viernes, 26 de julio de 2019

CUIDA E INTERCEDE. Domingo XVII del Ordinario


28/07/2019
Cuida e intercede
Domingo XVII T.O.
Gn 18, 20-32
Sal 137, 1-3. 6-8
Col 2, 12-14
Lc 11, 1-13
Hubo un tiempo en el que pagaban justos por pecadores, pero era en aquellos días en los que no había nadie que intercediera a favor de nadie. Con tan solo un poco de voluntad es sencillo salvar a un justo de la quema, pues lo ha merecido y es obligado reconocer su esfuerzo. Se pasó así del sálvese quien pueda al reconocimiento del mérito y no es un paso pequeño. Es, realmente, una opción muy civilizada: reconocer y respetar el derecho de cada uno. Pero ya Abraham comprendió que Dios pedía algo más y es que Dios, buen pedagogo, sembró la inquietud en el ánimo de Abraham para que él, hombre valiente, pudiese descubrirla como propia y plantearla sin temor. Abraham y Dios comparten el cuidado como rasgo distintivo. Dios cuida del mundo entero y Abraham, de momento, cuida de su clan pero está llamado a cuidar a sus propios hijos, por quienes se hará padre de muchedumbres. Abraham comprende que Dios, habiendo oído el clamor que ha llegado hasta él, quiera eliminar a los impíos. Pero en su propia experiencia ha visto que arrasar con todo conlleva arrancar también la buena hierba y así, este hombre osado, se atreve a plantearle a Dios si no sería mejor perdonar al malvado en atención al justo. Es decir, si no sería ya hora de dejar clara la lógica última de Dios: respetar y salvar a todos en atención a lo que son, hijos amados gratuitamente, y no a lo que logran por sus méritos. El amor de unos pocos hace crecer y evolucionar al conjunto de la humanidad. La población no asciende un escalón cuando todos sus componentes son buenos, sino que el amor gratuitamente puesto en ella  por unos pocos es semilla que terminará produciendo el avance como fruto. Es la ósmosis de la ejemplaridad. Por eso es importante reconocer la labor de los buenos, aunque sean pocos. 
Muy a menudo, sin embargo, esos hombres y mujeres buenos terminan sus días rechazados por la sociedad que después, con el tiempo, les reconocerá. Es la otra cara de este proceso evolutivo. De entre todos, Jesús fue para nosotros el caso fundamental. Por la auto-donación del inocente absoluto se nos concedió la liberación absoluta. La entrega voluntaria que fue su vida vino a ser para todos nosotros el ejemplo definitivo. A él le pidieron sus amigos que les enseñase a orar, a relacionarse de tú a tú con el Padre y él les enseñó el texto y el espíritu de ese dialogo. Reconocer y alabar como Padre a quien descubrían como tal, ponerse en sus manos para colaborar, para construir Reino según lo iban viviendo y cumplir su voluntad según iban haciéndola suya, pedir para todos lo esencial de cada día y ser el primero en perdonar para quedar libre del influjo del mal. Pedimos aquello que descubrimos real en nuestras propias vidas; aquello que habiéndose revelado bueno para nosotros descubrimos como lugar de encuentro con Dios, con la intención de no limitarnos a la privacidad, sino de incluir a todos; intercediendo por todos. Como Abraham cuidamos de nuestro entorno y estamos, como él, llamados a cuidar de muchedumbres. La oración nos concede el Espíritu que nos orienta en la acción, que nos dinamiza en orden a conseguir para nuestros amigos lo que es bueno para ellos, sin detenerse mucho en falsos respetos humanos y sabiendo que eso mismo será también bueno para todos los que lleguen disfrutarlo, aunque nos sean ajenos. Abraham plantó una semilla: cuida e intercede. Jesús nos llama a ser uno solo con esa semilla.  

