sábado, 24 de octubre de 2020

UNO EN DOS. Domingo XXX Ordinario.

25/10/2020

Uno en dos.

Domingo XXX T.O.

Ex 22, 20-26

Sal 17, 2-4. 47. 51ab

1 Tes 1, 5c-10

Mt 22, 34-40

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No es de extrañar que el maestro fariseo preguntase a Jesús por lo principal de la Ley. Queda claro en el texto que lo hace pretendiendo dejarle en evidencia. Pero esa era realmente una pregunta que todos los judíos se hacían pues su  legislación tenía una amplitud laberíntica. Jesús era buen comunicador y maestro y, consciente de que ya había suficiente lio, fue directamente al grano. Para eso citó dos pasajes de la Escritura. El primero, un versículo del Shemá, la oración fundamental que se repetía dos veces al día y que todos conocían: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser” y el segundo, perteneciente al libro del Levítico que era un texto centrado en el culto y en la santidad, muy manejado por los sacerdotes, encomendaba: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús consigue con esto dos cosas: Primero, insiste en que él no se propone derogar la Ley pero deja claro que la interpreta de forma libre y personal y, segundo, une en una única afirmación dos polos que no todos, posiblemente perdidos ante tanta norma, atinan a conjugar.

Ya hemos dicho alguna vez que el amor, así en general y en abstracto, no existe. Lo que existe es el amar. Existen el gesto concreto y la actitud de fondo que orienta la vida de las personas. Cuando la Biblia nos dice que Dios es amor, quiere decirnos que es amar; que él es amando a todos sin distinción. Esa es la definición y el nombre de Dios. Amar a Dios con todo el corazón y con todo el ser es amarle como él nos ama; es devolverle el amor que él pone en nosotros pero haciéndolo fructificar, concretándolo y dirigiéndolo hacia los demás tal como él nos lo dirige, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Esa es la respuesta que Dios espera al amarnos, al dársenos. Según el Levítico el prójimo es el compatriota pero Jesús se salta esa perspectiva y conecta con la lectura del Éxodo que coloca al forastero en relación de igualdad con el paisano. Es el extranjero necesitado el que es incluido, junto a las viudas, los huérfanos y los pobres, en el grupo de aquellos por los que Dios se preocupa y a quienes escucha preferentemente. Y es el pueblo el encargado de su cuidado y protección; no puede existir en su seno nadie que sea descartado. Las cunetas de sus caminos deben ser jardines, no cementerios. El amor a Dios es el primero porque fundamenta, capacita y da sentido al segundo, pero ambos se ejercen sinfónicamente. Sin el uno el otro no se puede dar.

Tal como Dios hizo con su pueblo, Jesús nos llama a todos para liberamos, para salir de nosotros mismos y asomarnos al mundo. Amarnos es reiniciarnos cada día en esa búsqueda constante, y conceder al prójimo esa misma posibilidad es amarle como a nosotros mismos. Esta apertura inclusiva es lo que llamamos trascendencia y tiene dos dimensiones que se equilibran mutuamente: la mística y la ética. Dicho así suena grandilocuente, pero en román paladino podríamos decir Dios y el mundo. En la medida en que aceptamos el amor que Dios derrama sobre nosotros nos sentimos capaces de comunicarlo a los demás y de construir así una única realidad diferente, reflejo de la que nos habita, y en la que podamos habitar todos sin dejar fuera a nadie. Así les pasó a los tesalonicenses, que abriéndose a la predicación de Pablo descubrieron una dimensión nueva que les transformó y, pese a las dificultades, transformó también sus vidas de forma manifiesta para todos superando cualquier frontera. 

 

Uno en dos

 

 

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