12/06/2022
Trinidad
Pr 8, 22-31
Sal 8, 4-9
Rm 5, 1-5
Jn 16, 12-15
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Nos empeñamos en conocerlo todo, en medirlo y pesarlo, en desentrañar hasta el último detalle de cualquier cosa con la que nos crucemos. Tenemos que encontrarle respuesta a todo. Pero no todo tiene respuesta, básicamente, porque esperamos comprenderlo con nuestros planteamientos actuales, con nuestros sistemas lógicos. Y tanta lógica nos aparta de la Verdad. No es que ésta no sea razonable; es que lo es en otro sistema, según otros parámetros que nos resultan extraños. Precisamente, si algo tiene la herejía es que es razonable, que se amolda bien a nuestra comprensión y a nuestras expectativas; todos los ídolos demuestran de forma veraz su utilidad. Si algo hay seguro es que el Dios que comprendemos, el Tao que conocemos o el Buda que encontramos no son verdaderos. Si Dios nos fuese, de inmediato, accesible, sería tan sólo otro elemento más del mundo.
En el día de hoy celebramos la Trinidad y la explicamos como mejor podemos. El Padre ama y de ese amor surge el Hijo. Para amar tiene que haber dos, sino todo sería un continuo amarse a sí mismo. Dios deja espacio a lo que no es él. El Hijo es lo no-Padre que ama al Padre, que dialoga con él. Entre ambos se crea un circuito amoroso que es el Espíritu, la corriente de vitalidad que lo anima todo. Dios es el amor que se da y el amor que se recibe aceptando la diferencia. Lo que surge así es un continuo diálogo y un continuo cambio y transformación. El Padre, según su naturaleza, ama dándose por entero y negándose a sí mismo; el Hijo, lo no-Padre, al compartir divinidad con él, hace lo mismo: ama según su naturaleza pero esa naturaleza es tan extensa como todo lo real; todo lo pronunciado por el Padre. En toda la realidad el Hijo contesta al mor del Padre y éste acoge todo eso real y lo incorpora a su ser amándolo y haciéndolo fructificar. El Espíritu hace propio del Padre aquello que siendo del Hijo éste va recapitulando frente a él y el Padre, tomándolo del Hijo, lo comunica a todo lo demás.
Entre ese todo lo demás estamos nosotros. Para nosotros la Trinidad no es un misterio impenetrable; es una vocación. Estamos llamados a reconocer la intervención amorosa de Dios en nuestras vidas y hacernos uno con él entablando un diálogo en el mismo idioma que él habla: el amor y la negación de nuestras prioridades en favor suyo. Pero como Dios no es un ser abstracto sino que es nuestro mismo fondo y origen, tan sólo lo podemos encontrar en nosotros mismos y en los demás. La Trinidad es vocación a la unidad. Todas y todos habremos sentido más de una vez el éxtasis del salmista. Somos, tan solo, un poco inferiores a ángeles, si es que existen. Nos distinguimos del resto de la realidad, de esta sí que sabemos que existe, porque, de alguna manera, nos sentimos enlazados a otra realidad distinta. Jesús nos lo dejó claro, conectándonos a todos con la paz de Dios; justificándonos, dice Pablo; haciéndonos caer en la cuenta de que podemos ser, vivir, fraternalmente como respuesta a nuestra propia naturaleza. Somos realidad creada que aspira a unificarse con su fuente. Y esa reunión sólo es posible en la medida en que aceptamos jugar con la bola de la tierra; no negociar con ella, no sacarle jugo ni provecho; jugar, perdiendo el tiempo en gozarnos con todos los hijos e hijas de la especie humana, de esa misma naturaleza humana en la que el propio Dios tuvo a bien venir a jugar y embarrarse con todos y con todo. Así, vivimos nuestra naturaleza profunda en la medida en que somos saliendo de nosotros para hacernos otro.
Para jugar con todos. Trinidad |
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