, todos ellos están llamados a comenzar de nuevo y reconocerse como Israel, como quien al perder en su lucha contra Dios recibió un nombre nuevo y aceptó como propia la alianza firmada con sus padres, con su sangre. En sí mismos descubren el amor que promueve el pacto y la naturaleza capaz de asumirlo y darle un vigor nuevo. Efraín será el primogénito porque Dios sabe encontrar siempre caminos nuevos y respeta la aportación de cada hombre y mujer, de cada pueblo. Con todos ellos está grande, cambia su suerte y transforma el llanto en canto.
Dios es quien congrega. Él es quien llama y escuchar esta llamada coloca siempre a la persona en un lugar intermedio entre Dios y los hermanos. Dios se ha cuidado siempre de que existan personajes capaces de ejercitar esta mediación, de hacer ver a los otros su ceguera y despertar en ellos el anhelo por la luz. El deseo esencial de unidad e identificación. Vivir en la oscuridad es sentirse limitado, incapaz de percibir la realidad en su esplendor. De un modo similar, los cojos viven lastrados por su incapacidad para moverse libremente y descubren que  vivir su limitación es conocerla y no dejarse vencer por ella. El primer paso para superar cualquier obstáculo es desear vencerlo. El mediador es aquel ser elegido para revelar la realidad y ofrecer una meta acorde con la grandeza de quien llama y la naturaleza y dignidad de quien es llamado.
Todos somos llamados. En todos nosotros habita la unidad que nos cita a la reunión de la totalidad. Todos, en diferente forma y  medida, vivimos en cierto exilio, no siempre el mismo para todos.  Todos estamos llamados a aportar al reencuentro lo que hemos hallado fuera, lo que ha nacido extramuros de la costumbre. Todos estamos llamados a producir algo nuevo, a alumbrar lo mejor de nosotros mismos en esa reunificación donde ya nada podrá ser lo que fue. Todos somos mediadores los unos para los otros. Tenemos la responsabilidad de no poner barreras a nadie que quiera unirse a la asamblea; no podemos mandar callar a nadie, al contrario, debemos dar respuesta y permitir que todos se acerquen y puedan descubrir su ceguera y el camino para superarla. Jesús fue en esto insuperable. Supo aproximarse a todos y enlazar a todos con su propia fe, con su confianza en que es posible alcanzar la unidad viviendo según predicaba el maestro del norte. Nosotros somos los hijos de los hijos, los herederos de la promesa, somos Efraín que retorna al corazón sureño para hacer suya la Antigua Alianza y renovarla según la vida que ha descubierto fuera y la plenitud que encuentra dentro cuando despoja la fuente de maleza y comparte el agua con todos. 

Sanar las cegueras

viernes, 19 de octubre de 2018

CONOCIMIENTO DIVINO, PODER HUMANO. Domingo XXIX Ordinario.


