domingo, 7 de julio de 2019

SIN EXCLUSIVISMOS. Domingo XIV Ordinario.


07/07/2019
Sin exclusivismos.
Domingo XIV Ordinario.
Is 66, 10-14c
Sal 65, 1b-3a. 4-7a. 16. 20
Gal 6, 14-18
Lc 10, 1-12. 17-20
En el reino de Dios todo está llamado a la transformación. Jerusalén está llamada a ser lo que su nombre expresa  pero aún no es: ciudad de la paz y el ser humano está llamado a recibir, experimentar y propagar la paz y la misericordia. La circuncisión fue, por un tiempo, señal de pertenencia al pueblo elegido pero ahora el pueblo ha ampliado sus límites y su señal ha pasado a ser signo de identificación personal para quien opta por mantener esa alianza. Lo decisivo es la nueva criatura, la creación nueva. Quien acepte esta sencilla premisa encontrará las ansiadas paz y misericordia. Lo mismo nos ocurre a los cristianos. Pretender que nuestra alianza sea mejor que la antigua es permanecer enfrascado en la forma ya caduca de percibir la realidad: “Lo mío es mejor que lo tuyo”. Pablo afirma que para unos y otros lo decisivo es el cambio que se opera en la persona, no la señal que cada uno porte. Circuncisión y bautismo pueden ser la puerta para una existencia nueva o para encerrarse en sí mismo receloso frente a todos los demás.
Pablo identifica esa existencia nueva con la cruz, oponiéndola al mundo. Él dice, por un lado, haber crucificado al mundo, ha condenado lo que en ese mundo él ve de negativo y que parece triunfar sobre todo lo demás y tras condenarlo lo trata como a una realidad maldita, pues maldito es aquél que cuelga de un madero y, por otro lado, él mismo dice estar crucificado para el mundo, pues es despreciado por los vencedores, maldito también para ellos, incapaces de comprender su postura. Él dice llevar en su cuerpo las marcas de Jesús y es el esfuerzo en no detenerse a discutir si por eso es mejor o peor que los otros lo que le salva de caer en aquello que critica. Reconoce su propia transformación y la cifra en seguir el camino que le ha llevado hasta allí sin detenerse a discutir si es mejor o peor que otros. Cualquier camino espiritual se reconoce por sus frutos. El cambio en cada creyente es el más evidente de ellos. Ninguna tradición verdadera es exclusivista ni proselitista.
De mano de Jesús hemos recibido una llamada concreta a anunciar el reino de Dios, ese estado en el que todo se transforma y en el que la vida adquiere sentido como un estar siempre en camino, con clara conciencia de enviados a una mies abundante; en una experiencia comunitaria e íntima, de dos en dos, que ponga siempre en cuestión nuestras certezas personales; conscientes de nuestra debilidad, como corderos en medio de lobos; viviendo y trabajando en austeridad solidaria, ni manto ni alforjas; reconociendo y aceptando la providencia divina de manos de los demás, compartiendo la comida que haya; con un objetivo claro del que nada pueda distraernos, sin saludos ni discusiones por el camino; sin imponer nada, ofreciendo la paz y anunciando la llegada del Reino a quien quiera acogerlo, sanando y restaurando dignidades y, finalmente, proclamando esa misma llegada a quien rehuse creerlo. El Reino llega, lo queramos o no. Está abierto a todos sin distinción y lo decisivo es que Satanás cae como un rayo. Llega ya y al acogerlo certificamos nuestro propio cambio, nuestra transfiguración: nuestro nombre, nuestro ser más íntimo está ya en su misma onda. Vivir el Reino es vivir la vida misma de Dios. Sin exclusivismo alguno, abierto a todos, aquí en la tierra como en el cielo. 

Sin exclusivismos

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