26/08/2018
Amor humano, amor divino
Domingo XXI T.O.
Jos 24, 1-2a. 15-17. 18b
Sal 33, 2-3. 16-23
Ef 5, 21-32
Jn 6, 60-69
Si nos quedamos al nivel de la carne nos mantenemos
en la dimensión de la debilidad, de lo perecedero, en el contexto de aquello
que alimenta nuestra fragilidad. Y sin embargo, la carne, lo hemos dicho aquí
ya, es lo que nos salva. La carne nos hace conscientes de nuestra limitación y
superarla es posible tan solo en su misma dimensión. ¿Cómo? Potenciando una
nueva vivencia, estrenando coordenadas que nos orienten en un nuevo rumbo,
haciendo lo posible por no obstaculizar su transfiguración. Esa es la vida que
nos ofrece el Espíritu. Él nos pone a todos y a todo en nuestro sitio, nos
revela el nombre y la identidad de todo; él nos comunica el punto de vista de
Dios. Ver el mundo desde esta perspectiva es la invitación de Dios, es la
vocación a la que estamos llamados, porque entonces lo estaremos viendo desde
él mismo.
Estar con Dios es aceptar la orientación del
Espíritu y reconocer a Jesús como aquel que tiene palabras de vida eterna, como
el Santo de Dios. No obstante, también a nosotros se nos hace a veces difícil
comprender el lenguaje de Jesús y le preguntamos ¿Cómo es que el Padre concede a unos ir hacia ti
y a otros no? El Padre ama a todos por igual, contesta. Sin embargo, tiene
preferidos. Acompañó por el desierto a aquel pueblo de esclavos fugitivos y le
dio una tierra en propiedad. Ellos pudieron experimentarlo cercano y descubrirse
amados sin merecerlo. Por eso, tuvieron relativamente fácil elegir al Señor
frente a otros dioses. Entonces, deberíamos preguntarnos, más bien ¿Por qué hay
quien no puede sentir el amor apasionado de Dios? El amor humano es imagen del
amor divino. El amor entre hombre y mujer es imagen del amor de Dios por su
pueblo y de Cristo por su Iglesia. Y el amor divino es modelo para el amor
humano.
Imaginemos un mundo en el que todos se amen como se
aman los esposos de la carta de Pablo, donde todos se busquen y deseen como los
amantes del Cantar. Un mundo donde todo otro, él o ella, sea tenido por carne
de mi carne y, en esa medida, en su carne, alimentado y confortado; donde todos
sean sumisos a todos y no quieran imponerse a nadie, sino potenciar a todo
otro, él o ella, purificarlo, sanar sus heridas y colocarlo en un espacio
sagrado donde su dignidad de hijo de Dios esté por encima de cualquier otra
cosa; donde cada uno se sepa preferido, atendido y escuchado. En un mundo así
¿Quién no atribuiría al empuje de Dios el comportamiento de sus semejantes? ¿Quién
no descubriría en ellos el beso del mismo Dios, le llame como le llame? Algunos
discípulos no pudieron reconocer a su dios en las palabras de Jesús. No les
faltó el amor, pero carecieron de la audacia necesaria para construir un mundo
a partir de la Palabra de Dios como alimento. Dios es siempre el desconocido,
el amante fugaz del Cantar que no puedes atrapar. El Espíritu es siempre ráfaga
de aire o corriente de agua; sopla donde quiere y lo inunda todo. Es
incontenible pero se reconoce en nuestro interior. Más allá de credos y
prácticas, él plenifica el amor entre los seres humanos y hace nuevas todas las
relaciones; da sentido a las revoluciones y a las construcciones políticas;
presta oídos a la petición de los justos y guarda hasta el más pequeño de sus
huesos porque la debilidad compartida es semilla de inmortalidad, signo de la
divinidad que nos habita.
Amor humano, amor divino. |
“Si nos quedamos al nivel de la carne nos mantenemos en la dimensión de la debilidad, de lo perecedero, en el contexto de aquello que alimenta nuestra fragilidad”. Sí, eso pensaba. Pero ya no lo pienso. La carne sustenta sentidos, sustenta el cerebro que es quien sustenta a su vez nuestra mente, esto es, quienes somos. Pero, además, esa carne nos proporciona una forma corpórea determinada que nos hace singulares y con ella vivimos y con ella morimos y con ella resucitamos. Y por un lado, la carne nos abre al Cosmos y a experiencias místicas y amorosas a través de los sentidos guiados por la mente y, por otro, nos descubre el sentir placentero del bienestar en cualquier formato. La carne es nuestra debilidad y nuestra fortaleza. Resucitamos en cuerpo y alma y ello implica carne, aunque sea una carne hecha luz, la misma que ya tenemos internamente, bajo la piel que acaricia las hojas de un ciprés cimbreado por el viento. Carne que amará, que sentirá placentera, que sonreirá...
ResponderEliminarMás allá de credos y prácticas existe un Arquitecto constructor que ha forjado la Salvación por la carne. Sí, una carne que descubre el amor ya en el roce de unos labios amantes sobre la mejilla temerosa. Una carne que cuando ama, sana. Y, sin embargo no nos reconocemos. Tal vez por eso no amemos.
El Cielo tiene que ser en todas partes el reconocimiento del otro. Y por eso tiene que ser realidad amorosa abierta a todo y a todos en vasos comunicantes.
PD: Gracias a las respuestas, y a la tuya, caí en la cuenta de que no tengo ilusión ahora mismo, pero sí mantengo la esperanza. Y ya eso es un buen principio de amor.:)
Gracias a ti.
EliminarY Amén a todo.