13/09/2020
Del perdón
Domingo XXIV T.O.
Si 27, 33 – 28, 9
Sal 102,1-4. 9-12
Rm 14, 7-9
Mt 18, 21-35
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Resulta que a Dios no le importa tanto el cumplimiento de la Ley como nuestro comportamiento con los demás. Así nos lo dice ya la primera lectura y afirma, además, que quien alberga y alimenta el rencor contra los demás, contra hombres como él, es tan sólo carne: un hombre mortal. Es igual a todos los demás pero siendo incapaz de vencer a la ira renuncia a su misma naturaleza, expresada en el otro, y se transforma en una realidad ajena a aquello que nos hace humanos. La colaboración fue el principal motor de la humanización; el amor se transformó en un vínculo de cohesión especialmente fuerte entre los humanos; la solidaridad surgió como el ejercicio concreto del amor capaz de superar cualquier condicionante social; la empatía, como identificación personal con todos los demás y el perdón hizo acto de presencia como forma suprema de amor al otro y de cuidado de sí mismo. Es un camino de doble dirección. Perdonar redime al otro y nos construye a nosotros mismos. No podemos pasarnos la vida odiando. Es el más lento de los suicidios.
Perdonar es la evidencia de amar a los demás como a uno mismo. Todos quisiéramos ser perdonados cuando lo solicitamos, o incluso sin solicitarlo, también los demás quieren que nosotros les perdonemos. Esta es la situación que Jesús presenta en la parábola de hoy. Y nos da a entender con ella, además, que el perdón de Dios es absoluto y gratuito: completamente inmerecido. Nuestras traducciones modernas dicen que el señor se compadeció del siervo, o que tuvo misericordia, pero Mateo utiliza una expresión griega que hace referencia a la conmoción de las entrañas. Lo más íntimo de aquél hombre se con-movió al ver al siervo pidiendo clemencia. Y esa conmoción le movió a perdonarle. Esto es lo que le ocurre también a Dios y lo que, en cambio, el propio siervo no fue capaz de repetir después. Perdonar es imitar el comportamiento que Dios tiene conmigo. Es sumergirse plenamente en el amor de Jesús que vivió y murió para los demás. Él es Señor de vivos y muertos, de buenos y malos. Todos le pertenecen y, en cierto modo, él está presente en todos. Aceptarlo y afiliarse con él es derecho y posibilidad de cada uno que se materializa asumiendo su forma de vida. Y el perdón es su manera de amar concretamente a muchos de los que se encuentran con él.
El perdón es la posibilidad de que surja algo nuevo; es un acto creativo que paraliza el dinamismo embrutecedor del resentimiento que no lleva a ningún sitio más que a la muerte y cimenta una relación inédita de cada uno con Dios y con los hermanos. Negarlo es elegir vivir buceando en la amargura. Perdonando introduces un factor nuevo en cualquier relación o circunstancia: el agradecimiento. Y liberando al otro de la carga de su conciencia aligeras el peso en tu corazón. Perdonar no es olvidar, es recordarlo todo como ya sanado, como aquello que no volverá a esclavizarte aunque deba todavía se reparado pues la justicia es también parte del amor. Pero la justicia no es venganza sino restaurar en todo el equilibrio de las relaciones basadas en el amor de Dios. Perdonar es invertir la perspectiva y ponerse en el puesto del otro para percibir en qué modo captará mejor el amor que Dios le ofrece y ese amor nunca se impone. Se acepta libremente cuando se le percibe como ofrenda gratuita que puede recomponer la propia vida.
Del perdón (Ho'oponopono) |
Per-donare, dar sin medida...
ResponderEliminarGracias
Una y otra vez...
EliminarGracias a ti.