28/02/2021
Un abrazo sincero.
Domingo II Cuaresma.
Gn 22, 1-2. 9-13. 15-18
Sal 115, 10. 15-19
Rm 8, 31b-34
Mc 9, 2-10
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Ya hablamos la semana pasada de este conocido episodio de Abraham. Como Noé o, mejor, como quien adaptó esa antigua historia para transmitirnos un hallazgo personal, Abraham ha descubierto un Dios nuevo; desconocido. No ha dejado de escuchar sin dar por bueno el primer impulso. Algo había ya en su alma que le predisponía a romper esa costumbre salvaje que suponía el sacrificio de los niños a los dioses y es que cuanto más nos humanizamos más cerca estamos de Dios y más atrás dejamos esas imágenes tan “divinas” pero tan poco realistas.
Descubrimiento inesperado fue también el de esos apóstoles que de pronto se vieron sorpresivamente inmersos en una teofanía como esas de las que hablaban los textos bíblicos que se leían en las sinagogas. Fueron introducidos en un momento de intimidad divina que desapareció tal como había venido. Dios es así: pasa por la vida de todos sin dejarse atrapar, pero normalmente lo hace sin tanta espectacularidad, dejando un rastro sutil e imborrable. Aunque todo permanece igual, la realidad se ve transformada hasta poder percibirse en ella su naturaleza última. Pero todo es fugaz y volátil. Es imposible intentar adueñarse de él. Sólo cabe el estremecimiento y surge un deseo de permanecer ahí para siempre. Descubrir la presencia de Dios en los amigos, en la familia, en las situaciones complejas y en las amables, en la naturaleza, en la sencillez, en el respirar, en el silencio y en el afán de cada día… las teofanías son innumerables, pero discretas. Para Pedro y sus compañeros el sobresalto se transforma en miedo, porque ante la desproporción del acontecimiento aquellos buenos hombres no pueden dejar de reflejar las circunstancias de su generación, dominada por el miedo a Dios. Lo expresa claramente el evangelio de hoy, pero también ese miedo se transforma pues nadie quiere quedarse allí donde su corazón se compunge por el más mínimo recelo. Es otra transformación evidente. Noé, Abraham y ahora también este grupito de apóstoles.
En su corazón anida el convencimiento de que con Dios de su parte, nadie puede ponerse, efectivamente, en su contra. Pablo expresa este convencimiento reflejando ese paso del terror al amor. Dios está con nosotros, incluso cuando no lo percibimos y quien por nosotros ha hecho tanto no dejará que nadie nos derrote sin más. Asumiendo, claro, que a veces nuestros conceptos de triunfo y derrota no coinciden plenamente, como lo muestra la vida y el final de Jesús y de tantos otros profetas y teniendo claro también que, como dice el salmista, “mucho le cuesta la muerte de sus fieles”. Dios no quiere la muerte para nadie, tampoco para sus amigos. Que esta cuaresma nos sirva para desterrar de una vez esa idea de Dios terrible que entrega a los suyos a la muerte, su hijo el primero, para que sirvan de testimonio o de expiación. Nuestras cuitas de humanos empeñados en defender nuestra posición y las barbaridades que seamos capaces de hacer no son expresión de la voluntad de Dios ni instrumento de su providencia. Dios es vida y nos llama a todos para la vida. Ni se alegra con nuestro sufrimiento ni busca que nos atormentemos antes de perdonarnos nada. Dios es un abrazo sincero, un beso enamorado, una brisa que tonifica, la flor que da sentido al desastre.
Un abrazo sincero |