sábado, 19 de febrero de 2022

ENTRENANDO. Domingo VII Ordinario.

 20/02/2022

Entrenando

Domingo VII Ordinario

1 Sm 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23

Sal 102, 1-4. 8. 10. 12-13

1 Cor 15, 45-49

Lc 6, 27-38

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Leíamos la semana pasada el pasaje de las Bienaventuranzas, celebrando la claridad de Jesús. También aquí es claro: sed compasivos. Como ya sabemos, los autores del Nuevo Testamento escribieron en griego y la palabra que aquí usa Lucas para hablar de compasión es oiktirmós, que hace referencia a una compasión visceral que surge desde las entrañas, muy en consonancia con la expresión hebrea rahamim, que nos haba de las entrañas maternales de Dios. A Dios la compasión le brota desde lo más profundo. Jesús nos dice que busquemos en nuestro fondo más íntimo. En la profundidad más estilizada que solemos llamar alma o corazón o esencia o interioridad, pero también, como insiste el Antiguo Testamento, en ese fondo físico, mucho menos lustroso, que identificamos con órganos, vísceras, tripas o asaduras.

La misericordia surge desde la profundidad de la naturaleza humana, tal como lo hace desde la divina, y desde allí va desarrollándose. Afirma Pablo que lo primero es lo animal, lo terreno, y después surge lo espiritual que él considera mucho más elevado. Así pues, lo terreno, la animalidad no es mala; es el punto de partida, la condición de posibilidad. El autor del libro de Samuel nos presenta un episodio que claramente evidencia la superación de la escala animal: pese a tener ocasión, David renuncia a matar a su enemigo por respeto a una justicia que él considera, como Pablo, superior. Jesús se sitúa en la misma línea davídica. No sólo hay que procurar el bien, sino que hay que evitar el mal. Pero esto no es automático. Se entrena, se trabaja. Y para desarrollar esa capacidad nos ofrece “ejercicios” concretos que fomenten el hábito de no responder cruentamente. No nos pide que nos transformemos primero en seres de luz para comenzar entonces a ser buenos, sino que nos muestra cómo, siendo buenos, podremos vencer finalmente el impulso más irracional que responde a la violencia con más violencia. Esta actitud conlleva esfuerzo y ese esfuerzo es mérito que nos coloca en otra posición: nos abre las puertas a una nueva percepción de la realidad, de Dios, de los demás y de nosotros mismos. Desarrollando esa nueva percepción nuestro hábito terminará siendo virtud; seremos virtuosos. No al final, sino durante el esfuerzo.

Nuestro premio estará entonces en conocer el mundo tal como Dios lo conoce, aunque sea de poco en poco cada vez. Y Dios conoce el mundo tal como realmente es porque nada escapa a su juicio, a su opinión, a su valoración y su juicio es misericordioso, como nos recuerda el salmista. Amar al enemigo es imposible sin compartir el juicio, la perspectiva, el acto mismo de Dios. Es sintonizar nuestra entraña, nuestras vísceras y corazón en la misma onda que Dios. Ya no tiene sentido actuar esperando un premio. Jesús propone que actuemos desde nuestra igualdad esencial con todos y eso no sirve tan sólo para exigir nuestros derechos sino, sobre todo, para respetar y luchar por los de los demás. Por eso es posible amar al prójimo como uno mismo y esperar que puedan entenderse el amor al enemigo y la entrega gratuita de uno mismo. Las promesas finales de Jesús no son un mero consuelo, sino su promesa personal de que el camino que propone puede liberarnos de cualquier atadura,  corporal o espiritual, para abrirnos al amor universalizado.


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