03/11/2024
Claridad.
Domingo XXXI T.O.
Dt 6, 2-6
Sal 17, 2-4. 47. 51ab
Heb 7, 23-28
Mc 12, 28b-34
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Podemos tener la idea de que Jesús era un ser genial que irrumpió en su tiempo proponiendo novedades nunca antes comprendidas; algunas otras jamás pronunciadas. Esta imagen no es cierta. Jesús no fue un mago que rebuscase en la chistera para deslumbrar a propios y extraños. Muy al contrario, bebió de las tradiciones de su pueblo y a través de ellas conoció a Dios como Padre que se desvivía por sus hijos. Las lecturas de hoy nos muestran este proceso. El pueblo de Israel tenía perfectamente interiorizada la centralidad de Dios y el importante papel que había jugado en su historia. Le reconocía como el único Dios verdadero que le había conducido a la tierra que mana leche y miel y tan solo pedía a cambio que le tuviesen presente en su cotidianidad. Es ahí donde Él les dará la prosperidad. Este fragmento del Deuteronomio era rezado por los judíos piadosos varias veces al día allí donde estuviesen; lo llevaban escrito en las filacterias que anudaban en sus manos y brazos. También se rezaba de forma oficial en la liturgia diaria del templo.
Jesús conoce esta tradición desde pequeño. Su verdadera genialidad está en unir este texto con ese otro pasaje mucho menos reconocido del amor al prójimo. Jesús, además, amplió notablemente esta noción de prójimo incluyendo en ella a cualquiera que nos estuviese cercano, independientemente de su origen, religión u oficio. ¿Cuál es, entonces, el mandamiento principal? Amar a Dios y al prójimo. Se resumen así las dos partes del decálogo. Por eso el escriba de Marcos reconoce lo acertado de la respuesta de Jesús. Y él declara su proximidad al reino de Dios. Esta es la esencia de todo el mensaje de Jesús. El Reino esperado consiste en el amor a Dios y a los demás. No hay más. El salmista aparece como un experimentado adorador de Dios pero Jesús insiste en que esa alabanza solo tiene valor cuando se hace al lado del prójimo hecho hermano; en comunidad.
Por todo esto y por su entrega de sí hasta el final Jesús es reconocido como el mediador definitivo. Con él se interrumpe la nómina de intermediarios que se sucedió desde los tiempos de Moisés. Jesús es la manifestación definitiva del dinamismo divino. En él Dios mismo se hace hombre y renunciando a ser Dios comienza a ser humano y a vivir como uno de tantos para terminar siendo único. La encarnación, que se atisba ya cercana en el horizonte de nuestros ciclos litúrgicos, no implica la muerte de Dios sino su expresión en una naturaleza humana. Es la humanidad definitiva, pero convoca a todos a acompañarle. Dios se hizo carne verdadera y creció y aprendió como toda carne, pero a partir de ahí creó e innovó como Dios mismo. Ahora llama a nuestra puerta y nos pide lo mismo a nosotros: que nos dejemos llevar por el dinamismo amoroso que nos lleva a conocerlo todo, a encontrarnos con todos y aprender de ellos porque ninguno poseemos la verdad ni la solución a todo. Lo que sí está a nuestra disposición, como lo estuvo a la de Jesús, es la energía para hacernos presentes donde sea necesario del modo que seamos más cercanos y útiles para todos. Hacer llegar el amor y el consuelo de Dios a quienes más lo necesitan en cada momento será nuestra forma de unificar el decálogo. Es hacer de la ley algo útil y humano transformándola, como pedía el poeta, en sencilla y clara guía para la edificación del Reino.
Harry Anderson, Príncipe de la Paz (1969)
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