sábado, 23 de febrero de 2019

RENUNCIAR AL INSTINTO. Domingo VII Ordinario


24/02/2019
Renunciar al instinto.
Domingo VII T.O.
1 Sm 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23
Sal 102, 1-4. 8. 10. 12-13
1 Cor 15, 45-49
Lc 6, 27-38
Tan solo existe un modo de terminar con la violencia: renunciar a ejercerla cuando tenemos ocasión. La violencia es una condición que influye sobre nuestras reacciones, que nos conforma con el resto del mundo. Es lo normal. No podemos esperar respeto de los demás si no lo imponemos de alguna manera. La violencia, física o psicológica, ha sido por siglos un método para conseguir objetivos, para prestar solidez a nuestros razonamientos, para ilustrar el resultado de oponerse a ellos. Ciertamente, el mundo parece un universo violento que se mueve por la inercia de la acción y la reacción.
Nos es difícil escapar a esta dimensión. Llevamos la supervivencia impresa en los genes  y se nos cuela siempre el impulso de avasallar antes que sucumbir. La respuesta a una agresión se convirtió en algo determinante. La poderosa conciencia veterotestamentaria no consiguió pasar más allá del talión y tuvo que conformarse con moderar los impulsos recurriendo a la justicia estrictamente retributiva: a cada cual lo que merece. Fue ya una primera superación de nuestro límite. Era hasta entonces la ira la que tomaba las riendas y el impulso acababa cuando la tensión acumulada se disolvía en la extinción del enemigo. Y este era nuestro límite: no reconocer frente a nosotros más que enemigos merecedores de castigo. A este impulso vengativo se le opuso la legislación humana y divina admitiendo que nadie merece más castigo que el mal que ha causado y fue un primer paso. David dio un paso más y admitió la imposibilidad de atentar contra la integridad de ciertas personas en virtud de su dignidad. Fue, sin embargo, un paso elitista pues sólo a unos pocos se les reconocía este privilegio en razón de su elección divina. El ungido del Señor no podía morir a manos humanas. Respetar tal convicción hace a David, por dos ocasiones, acreedor del respeto de Saúl.
Sin embargo, la revelación definitiva vendrá de Jesús quien propondrá a sus vecinos la regla de oro descubierta por todas las almas grandes. Es ciertamente un principio universal, presente en todas las culturas, pero lo original de Jesús es que la presenta como reflejo del ser de Dios. La solidaridad, la justicia y la libertad son la herencia impresa en nuestros genes espirituales pues somos imagen de Dios.  No somos buenos  porque esperamos que el otro, en contraprestación lo sea con nosotros, sino porque le amamos. Incluso al enemigo. Y por el amor que le tenemos le mostramos el único camino que puede verdaderamente humanizar este mundo: renunciar al instinto y dar paso al amor como forma activa de relación. La naturalidad que nos constituye no es únicamente lo instintivo. Es también lo espiritual pues no somos seres divididos. Somos seres en construcción que nos descubrimos mientras nos alzamos desde el barro primigenio. Nuestro humus no es únicamente físico sino una tangibilidad capaz de amar, de expresar la fuente que lo origina, de transmitir todo aquello que recibe. Esa expresión nos hace ser auténticamente en y desde la raíz; nos hace ser lo que somos. Renunciar a dejarnos gobernar por el instinto es reconocer que somos más que eso y poner nuestra vida en manos del amor que también es en lo profundo de nuestro adversario, es hacerle caer en la cuenta de sí mismo. Es un acto de amor que le revela su identidad. 

Marc Ribaud, Jane Rose Kasmir protesta frente al Pentágono el 21 de noviembre de 1967

