sábado, 13 de agosto de 2022

ARDER Y ARDER. Domingo XX Ordinario.

 14/08/2022

Arder y arder.

Domingo XX T. O.

Jer 38, 4-6. 8-10

Sal 39, 2-4. 18

Hb 12, 1-4

Lc 12, 49-53

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Jeremías es castigado por transmitir el mensaje de Dios para la ciudad. El rey se apiada de él cuando un funcionario de la corte, un eunuco etíope (aunque este detalle lo omite nuestra lectura), le hace ver que el castigo es excesivo. Son los riesgos de la carrera profética que, sin embargo, se asumen con la entereza y esperanza que el salmista nos expresa. Y se asumen también con determinación. Con la misma determinación que presenta Jesús. Él tenía claro en su corazón cómo quería Dios que fuese el mundo y veía también lo lejos que esa intención estaba de realizarse. El celo de los profetas no se refería tan sólo al Templo sino que abarcaba toda la creación y, de forma especial, al modo en que el ser humano custodia esa creación.

Jesús quiere hacer arder al mundo; quiere purificarlo para que surjan nuevos contextos que permitan una vida que verdaderamente esté en sintonía con el querer de Dios. Lejos de ser una receta pía y “religiosa”, el mensaje de Jesús, como el de los profetas, es una norma clara para la vida concreta de forma que ésta se convierta en lugar de encuentro y crecimiento para todos; en fuente de prosperidad que no deje a nadie fuera y respete la común casa universal. Jesús espera su bautismo y hasta que no se produzca vive en la angustia. Este bautismo, distinto del que ya recibió ritualmente de Juan, hace referencia a la conversión que tiene que ir viviendo para que su entrega personal en el día a día vaya haciéndose real. Pese a su naturaleza divina, Jesús no lo tuvo más fácil que los demás. También él necesitó depurar actitudes propias del judaísmo de su tiempo y reencontrarse con el rostro amoroso de Dios en las tradiciones que sus paisanos y él mismo cultivaban. Sólo así pudo llegar a vivirse como el Hijo. Muchas veces, sin embargo, escamoteamos esta condición de Jesús imaginándolo como un dios en miniatura que ya lo tenía todo previsto: un diosecillo.

Jesús conoce lo que le falta al mundo y lo que a él mismo le falta. Para el mundo, esa deficiencia se traduce en guerra y enfrentamiento; para Jesús, es una angustia vital. Esta es una experiencia universal que expresa también el autor de la carta a los hebreos. En este caso, el apóstol sustituye la visión interior que Jesús tenía por el ejemplo que todos podemos ver en él. Así, si nos cuesta reconocer cuál es la voluntad de Dios, tenemos la vida de Jesús como guía, precisamente, por no ser un diosecillo, sino un ser humano real. En todo caso, es una aventura interior que florece reventando el orden de las cosas para transformar el mundo llevándolo más allá de falsas armonías hasta un estado de paz definitiva acorde al corazón de Dios. Esta paz se construye a partir de la claridad, del reconocimiento de lo incompleto que necesita ser transfigurado, del anuncio de esas circunstancias y de la denuncia de las causas. Este ejercicio produce crispación y propicia el enfrentamiento, acarrea la ignominia y pone en dirección a la cruz. Jesús no se paró ante esta realidad y la asumió conscientemente. Existe una guerra interior contra la propia comodidad, contra el asentamiento en posturas que perjudican o desatienden al ser humano, y una  guerra exterior que deriva de la honestidad que no cede frente a esas condiciones y las expone a la vista de todos. Existen un incendio exterior y otro interior.


Arder y arder


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