21/10/2018
Conocimiento divino, poder humano.
Domingo XXIX T.O.
Is 53, 10-11
Sal 32, 4-5. 18-20. 22
Hb 4, 14-16
Mc 10, 35-45
En la mentalidad del judaísmo bíblico todo ocurre por voluntad de Dios o bien, él permite que ocurra con vistas a conseguir algún fin concreto. Éste proceder es parte de su pedagogía. También nosotros podemos compartir aún hoy este mismo universo y perdernos en busca de razones exigiendo cuentas a quien no puede rendirlas. La figura del justo, siendo fundamental, nos resulta desconcertante pues por un lado se sacia de conocimiento y hace fructificar la voluntad del Señor, pero por otro lado está irremediablemente avocado a entregar cruentamente su vida. De forma indisoluble sus trabajos traerán la iluminación. Para los demás consigue la justificación, pero a él le es entregada la luz, el conocimiento, la perspectiva divina. El conocimiento del mundo tal como Dios mismo lo conoce. Y cabe preguntarnos por la necesidad y el sentido de ese sufrimiento.
El Dios de Jesús nos contestará que ni es necesario ni tiene sentido. El justo es aquél que vive en la justicia de Dios, que comparte su juicio, su opinión y asume como propias las opciones del mismo Dios. El sufrimiento le viene de la mano de aquellos que no comparten ese punto de vista.  A esta experiencia Jesús la llama cáliz y bautismo y es una experiencia que dura toda su vida porque gran parte de sus días se los pasó enfrentado a las más dispares comprensiones de la voluntad de Dios, incluso entre sus seguidores más cercanos. A partir del momento en el que el descubrimiento de Dios-Amor enraizó definitivamente en su corazón Jesús no puede dejar de presentir su final como algo sobrevenido, con-viniente a su mensaje de liberación. Y tal vez aún le quedase algo de aquella antigua convicción que veía a Dios como dispensador de premios en la medida del propio sacrificio. En este ecosistema cobra pleno sentido la esperanza expresada por el salmista. La lealtad y la fidelidad son los lazos que bidireccionalmente unen al Señor y a los creyentes, a sus fieles.
Estos fieles saben que nada hay en el mundo más opuesto al amor de Dios que la concepción política dominante. La organización de la polis, de la sociedad o de cualquier institución humana se basa en el poder. En el mejor de los casos, en una autoridad fundada democráticamente, pero alimentada según criterios de prestigio y efectividad. La efectividad será buena o no según lo sean los objetivos y el prestigio se alimenta con la separación, la sacralización de ciertos principios e individuos. Para Jesús, en cambio, el poder y la responsabilidad están construidos a partir del servicio, de la escucha atenta de Dios en los más pequeños, en los últimos. Es en su bienestar donde reside el conocimiento que Dios tiene del mundo y quiere compartir con todos. La vida entera de quien se resuelve a seguir este juicio es sacerdocio porque es ofrenda de sí mismo en beneficio de los demás. La dimensión preeminente de Jesús en su propia entrega se debe a que siendo tan humano como nosotros, lo hizo de forma perfecta, sin reservarse nada para él, según su naturaleza divina. Conoce perfectamente nuestra capacidad y nuestra limitación y ha añadido al juicio divino el juicio del ser humano perfecto, tal como es en su fuero interno incontaminado, escondido, en ocasiones, incluso para él mismo pero visible y accesible para la divinidad que habita en todo hombre y mujer.

Conocimiento divino, poder humano.

jueves, 11 de octubre de 2018

EL OJO DE LA AGUJA. Domingo XXVIII Ordinario.


14/10/2018
El ojo de la aguja
Domingo XXVIII T.O.
Sb 7, 7-11
Sal 89, 12-17
Hb 4, 12-13
Mc 10, 17-30
Algo tienen en común la sabiduría y la vida eterna: que son opuestas a la riqueza. Ambas son, también, objeto de deseo. Por encima de esa riqueza entendida como acumulación egoísta de bienes que elude la justicia y perjudica a los demás o como desproporcionada confianza en las propias fuerzas y el apego a valores entendidos en su versión más superficial, existe quien desea alcanzar la sabiduría o la vida eterna. La sabiduría es percibir el mundo con los ojos y el corazón de Dios. Desde esa perspectiva, la salud no es ya tan sólo un bienestar físico, sino acercamiento a la fuente de la vitalidad por encima de otras circunstancias que parecerían mermar ese bienestar. La belleza no es simple acomodación a cánones externos, sino acercamiento a la raíz de donde procedemos y vivencia de la propia esencia en apertura a los demás y a toda la realidad.
La vida eterna, por su parte, es la vivencia de esos valores en la plenitud de cada momento ya en esta vida tan normal a la que no prestamos atención, en la plenitud de este presente. Los mandamientos de la Antigua Alianza son el comienzo de ese camino. En síntesis, reconocer la acción de Dios en tu vida y en el mundo y no dañar a nadie ni a ti mismo dejándote llevar por arrebatos, por la ira o por intereses que tu creas beneficiosos cuando en realidad te alejan de los demás y de tu propia esencia; esa que compartimos todos los humanos con la naturaleza de la que todos formamos parte y con Dios que lo abarca, funda y sostiene todo. A partir de ahí, se impone el interés por quien más lo necesita, la renuncia a la propia comodidad para poner la vida al servicio de los demás, el acercamiento a los desheredados del mundo en quienes se hace especialmente presente el Dios que habita en todos. Es este un gesto cotidiano porque así lo requiere el orden social, pero es también heroico porque exige la renuncia a uno mismo para permitir que la divinidad que en mi reside pueda enlazarse con la que habita en el hermano  empobrecido. Es esa divinidad la que nos da sentido a ambos en el gesto de permitir que fluya y que la corriente nos hermane acercándonos también a todos los demás. Manar, hermanar… encerrarse en uno mismo es taponar el manantial y negar al otro la posibilidad de gozar de aquello que nos pertenece a todos, de aquello que le concede dignidad de ser humano. Toda persona encuentra su raíz última cuando vive asociada a otros en el seno de ese amor fundante que conocemos como Dios.
Cerrarse a esta corriente es también negarle al ser divino la posibilidad de reconocerse en el otro y "reconstruirse" en nuestra unión. Jesús nos dijo que podría ser imposible para nosotros, mas no para Dios pues sólo él es bueno, sólo él es capaz de la heroicidad máxima de negarse a sí mismo y esconderse en el alma de cada uno para unirnos a todos. Su palabra es esa espada que corta lo gangrenado para dejar que florezca lo santo y lo bello, aquello que crea la unidad y nos acerca a quien es nuestra meta y origen. Jesús fue esa misma Palabra actuando en plenitud, hablando y obrando a la vez, abriéndonos la puerta a un mundo nuevo a través del ojo de la aguja que es este momento concreto, en apariencia insignificante, y desechado por tantos. 

