sábado, 28 de mayo de 2022

ASCENDER ES ZAMBULLIRSE. Ascensión del Señor

 29/05/2022

Ascender es zambullirse. Ascensión del Señor

Hech 1, 11

Sal 46, 2-3. 6-9

Ef 1, 17-23

Lc 24, 46-53

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Es normal que en la antigüedad, el ser humano identificara el cielo con ese lugar o espacio en el  que Dios vivía. Así, se entiende que Dios habita en un lugar distinto y mejor; ajeno al sufrimiento y a la injusticia: extraño a la realidad física que percibimos cotidianamente. Lo que ocurre es que ya esa comprensión de la realidad es imposible de casar con nuestra perspectiva del mundo. Sin embargo, negar la existencia del cielo es negarnos a nosotros mismos como buscadores de sentido. El cielo no es un lugar sino un estado, se dice ahora. Es la forma de vida o de organización en la que se cumple la voluntad de Dios; es el triunfo del amor sobre la muerte. Es la vida que el hombre está llamado a construir como realización de su propia naturaleza y actualización de la raíz divina que lleva en su interior. Es una forma de ser. Un ecosistema en el que Dios es; está presente. Dios es donde hay amor.

Por eso resulta ser tan imposible quedarse plantado mirando al cielo esperando ver volver a Jesús desde las alturas como verle ascender a ese sitio tanto más beatífico cuanto más  ajeno a la tierra sea. Lucas pone en boca de ángeles, mensajeros de Dios, la expresión de este descubrimiento como si de una revelación divina se tratara. Jesús había sido claro en su encargo de que esperasen en la ciudad. La semana pasada se nos anunció la  llegada de la ciudad nueva; el mundo nuevo. Para que éste se haga realidad es imprescindible no desligarse del actual, nos dice Jesús, del lugar donde todo ocurre, del escenario en el que Dios se ha hecho presente como uno más de los muchos desheredaos que habitan las periferias de esta urbe única en la que el mundo se va convirtiendo. Y resulta que éste que va surgiendo no es el mundo prometido porque, pese a todas las cosméticas, sigue siendo tan injusto como el que conocieron quienes concibieron el cielo o quizá más. Pero ahora ya no colocamos a Dios fuera de él sino que, siguiendo la indicación de Jesús, lo buscamos en su mismo centro. Para llegar al cielo no hay que ascender sino que hay que salir de uno mismo, superar las barreras que nos inmovilizan y llegar hasta los otros pasando por nuestro propio centro.

Ascender es zambullirse en la interioridad donde habita la esperanza alimentada por la resurrección de Jesús para desde allí resurgir con él venciendo cualquier resistencia que nos aleje de los demás, de la asamblea única que encabezada por Cristo hace presentes a todos los sin voz. Ascender es sumergirse en la profundidad de un mundo herido que busca restañar cada brecha por la que se le escapa la fraternal riqueza que constituye nuestra herencia. Ascender es bautizarse en el amor que todo lo puede en nosotros y bucear en su conocimiento, saborear su revelación y disponernos a bregar para que el mundo que va surgiendo se parezca cada día más al mundo que esperamos que baje. Porque en realidad todo desciende; Dios se coloca siempre al nivel del que quiere levantar y desde allí ambos ascienden juntos y es entonces cuando el Señor es aclamado al son de trompetas. No seamos tan demandantes; seamos también señores que tras zambullirse ascienden llevando a muchos de la mano. La teología de los primeros siglos y aún hoy la teología de nuestros hermanos ortodoxos, insistía en la divinización del ser humano. Dios se hizo hombre para que el hombre descubriese a Dios en sí. Divinizarse es actuar como Dios: acercarse a los últimos con la simplicidad de ser uno mismo y vivir con ellos en el mismo barro.


Ascender es zambullirse


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