sábado, 16 de febrero de 2019

EL ÁRBOL FELIZ. Domingo VI Ordinario


17/02/2019
El árbol feliz.
Domingo VI T.O.
Jer 17, 5-8
Sal 1,1-2.3.4.6
1 Cor 15, 12. 16-20
Lc 6, 17.20-26
Pocas veces se nos presenta en las páginas evangélicas una polarización tan destacada. Buenos unos y malos los otros. Bienaventurados y malditos. Reparamos así en un rasgo del carácter de Dios que podría pasarnos desapercibido. Dios resulta ser apasionadamente parcial. La tradición veterotestamentaria había hablado ya de su firme intención de implantar la justicia en el mundo. Pero Dios nunca jamás ha entendido la justicia como una forma igualatoria. Muy al contrario, para él el derecho a la vida es expresión y materialización de su voluntad. Y para que esa vida sea plenamente dichosa necesita unas condiciones de verificación. La bienaventuranza, que es tanto como decir la vida feliz y con sentido, no depende del éxito ni de las alabanzas, se encuentra lejos del hartazgo y del acomodo. Jesús presenta un plan de vida en el que cada uno recibirá aquello que necesita para ser feliz y vivir de acuerdo a su dignidad de hijo de Dios. Pone en guardia frente a los engaños de una sociedad que vive de la apariencia y genera estructuras que generan situaciones de profunda injusticia.
Quien se decide a cobijarse al amparo de la carne en vez de hacer de ella un instrumento de liberación para sí mismo y para los demás, terminará siendo incluido en una de esas categorías merecedoras de un ¡Ay! El Señor, en cambio, hará de cuantos no se pliegan a esas condiciones y se vuelven hacia él, árboles plantados a la vera del torrente, inmunes a las riadas y a las sequías. Nada podrá contra él, porque su fuerza y vitalidad manan desde sus raíces, desde la corporalidad capaz de ponerle en comunión con la realidad que le rodea sin aprisionarla ni poseerla. Ellos son los auténticos profetas capaces de hablar y actuar en nombre de Dios y tendrán paga de profeta: rechazo, odio y persecución; pero tendrán también el reconocimiento de profeta que merecen: saciados en cualquier necesidad y colmados con el espíritu de la profunda alegría que no depende del exterior ni de lo que venga. Los otros, sin embargo, que se han enriquecido a costa del sufrimiento ajeno sólo serán capaces de hablar de sí mismos y su vaciedad será el anticipo de destino del falso profeta: el hambre insaciable del vacío interior y el llanto desesperado de quien muere abrazado a sus bienes negándose a reconocerlos inútiles para otra cosa que no sea ser un lastre.
Jesús el Cristo ha resucitado ya. La muerte no pudo retenerlo, como tampoco retendrá a quienes siguiendo su ejemplo han renunciado a dañar a nadie o a acumular bienes, reteniendo lo que es necesario para todos y convirtiendo la fecunda corriente en un cenagal estancado. El reino de los cielos no se hereda  después de una vida de sufrimiento, sino que se recolecta después de una vida de voluntaria, personal y efectiva renuncia a la violencia, a cualquier intento de dominación sobre los demás, a la retención de la corriente de vida que circula entre todos. El árbol plantado a la orilla de la vida es un árbol feliz que crece sin retener el gratuito nutriente que lo alimenta, crece sin desencarnarse de la tierra en la que germinó y  es libre para extenderse en la dirección del sol y producir fruto en abundancia, alimento y cobijo para  todos. Es un árbol feliz que crece y profundiza en la medida que se da, que recibe y ofrece el Reino mismo aportando su propia esencia y personalidad.  

El árbol feliz

sábado, 9 de febrero de 2019

LA PALABRA COTIDIANA. Domingo V Ordinario.


10/02/2019
La Palabra cotidiana.
Domingo V T.O.
Is 6, 1-2a. 3-8
Sal 137
1 Cor 15, 1-11
Lc 5, 1-11
Es un hecho histórico que el pueblo judío no tuvo nunca una gran vocación marinera. Es una interpretación común que en el Antiguo Testamento las aguas constituyen una masa amenazadora en la que viven monstruos que pueden devorar a un hombre y que, tan sólo por orden divina, se retirará para dejar paso al pueblo o se abatirá sobre la humanidad como castigo. En el Nuevo Testamento aparece el Jordán como río de purificación, procedente del Lago de Genesaret o Tiberíades, lugar en torno al cual se arracimaban un buen número de humildes aldeas que se sustentaban aprovisionando de pescado a las regiones más cercanas. Era un lugar de vida y trasiego constante. Es allí donde Jesús centró su vida pública, de allí procedían sus amigos y entre ellos encontró su lugar. Y fueron ellos quienes le reconocieron como una persona especial. El contacto cotidiano con él les hizo vislumbrar algo inusitado y la costumbre de Jesús de hablar a las gentes y la gran afluencia de público que acudía a oírle acrecentaba en ellos la esperanza de hallarse ante alguien que traía una palabra distinta. La Palabra. Es por ella por lo que Pedro accede a volver al agua y echar las redes de nuevo. A esa agua, ciertamente más amable que las veterotestamentarias profundidades, pero a la que hay que arrancarle día a día el sustento. La Palabra de Jesús, pronunciada desde la barca, sobre el agua, la ha fecundado de nuevo y ha producido un fruto desbordante. Por eso, Pedro le reconoce a él como Señor y a sí mismo, como pecador, como no merecedor de tal regalo. A lo que Jesús responde con la invitación a un cambio de vida. No es el pecado lo que define al hombre, sino su capacidad para escuchar la Palabra, su confianza en ella y su disponibilidad para hacerle caso aun en lo aparentemente inútil.
También Isaías tuvo su experiencia iniciática en torno a la Palabra. Sobrecogido ante la visión de un Dios majestuoso sintió sus labios impuros, incapaces de comunicar nada más allá de su propia miseria y la de su pueblo. Como él, toda persona que atisba cualquier conato de divinidad, percibe en ese instante la enorme distancia que le separa de ella. Y esa distancia se salva tan sólo por voluntad de Dios, no por mérito del hombre. La Gracia es el don de no tener que ganarnos el corazón del amado. Porque ese amado nos ha amado primero y tan sólo nos pide un rincón en el que hospedarse y la disponibilidad para comunicar ese mismo amor a todos los demás. Nuestro pasado es realmente intrascendente. Da igual incluso que hayas sido enemigo de sus amigos y les hayas perseguido para entregarlos a los tribunales, da igual que hayas participado, o al menos, aprobado la ejecución de los suyos. Cuando la Palabra nos alcanza purifica manos, labios y oídos. Es decir, nos hace capaces de reconocer la voz de Dios, de transmitirla y de trabajar por el Reino del que siempre hablaba Jesús. Y todo esto es pura gracia, puro amor de enamorado que se ofrece con la promesa de crecer y hacerte crecer hasta límites inimaginables tan sólo con que te pongas en camino. Tan sólo con que renuncies a tu vida instalada, que puede no ser fácil, como no lo era la de aquellos pescadores, pero es tuya, hecha según tu perspectiva, como era la de Pablo y construida sobre tradiciones ajenas a la revelación primera, como era la de Isaías. Frente a esto, la Gracia, el amor, nos devuelve a la sencillez, cercanía y realismo de la Palabra vivida en el día a día.  