El ojo de la aguja

viernes, 5 de octubre de 2018

EN LA DIVERSIDAD. Domingo XXVII Ordinario


07/10/2018
En la Diversidad.
Domingo XXVII T.O.
Gn 2, 18-24
Sal 127, 1-6
Hb 2, 9-11
Mc 10, 2-16
Como ya cantaba el famoso salmo 8, para la tradición judía el ser humano era una realidad poco inferior a los ángeles. El autor de la carta a los Hebreos nos lo repite hoy aquí, hablando de Jesús quien compartió plenamente esa naturaleza y fue uno de los nuestros.  Esa naturaleza se apoya en la carne y el hueso; en todo aquello transitable y corruptible que comienza por diferenciarnos de todo lo demás. Somos diferentes a todo lo creado y esa diferencia nos define, nos da nuestra propia identidad. Pero no de forma individual, sino como colectividad. La humanidad está llamada a nombrar la realidad, a cuidarla y responsabilizarse de ella como de un hijo al que pone nombre. Sólo así puede ella misma encontrar sentido a su existencia y reconocerse en la diferencia con todo lo demás. Todo es bueno y digno de cuidado, todo necesita ser acompañado en su crecimiento.
En el ejercicio de esta tutela, la humanidad se descubre diversa. La polaridad de hombre y mujer es posiblemente la mayor expresión de esa diversidad. Las razas ofrecen tan sólo una distinción circunstancial, surgida de las andanzas evolutivas. Es una diversidad superficial que no afecta a lo insondable del ser humano. En lo profundo de cada uno existe una comprensión del mundo que se ajusta a un patrón masculino o femenino. Ambas visiones se conjugan y ofrecen una única perspectiva, la perspectiva humana. Debemos superar visiones jurídicas y sociológicas que nos exigirían hablar aquí de diversas reglamentaciones o de pautas culturales. Más allá de todo eso, hablamos de equilibrio y complementariedad. De la fuente donde todo eso se sustenta. La variedad del género humano descansa sobre esa complementariedad y el equilibrio entre ambas perspectivas, entre el querer ir siempre más allá y colocar a esa creación que tutelamos en disposición de abrirse a nuevas perspectivas y caminos que potencien su dinamismo interno y el querer conservarla y protegerla para que nada se pierda.
A cada uno se nos presenta una porción de realidad de la que hacernos responsables. Reconocemos en ella a quien puede acompañarnos en esa labor, pues todos somos enviados en comunidad, y en el equilibrio entre su postura y la nuestra creamos algo nuevo que dando sentido a nuestra unidad es capaz también de profundizar en el cuidado de mi porción y la suya, o las suyas. Ser como un niño, ser inquisitivo y buscar siempre el por qué y la razón de ser de las cosas; dejarse guiar por el otro y dejarnos morir en la renuncia a imponer las propias preferencias; confiar sin dobleces y saber superar las crisis del momento; reconocerse iguales y no abusar ni maltratar a quien, pese a sus diferencias, es tan válido como nosotros es el camino que Jesús viene a recordarnos. Sólo así es posible acoger el Reino con sinceridad y eludir el fracaso. La autoridad de Jesús en este punto consiste en que él mismo lo hizo primero. Él, siendo de nuestra naturaleza y teniendo un mismo origen con nosotros ha inaugurado un camino recorriéndolo en primer lugar y acogiendo el Reino hasta hacerse Reino él mismo. Recogiendo la experiencia de su pueblo la proyectó sobre la realidad de su tiempo y la lanzó hacia el futuro sin perder a ninguno de los suyos.    

En la diversidad