04/03/2018
Como la arena
Domingo III Cuaresma
Ex 20, 1-17
Sal 18, 8-11
1 Cor 1, 22-25
Jn 2, 13-25
Un nuevo paso en el camino: Hace tres semanas iniciamos
nuestra Cuaresma recordando a Noé descubriendo la poca sed de sangre que Dios tiene;
Abraham tuvo noticia de un Dios interesado en compartir el camino del hombre.
Moisés se reencuentra hoy con ese mismo Dios, empeñado ahora en entregar al
hombre una herramienta que le ayude a superarse, a ser mejor, que le permita
convivir con él mismo y con los demás hombres. Todo tiene su momento, dirá
también la Escritura en otro pasaje y llega hoy por fin el día del encuentro
cara a cara. Dios y el hombre se verán el rostro por fin, pero no se
reconocerán. El hombre es incapaz de ver a un Dios a pie de calle, desnimbado y
con rostro humano. Dios no se encuentra entre los muros que el hombre le ha
preparado, entre una pureza artificial que se construye al margen de la vida de
su pueblo.
Jesús se halló ante el Templo y no pudo soportar el
espectáculo de aquella mercantilización al servicio de una asepsia
supuestamente necesaria para entrar en la casa del Padre. Por un lado, su
experiencia de Dios no le decía que nadie debiera purificase cuando se le
acercaba buscando sanación, física o espiritual. Por otro lado, ya había
manifestado en alguna ocasión la conveniencia de no suprimir, sin otra
alternativa, gestos que el pueblo pudiera entender. Pero ahora es el celo por
la casa del Padre lo que le devora, como a Elías, compañero de transfiguración,
le devoró el Celo por el Señor. Este celo le lleva a olvidar su precaución frente a declaraciones precipitadas
que pudieran malentenderse y actúa sin ningún freno. Se presenta a sí mismo
como la alternativa a todo templo y a toda purificación externa. Ésta es la
convicción profunda, de la que surge su obrar y que le acompañará hasta el
último momento. Ésta es también la palabra que sigue llegándonos hoy: Dios vive
en mí, en nosotros.
Dios nos resulta siempre extraño y paradójico
porque desborda por completo nuestras expectativas. No se oculta en ningún
edificio ni habita parajes recónditos; no necesita que cumplamos normas
externas ni que mantengamos instituciones que lo tutelan; no es rastreable en
la sabiduría ni en los signos, pues con todo eso el hombre aspira a conocerlo y contentarlo
para solicitar su favor: poseerlo, en resumidas cuentas. Hacer de él un ídolo. Puedes
encapsular la arena del desierto pero en cuanto la liberes volverá a ser movida
por el aliento de la vida y formará de nuevo dunas o se perderá entre los
adoquines; lo que nunca hará es estarse quieta, inmóvil, inerte; cada grano se
asocia a todos los demás para albergar la vida incluso en la más extrema aridez. Cualquier
desierto esconde agua en su interior. Dios es siempre como el agua que da la
vida pero se escurre entre tus manos, cuando crees conocerlo es cuando más
lejos estás de él. Se tú el grano de arena que lo acoge, abriéndote a su
fecundación, pero sin querer retenerlo, que su huella sea el espacio abierto en
tu alma. Esta es nuestra necedad: Dios, el inaprensible, habita en el interior
de cada ser humano, en su caminar como pueblo, en la justicia que nos iguala a
todos, en el amor que nos hermana, en la palabra que pronunciamos ante el
mundo. Dios es siempre el contenido, no el continente donde creemos poder
preservarlo de la contaminación. Dios fue el primero que se contaminó a sí
mismo para hacerse lo que no era: hombre.
Como la arena |
" A veces quisiera volar alto,
ResponderEliminarpero Amor siempre arrima a la tierra,
entreveras mis grietas a pequeñas fisuras, rocas e incluso piedras...
Humus, fértil, una y otra vez abonado y siembra.
Donde podas brota con fuerza...
Diferentes caminos, Experiencia.
Enlazada a Ti, Existencia..."