El cotidiano abrazo de la Palabra que adviene y vamos siendo.

sábado, 2 de febrero de 2019

DEL AMOR. Domingo IV Ordinario


03/02/2019
Del amor
Domingo IV Ordinario
Jer 1, 4-5. 17-19
Sal 70, 1-4a. 5-6ab. 15ab. 17
1 Cor 12, 31 – 13, 13)
Lc 4, 21-30
Aunque hoy pueda resultar difícil hablar de elección divina es una constante que aparece en cada rincón de la Escritura. A nuestra sensibilidad moderna le cuesta concebir este acto que percibe como parcial y arbitrario. Sin embargo, convendría no olvidar que para que alguien te elija debes estar, de algún modo, presente para él. A cualquiera lo pueden escoger por sus capacidades para hacer una cosa determinada. Ese es el criterio de elección entre nosotros. Elegimos a quien pensamos que puede aportarnos algo, a quien creemos adecuado para una tarea o capaz de aprender a realizarla, a quien cumple ciertos requisitos o posee características que consideramos idóneas. Sin embargo, Dios nos elige antes de saber nada de nosotros. Cuando todo es futuro y no somos más que pura posibilidad. Para él, estamos ya presentes sin haberlo merecido. Somos amados por él sin necesidad de ser perfectos, antes incluso de poder ser, ni siquiera, buenos. Nos elige porque nos ama y ese amor nos constituye, nos hace plaza fuerte, columna de hierro, muralla de bronce, profeta de las naciones frente a la oposición de localismos  restrictivos.
Dios se abre al mundo sin reserva alguna. Por eso, no nos elige para permanecer en casa, parapetados tras la costumbre y habitando la seguridad de lo conocido sino para salir al encuentro de otros llevando el mensaje del amor que hemos experimentado. Dios nos ama gratuitamente y en su derramarse sobre nosotros nos indica cómo hemos de amar: inmerecidamente. El amor alumbra una nueva forma de relación entre las personas. Ya nadie será acogido por lo que pueda aportar, por la dignidad de su procedencia o por su pertenencia a un grupo selecto. Todos son amados, simplemente, por existir. Y ese amor será el fundamento de su desarrollo como lo es del nuestro y será también la argamasa que nos una a todos.
Nadie es profeta en su tierra, porque la tierra es el símbolo de aquello que pretende contenernos. La planta crece enraizada en la parcela que le tocó en suerte y le debe su crecimiento, la vida misma, pero es también rehén suyo. El precio de la libertad es abandonar aquello que te retiene y aceptar la incomprensión de quienes quedan atrás, sin airarse frente a su intento de despeñarte. Y a ese mundo nuevo somos lanzados con la única arma del amor. Pero no cualquier amor, sino aquel que se cumple hoy, que se hace real y transforma las cosas y las vidas sobre las que reposa. Es el amor que se encarna y actualiza en el hoy concreto de todos a los que somos enviados y de todos con los que encontramos. Quien da cuanto tiene encuentra el amor que le mueve y le da fundamento, conocerá a todos con el mismo amor con el que él es conocido y amará a todos con el amor con el que él es amado. Participará del único amor gratuito y verdaderamente constructivo. Es lo que nunca pasa pues sustenta aquello que hubo, lo que hay ahora y lo que habrá mañana. Del pasado nos queda la fe en el Dios que nos ha acompañado desde siempre, en el amor que se ha ganado nuestra confianza; en el hoy tenemos la esperanza que resurge en los pequeños gestos amorosos de solidaridad y justicia cotidiana y del mañana lo desconocemos todo salvo la seguridad de que el amor seguirá sustentándolo tal como lo ha hecho desde siempre con toda la realidad.   

Hombre-Árbol. Carlos Sánchez Hijarrubia