10/03/2019
Renunciar a los dioses
Domingo I Cuaresma
Dt 26, 4-10
Sal 90,1-2.10-15
Rm 10, 8-13
Lc 4, 1-13
Nadie podrá arrebatar al pueblo judío la convicción
de que Dios ha actuado en su historia y sigue haciéndose presente en ella. Él les
protegió y guio hasta una tierra generosa que respondió con creces al fruto de
su trabajo y el pueblo, lejos de vanagloriarse de su esfuerzo dio gracias al
Señor por su cuidado y provisión. La comunidad cristiana reconoció en Jesús la
gran provisión de Dios. Él era el Señor y esta revelación se convirtió en
definitiva. El trabajo del pueblo ya no se centró en el esfuerzo físico que
estaba ya plenamente incorporado a su vida, sino que pasó a ser el
reconocimiento de Dios que caminaba entre ellos mientras asumía las esperanzas
y luchas que se habían expresado ya en los salmos y aprendía un modo nuevo de
descubrirse a sí mismo, Dios-hombre, hombre-Dios, que pudiera compartir con sus
hermanos.
El gran descubrimiento de Israel fue su capacidad
para escuchar la revelación de un Dios que se dirigía a él personalmente. El
descubrimiento de Jesús fue que ese mismo Dios tenía muy poco que ver con
cualquier otro. Durante toda su vida, Jesús tuvo que renunciar a un dios que
aceptarse ser tentado y puesto a prueba, pues cualquier resultado sería sólo
parcial, válido para el momento y probablemente contradictorio con la lógica de
un mundo que estamos llamados a cuidar y hacer fructificar, no dominar a
nuestro antojo. Tuvo que renunciar también a un dios espectacular, que solucionase
cualquier problema con un simple gesto, que nos convirtiese en un diosecillo
ajeno al Dios que se hace semilla y crece lentamente en el interior de cada ser
humano. Y tuvo también que renunciar al dios que se expresa en lo ambiental bendiciendo
a sus elegidos con el progreso y la fama y propiciando que quienes caen fuera
de ese ecosistema sean recordados tan solo como objeto de beneficencia o
maldición. Con estas renuncias Jesús llegó, en primer lugar, a ser el hombre
que acepta la realidad y se esfuerza siempre en que sea un lugar mejor y más
habitable para todos. Esto le llevó a convertirse en el hombre-semilla que se
entierra en lo profundo para resurgir desde la entraña de la materia y
compartir con toda la especie humana su propio florecimiento interior. Y se
convirtió, finalmente, en el hombre que nunca olvidó a nadie y los tuvo a todos
presentes, de modo que renunciando humanamente a cualquier privilegio que
originase injusticia y opresión pudo amar a todos como sólo Dios puede amarnos.
Las tentaciones afectan a nuestra más íntima
esencia, nos llaman a querer ser quienes no somos, a olvidar nuestra historia,
nuestro proceso y nuestras metas. Nos quieren deconstruir para rehacernos de un
modo ajeno a nosotros mismos. Por eso es necesario vivirse desde un clima de
silencio que permita observarnos y discernir aquello que vamos siendo en
comunión con el Dios que nos habita y aquello que él nos llama a ser. El
silencio, el desierto al que Jesús fue llevado por el Espíritu, no es una
aridez estéril y hostil. Es la fecundidad que nos acoge y nos permite
descubrirnos a la luz de Dios. Es un lugar de paso que no nos libra de la desolación
y la dureza de la vida, más bien surge de ellas en muchas ocasiones, pero es
posible redescubrir en él la promesa primera y volver a la cotidianidad
habiéndonos puesto en contacto con nuestra dimensión más profunda: aliento
divino encarnado y enraizado.
Rafael, Concilio degli dei (1517-18) |
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