09/01/22
Con Espíritu y Fuego.
Bautismo del Señor.
Is 42, 1-4. 6-7
Sal 28
Hch 10, 34-38
Lc 3, 15-16. 21-22
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Todos sabéis ya lo que pasó: que Jesús llegó hasta nosotros y se mostró como uno más. También él, como nosotros, estaba desengañado de la religiosidad ritualista del Templo y escandalizado por el comportamiento de los gobernantes y de los bien situados. Tampoco él creía que eso fuese agradable al Padre. Por eso se marchó al desierto tras Juan y allí las palabras de aquél profeta incendiaron su corazón como el de muchos de nosotros. Y también él se bautizó como signo de su voluntad de cambio y de su compromiso en ese cambio. Sin embargo, a partir de ese momento algo nuevo fue surgiendo en él. Algunos dicen que ocurrió en ese mismo instante, otros piensan que fue gradual. Vete a saber, pero ese fue, seguro, el punto de inflexión. A partir de ahí una nueva conciencia empezó a brotar y se reconoció como Hijo Amado, tal como Dios mismo le reconocía a él. Ya no había lugar para siervos como aquél al que cantara Isaías. Se había inaugurado el tiempo del Hijo.
De los hijos. Dios siempre va más allá que nosotros. Pensábamos que podíamos ser útiles para ayudarle a expandir su Reino, pero él nos dice que somos imprescindibles: somos hijos amados, engendrados como el rocío, en el momento en el que decidimos hacer nuestro su proyecto originario. En ese proyecto originario Dios se hizo presente en el mundo como Espíritu que aleteaba sobre las aguas, dándole vida a todo y sustentándolo todo a partir de entonces. Para el momento del bautismo de Jesús, los evangelistas retoman la misma metáfora y el Espíritu desciende aleteando sobre él. Jesús se abre a Dios y Dios lo colma por entero activando toda la vida que aún permanecía latente en él. Aquí habrá quien piense que todo esto es válido para Jesús, pero no para nosotros. Pero Jesús era uno de los nuestros; uno como nosotros. Todo esto también es válido para nosotros. Con este descenso lo que se demuestra es la humanidad de Jesús, no su divinidad.
Descender, lo mismo que ascender, es tan sólo una imagen. Dios sostiene cuanto existe y cada uno de nosotros podemos decidir si queremos colaborar a sostener también todo lo demás. Aunque suene grandilocuente. Dios nos origina y nos sustenta sin que tengamos que consentir nada; no depende su amor de que nosotros le correspondamos o no; ni quiebra la caña cascada ni apaga la mecha vacilante. Lo que podemos decidir es si queremos enredarnos en un ecosistema sensible y abierto que se caracteriza por buscar el bien para todos y curar a los oprimidos por el diablo; por hacer ver a los ciegos y liberar a los cautivos. Para explicar esa toma de conciencia y a esa asunción de responsabilidad los autores bíblicos hablan de cómo Dios pone su Espíritu sobre ti. Y su Espíritu se hace perceptible en la justicia y en la paz; esa es la verdadera gloria divina que se concreta en el bautizo de Espíritu y fuego. De Espíritu, porque Dios mismo se reconoce en nuestra naturaleza una vez que le hemos quitado cualquier traba que la enclaustre entre nuestras seguridades. Y de fuego, porque también los demás nos reconocen como aliados de Dios, como alianza viva que reduce a cenizas todo aquello que les limita y coarta. Es nuestra identidad profunda de la que Dios es fuente y sustento. Por eso Dios acepta a todos sin hacer acepción de personas; se reconoce en todo aquel que practica la justicia y lo confirma como lo que ya es: como hijo.
Javier, veo que durante este nuevo año nos vas a seguir conduciendo por el camino de la reflexión de la Palabra. Me agradan tus comentarios, y alguna vez, y de pasada, son contenido de mi predicación. Son incisivos y con una pizca de orientación teológica. Sigue así. Gracias. Un abrazo
ResponderEliminarGracias a ti, Jesús. Un abrazo.
EliminarMuchas gracias Javier por tanta ayuda que nos Dan tus comentarios
ResponderEliminarGracias, amigo o amiga sin nombre. Si sirven, ya va bien la cosa. Un abrazo.
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