Cuida e intercede

domingo, 21 de julio de 2019

ADORAR Y CONFIAR. Domingo XVI Ordinario


21/07/2019
Adorar y confiar.
Domingo XVI T.O.
Gn 18, 1-10a
Sal 14, 2-4ab. 5
Col  1, 24-28
Lc  10, 38-42
Tradicionalmente se ha visto en esta lectura de las dos hermanas la imagen de dos formas de vida diferentes en el seno de la Iglesia y una de las dos siempre salía favorecida, haciéndosela digna de aprobación por parte del mismo Señor. Sin embargo, pensemos que la lectura se refiera a dos momentos en el mismo proceso. Marta es quien recibe a Jesús en su casa y se afana en tratarle como el huésped se merece. María es quien se sienta a sus pies y queda allí embelesada. Marta es quien está en las cosas pero no se deja dominar por ellas, quien trabaja sin perder el sentido de su trabajo, sin dejarse dominar por él. Por eso tiene tiempo de mirar a su hermana y pedir que trabaje junto a ella, es decir, como ella. Esa única cosa necesaria a la que Jesús se refiere es, precisamente, la unión que él y cada persona están llamados a formar. Esa unidad profunda es la que Marta pose ya para ocuparse de las cosas de Dios sin desatender al mundo, sin dejarse atrapar por un permanente escuchar que pueda convertirse en un engolfamiento que le haga olvidar lo fundamental: que esa acogida está orientada a un fin. María teme por su hermana, no quiere que le pase a ella como a quienes lo han olvidado ya. Quiere ser ella quien, tras dejarle escuchar un rato, le enseñe cómo trabajar. Sin embargo, su temor es infundado, pues según Jesús, María ha escogido la mejor parte. Lo que ahora le corresponde es precisamente esa escucha atenta. Ya habrá tiempo de que sea luego como su hermana. Es Marta la que corre el peligro de olvidar lo importante si sigue preocupándose por ella y deja resquicio para que su corazón se llene de preocupaciones. A su debido tiempo, María será Marta tal como Marta fue también María. Es preciso escuchar para actuar libremente, sin dejar luego que nada ni nadie te aparte de lo íntimamente compartido. El peligro puede ser permanecer anclado en una escucha que tan solo sea inmovilidad o preocuparte por que otros no siguen tu mismo camino. Esta es, si no erramos mucho, la interpretación que el buen maestro Echkhart hacía de este pasaje.
Adorar y confiar. Son las dos actitudes básicas que se piden. Son también las que muestra Abraham en la primera lectura. También él se afanó en agasajar a sus huéspedes y permaneció bajo el árbol mientras ellos comían. Contra toda esperanza, él creyó y esperó y fue finalmente recompensado. ¿Iba a ser él premiado y Marta reprendida por hacer lo mismo? Confianza es también la que muestra Pablo que piensa poder añadir algo a la Pasión de Cristo ¿Qué podría faltarle? Su aceptación, su entrega personal y la asunción de las consecuencias que esto le pueda traer. Creyó en la visión universal que el resucitado le puso ante los ojos y se lanzó al mundo para mostrarles a todos, sin excepción, que la riqueza de la gloria es “Cristo en vosotros”. En-Manu-El. La presencia de Dios en el centro del pueblo se ha transformado en presencia en el corazón de cada ser humano que debe descubrir su necesidad de ser María para encontrar su forma concreta y personal de ser Marta. De “estar en casa”, en unión íntima con Dios sin que ningún afán ni apego te distraiga de la libertad de estar con él; sin que, escudándose en esa libertad, ceda a otros afanes o apegos que le lleven a abandonar el mundo para refugiarse en su propia versión de sí mismo y de Dios. ¿Quién puede hospedarse en tu tienda? Aquél que está en el mundo como si habitase el corazón mismo de Dios.

Jesús en casa de Marta y María. Gustave Doré (ca. 1870)

sábado, 13 de julio de 2019

SALVAR A LA HUMANIDAD. Domingo XV del Ordinario


14/07/2019
Salvar a la humanidad.
Domingo XV Ordinario.
Dt 30, 10-14
Sal 68,14. 17. 30-31. 33-34. 36ab.37
Col 1, 15-20
Lc 10, 25-37
Ninguno de nosotros podrá subir al cielo o cruzar el mar. Ninguno de nosotros podrá arrogarse la pretensión de ocupar un lugar de mediación que pueda conferirle ningún honor ni justifique ningún trato de favor. Toda la ley de Dios se encuentra en el corazón de los hombres, muy cercana a sus labios. Toda ella se traduce en una única palabra: misericordia. Un movimiento del corazón que se enraíza en las entrañas maternas y aflora en la práctica cotidiana. El hombre se siente interpelado desde lo más profundo, desde lo íntimo.
Justo desde ese interior se conmovió aquel buen samaritano, perteneciente a un pueblo despreciado por la santa y purísima sociedad de Judea, hacia cuya capital, Jerusalén, se encaminaba Jesús, siempre atento a hacer amigos... Otros desviaron de la víctima la mirada, para dirigir los ojos hacia el cielo el sacerdote y para sumergirse en un océano de ritos el levita. En ambos una única intención: no llegar tarde a su encuentro con el Señor. Sin embargo, ninguno de los dos supo ver con los ojos entrañables de Dios y pretendieron alcanzarle pasando por encima del pobre viajero malherido. Solo aquel despreciado samaritano fue capaz de apearse de su cabalgadura, aquella que en la vida le facilita el camino, le trae y le lleva, para hacer de ella un transporte eficaz, un servicio a los abandonados. Este impulso es, según la ley, el mismo que todo creyente debe cultivar para alcanzar la vida eterna. No caben componendas ni debates ideológicos o casuísticos; prójimo no lo es nadie, sino que has de hacerte próximo de aquel que en suerte te cae cercano, aquel con el que te cruzas en el camino, sobre todo de aquel que descubres en los márgenes, abandonado a su suerte, apaleado por la vida y las circunstancias. Todos estos son los humildes que inspiraron al salmista, que ponen su confianza en el Señor, que se sienten escuchados y apreciados en su cautividad. Que experimentan el amor que Dios mismo vierte sobre ellos en forma de prójimos que saben hacer de sus medios servicio y detienen la prisa de sus días para atender a la voz de sus entrañas y sanar con aceite y vino a los que otros han despojado de su dignidad de humanos, para  limpiar de nuevo en cada hermano  la misma sangre humana que Jesús convirtió en cáliz.
Estos samaritanos hacen realidad el único rito posible: hacerse pan. En eso consiste la comunión y el único sacerdocio: ser uno con Cristo. Es decir, aceptar como propia la vida de quien llegó a expresar la divinidad sin renunciar a su humanidad sino, precisamente, plenificándola. Son estos samaritanos quienes, haciéndose prójimos de los demás, muestran que no existe otro camino para reconciliar a la creación que seguir la ruta iniciada por Jesús el Cristo, primogénito de entre los muertos, el primero nacido a la nueva vida, y guía para todos. Todo está organizado, según la mentalidad bíblica, siguiendo un plan proyectado por Dios desde el primer momento de esa creación herida. La eternidad no se mide por la amplitud, sino por la profundidad. Importante más el cómo que el qué, no digamos nada el cuánto. ¿Qué puedo hacer yo desde mi sitio? ¿Con mi vino y mi aceite y unas pocas monedas? Mucho. Tanto el Talmud como el Corán coinciden en señalar que salvar a un solo ser humano es ya salvar a la humanidad. ¿Y cómo puedo hacerlo? Como Dios.  Con la entrañable eternidad que Jesús nos enseñó. Poniéndome yo mismo, con mis cosas, en disposición de amar como él ama. 

