24/12/2023
La fuerza de Dios.
Domingo IV Adviento.
2 Sam 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16
Sal 88, 2-5. 27. 29
Rm 16, 25-27
Lc 1, 67-79
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Se avecinan
cambios inimaginables. El rey David quiere construir un Templo para Dios. Eso
es lo propio de cualquier dios; mejor, de cualquier nación que se precie de
tener el favor de ese dios. Pero David es sincero en sus intenciones: no le
parece bien que Dios habite en una tienda; ese no es un lugar digno. Es esta
una opinión muy extendida aún hoy. El salto cualitativo lo da el propio Dios porque
él siempre tiene otro punto de vista; diferente incluso al del profeta Natán. Él,
que ha acompañado al pueblo en los buenos y en los malos momentos, no le va a
dar la espalda, sino que le proporcionará una casa definitiva en la forma de
dinastía que pueda mediar entre ambos. El salmista expone esta misma realidad. La
descendencia de David será el lugar de encuentro. Sin embargo, el tiempo vendrá
a mostrar que esa intención de Dios se arruinó por la inconstancia de los seres
humanos.
Los dones
divinos no son particulares, sino que se conceden para el bien de todo el
pueblo. Y en ocasiones pueden representar cierta incomodidad para quienes lo
reciben. Es el caso de María, que de la noche a la mañana se encuentra con la
petición de acoger en su seno un niño sin padre. Esto podría representar la
ruina para ella, cosa de la que no se habla en el pasaje de la anunciación que
hoy nos ocupa. Resulta así ser un pasaje poco realista, estructurado según
otros relatos de anunciación. Es un texto que quiere transmitir un mensaje; no levantar
acta de un momento concreto. Y el mensaje es que Dios, pese a la cabezonería de
su pueblo, no ha olvidado la promesa que le hiciera a David. Gabriel, la “fuerza
de Dios”, se presenta ante ella para anunciarle que Dios le dará un hijo que
renueve definitivamente esa alianza con la casa de David. Es el motor
nacionalista el que mueve a María a aceptar y el que explicaría también su
extrañeza ante el actuar de su hijo en algunos pasajes evangélicos, pero eso es
otro tema.
Del mismo modo que María todos somos hoy invitados a la maternidad. Dar a luz es la transformación efectiva de cada uno en el nuevo ser humano que pueda implicarse en la historia del pueblo. La decisiva intervención de Jesús nos hará ver que estamos hablando ya de un pueblo universal, no limitado por frontera alguna. Así lo expresa Pablo en el fragmento que hoy leemos de su carta a los romanos: que a través de Jesús, por medio del evangelio que se nos predica, todas las gentes demos gloria a Dios por los siglos. Por otro lado, la excepcionalidad de Jesús que Lucas da a entender en su relato no puede ser tomada como excusa. La “labor” de Jesús consiste en dar a conocer lo ilimitado del plan de Dios por su amplitud y por lo que cada una, cada uno, podemos dar. Nuestra naturaleza humana es capaz de acoger a Dios y hacerlo nacer en su interior, si se le hace sitio. Como resulta que Dios es incontenible, si realmente le dejamos habitarnos nos llevará donde no sospechamos. Así, la casa que Dios ofrece a su pueblo pasa por la decisión libre de cada uno y es una casa que quiere abarcar a toda la humanidad. No hay nada en estos relatos que invite a una interiorización exclusivista ni a una familiaridad restringida. La “fuerza de Dios” salva la distancia que nos separa de los demás y, si la acogemos, nos llevará a superar cualquier motivación mal entendida.
La fuerza de Dios |
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