sábado, 5 de agosto de 2023

PLENITUD ABIERTA. Domingo XVIII Ordinario

06/08/2023

Plenitud abierta.

Domingo XVIII T.O. 

Dn 7, 9-10. 13-14

Sal 96, 1-2. 5-6. 9

2 Pe 1, 15-19

Mt 17, 1-9

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En algún momento determinado los discípulos tuvieron la certeza de que Jesús era realmente especial. Posiblemente para cada uno, para cada una, ese momento fue diferente. Mateo nos habla hoy de Pedro, Santiago y Juan. Ellos serían, con el tiempo, líderes destacados en la Iglesia venidera. No parece casual su presencia en este episodio pero intentar discernir si una cosa depende de la otra, o la otra de la una, nos llevaría a un laberinto de razonamientos y corazonadas que no promete una salida sencilla. La cuestión es que aquellos primeros seguidores de Jesús, todos, no solo estos tres, tuvieron un encuentro personal con él en el que, ayudados de algún modo por el Espíritu, vieron en él eso que le hacía especial. Le descubrieron más allá de las circunstancias concretas que les tocaba vivir y fueron capaces de ver a Dios mismo en él y a través de él. En ese momento todo estuvo claro y todo invitaba a permanecer allí. Pero el Espíritu es fugaz como un soplo y las circunstancias son tozudas. En un instante todo pasó como llegó, pero quedó la certeza de haber vivido algo inusitado que, sin embargo, le daba sentido a todo.

Según los evangelistas, el propio Jesús hablaba de sí como el Hijo del hombre.  A este personaje lo presenta Daniel en su predicción apocalíptica como un ser humano al que se le dará poder y que reinará eternamente y todos los pueblos le respetarán. El relato de la transfiguración presenta a Jesús en un contexto similar, en tratos con Moisés y Elías; personajes legendarios, pero emparentados con el final de los tiempos. El primero fue el libertador que, tras transmitir al pueblo la Ley de Dios, prometió un nuevo profeta poderoso como él; el segundo fue el profeta capaz de desafiar a todos por mantenerse fiel a Dios y del que, tras su rapto a los cielos, se esperaba el retorno. Jesús había pasado a ser para ellos, para cada uno en su momento, ese ser humano excepcional destinado a transformar el mundo. Y lo entendieron y explicaron según sus propias expectativas, como nosotros lo haríamos hoy. Eso no quita validez a su experiencia, ni a la nuestra. El salmo presenta al Señor como el rey que trae alegría a la tierra. Eso mismo era Jesús para ellos. Y Pedro, o el autor de la carta que lleva su nombre, nos ofrece su propio testimonio: Yo estuve allí, o tuve esa experiencia, y vi y, sobre todo, oí la voz de Dios que le identificaba como su hijo amado y que, antes que a cualquier otra cosa, nos invitaba a escucharle. Escucharle implica seguir esa nueva ley que él trae y que llena el mundo de felicidad.

Por nuestra parte, para no quedarnos extasiados fabricando capillas tendríamos que recordar cuál fue ese instante especial en el que descubrimos a Jesús como Hijo de Dios, como enviado definitivo, como portador de sentido capaz de defenestrar la amargura. Pongámonos en el lugar de Pedro y revivamos ese momento, o momentos, en los que hemos sido arrebatados y en los que todo ha cobrado sentido. Esa es la vida en plenitud que podemos atisbar fugazmente, pero a la que estamos destinados y en la que tienen tanta parte nuestros antepasados como nuestros descendientes. Percibir la cercanía de Jesús el Cristo es percibir la presencia de todos ellos y acomodarlos en nuestro presente para habilitarlo con ellos de forma que se abra a todos. La plenitud comienza aquí, pero no se cierra en nosotros; todos caben.


Plenitud abierta


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