Aimé Morot. Le Bon Samaritain (1880)

domingo, 7 de julio de 2019

SIN EXCLUSIVISMOS. Domingo XIV Ordinario.


07/07/2019
Sin exclusivismos.
Domingo XIV Ordinario.
Is 66, 10-14c
Sal 65, 1b-3a. 4-7a. 16. 20
Gal 6, 14-18
Lc 10, 1-12. 17-20
En el reino de Dios todo está llamado a la transformación. Jerusalén está llamada a ser lo que su nombre expresa  pero aún no es: ciudad de la paz y el ser humano está llamado a recibir, experimentar y propagar la paz y la misericordia. La circuncisión fue, por un tiempo, señal de pertenencia al pueblo elegido pero ahora el pueblo ha ampliado sus límites y su señal ha pasado a ser signo de identificación personal para quien opta por mantener esa alianza. Lo decisivo es la nueva criatura, la creación nueva. Quien acepte esta sencilla premisa encontrará las ansiadas paz y misericordia. Lo mismo nos ocurre a los cristianos. Pretender que nuestra alianza sea mejor que la antigua es permanecer enfrascado en la forma ya caduca de percibir la realidad: “Lo mío es mejor que lo tuyo”. Pablo afirma que para unos y otros lo decisivo es el cambio que se opera en la persona, no la señal que cada uno porte. Circuncisión y bautismo pueden ser la puerta para una existencia nueva o para encerrarse en sí mismo receloso frente a todos los demás.
Pablo identifica esa existencia nueva con la cruz, oponiéndola al mundo. Él dice, por un lado, haber crucificado al mundo, ha condenado lo que en ese mundo él ve de negativo y que parece triunfar sobre todo lo demás y tras condenarlo lo trata como a una realidad maldita, pues maldito es aquél que cuelga de un madero y, por otro lado, él mismo dice estar crucificado para el mundo, pues es despreciado por los vencedores, maldito también para ellos, incapaces de comprender su postura. Él dice llevar en su cuerpo las marcas de Jesús y es el esfuerzo en no detenerse a discutir si por eso es mejor o peor que los otros lo que le salva de caer en aquello que critica. Reconoce su propia transformación y la cifra en seguir el camino que le ha llevado hasta allí sin detenerse a discutir si es mejor o peor que otros. Cualquier camino espiritual se reconoce por sus frutos. El cambio en cada creyente es el más evidente de ellos. Ninguna tradición verdadera es exclusivista ni proselitista.
De mano de Jesús hemos recibido una llamada concreta a anunciar el reino de Dios, ese estado en el que todo se transforma y en el que la vida adquiere sentido como un estar siempre en camino, con clara conciencia de enviados a una mies abundante; en una experiencia comunitaria e íntima, de dos en dos, que ponga siempre en cuestión nuestras certezas personales; conscientes de nuestra debilidad, como corderos en medio de lobos; viviendo y trabajando en austeridad solidaria, ni manto ni alforjas; reconociendo y aceptando la providencia divina de manos de los demás, compartiendo la comida que haya; con un objetivo claro del que nada pueda distraernos, sin saludos ni discusiones por el camino; sin imponer nada, ofreciendo la paz y anunciando la llegada del Reino a quien quiera acogerlo, sanando y restaurando dignidades y, finalmente, proclamando esa misma llegada a quien rehuse creerlo. El Reino llega, lo queramos o no. Está abierto a todos sin distinción y lo decisivo es que Satanás cae como un rayo. Llega ya y al acogerlo certificamos nuestro propio cambio, nuestra transfiguración: nuestro nombre, nuestro ser más íntimo está ya en su misma onda. Vivir el Reino es vivir la vida misma de Dios. Sin exclusivismo alguno, abierto a todos, aquí en la tierra como en el cielo. 

Sin exclusivismos