sábado, 9 de marzo de 2019

RENUNCIAR A LOS DIOSES. Domingo I Cuaresma.


10/03/2019
Renunciar a los dioses
Domingo I Cuaresma
Dt 26, 4-10
Sal 90,1-2.10-15
Rm 10, 8-13
Lc 4, 1-13
Nadie podrá arrebatar al pueblo judío la convicción de que Dios ha actuado en su historia y sigue haciéndose presente en ella. Él les protegió y guio hasta una tierra generosa que respondió con creces al fruto de su trabajo y el pueblo, lejos de vanagloriarse de su esfuerzo dio gracias al Señor por su cuidado y provisión. La comunidad cristiana reconoció en Jesús la gran provisión de Dios. Él era el Señor y esta revelación se convirtió en definitiva. El trabajo del pueblo ya no se centró en el esfuerzo físico que estaba ya plenamente incorporado a su vida, sino que pasó a ser el reconocimiento de Dios que caminaba entre ellos mientras asumía las esperanzas y luchas que se habían expresado ya en los salmos y aprendía un modo nuevo de descubrirse a sí mismo, Dios-hombre, hombre-Dios, que pudiera compartir con sus hermanos.
El gran descubrimiento de Israel fue su capacidad para escuchar la revelación de un Dios que se dirigía a él personalmente. El descubrimiento de Jesús fue que ese mismo Dios tenía muy poco que ver con cualquier otro. Durante toda su vida, Jesús tuvo que renunciar a un dios que aceptarse ser tentado y puesto a prueba, pues cualquier resultado sería sólo parcial, válido para el momento y probablemente contradictorio con la lógica de un mundo que estamos llamados a cuidar y hacer fructificar, no dominar a nuestro antojo. Tuvo que renunciar también a un dios espectacular, que solucionase cualquier problema con un simple gesto, que nos convirtiese en un diosecillo ajeno al Dios que se hace semilla y crece lentamente en el interior de cada ser humano. Y tuvo también que renunciar al dios que se expresa en lo ambiental bendiciendo a sus elegidos con el progreso y la fama y propiciando que quienes caen fuera de ese ecosistema sean recordados tan solo como objeto de beneficencia o maldición. Con estas renuncias Jesús llegó, en primer lugar, a ser el hombre que acepta la realidad y se esfuerza siempre en que sea un lugar mejor y más habitable para todos. Esto le llevó a convertirse en el hombre-semilla que se entierra en lo profundo para resurgir desde la entraña de la materia y compartir con toda la especie humana su propio florecimiento interior. Y se convirtió, finalmente, en el hombre que nunca olvidó a nadie y los tuvo a todos presentes, de modo que renunciando humanamente a cualquier privilegio que originase injusticia y opresión pudo amar a todos como sólo Dios puede amarnos.
Las tentaciones afectan a nuestra más íntima esencia, nos llaman a querer ser quienes no somos, a olvidar nuestra historia, nuestro proceso y nuestras metas. Nos quieren deconstruir para rehacernos de un modo ajeno a nosotros mismos. Por eso es necesario vivirse desde un clima de silencio que permita observarnos y discernir aquello que vamos siendo en comunión con el Dios que nos habita y aquello que él nos llama a ser. El silencio, el desierto al que Jesús fue llevado por el Espíritu, no es una aridez estéril y hostil. Es la fecundidad que nos acoge y nos permite descubrirnos a la luz de Dios. Es un lugar de paso que no nos libra de la desolación y la dureza de la vida, más bien surge de ellas en muchas ocasiones, pero es posible redescubrir en él la promesa primera y volver a la cotidianidad habiéndonos puesto en contacto con nuestra dimensión más profunda: aliento divino encarnado y enraizado. 

Rafael, Concilio degli dei (1517-18)

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