17/02/2021
Miércoles de ceniza.
Jl 2, 12-18
Sal 50, 3-6a. 12-14. 17
2 Cor 5, 20 – 6, 2
Mt 6, 1-6. 16-18
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“Es el tiempo favorable; es el día de la salvación”. A nosotros nos gusta dividirlo todo en etapas, sistematizar el mundo para poder abarcarlo mejor. Y no sólo eso, sino que insistimos en lograrlo todo por nuestros propios medios. Está bien merecer aquello que se disfruta, pero tal vez sería bueno también valorar la gratuidad que nos sale al paso cada día. Hemos crecido a la sombra de una cultura empeñada en decirnos que hemos de ganárnoslo todo con nuestro propio esfuerzo y ese convencimiento llegó también a la esfera religiosa transformándola en una magia poderosa capaz de conseguir cualquier cosa si tocábamos la tecla oportuna. Después de una fecha llega otra y apenas nos queda tiempo de saborear el momento, para entrever el amor de Dios entre tanto ritual y tanto calendario.
Es verdad que nuestra vida se va desenvolviendo en el tiempo y que no podemos librarnos de él. Pero lo vivimos sin habitarlo. Intentamos dominarlo para exprimirlo lo más posible y olvidamos que sólo en él podemos encontrarnos con Dios. Como nos gusta distinguir, diferenciamos entre el tiempo cronológico, cronos, y kairós, el momento que, marcado por la intervención de Dios, se torna propicio para que podamos hacer algo, para avanzar en la edificación del Reino. En realidad, todo el tiempo es kairós porque Dios no deja de hacerse presente en él. No hay instante, como no hay espacio, que no estén contenidos en Dios y sustentados por él. Hay un tiempo para cada cosa porque nosotros existimos en el tiempo, pero no hay instante en el que Dios no esté presente, sea alegre o triste, sea para segar o para plantar, para reír o para llorar. Da igual, él está siempre allí. Por supuesto, existen momentos en los que nos surge el pesar y se nos inclina el corazón a la penitencia, a la conversión. Somos humanos y nos reconocemos errando; y queremos enmendar el yerro. Nuestra tradición ha sido especialmente prolífica en cultivar esos momentos de contrición. Hasta el punto de convertir la aflicción y muchas de sus expresiones en un mecanismo que nos asegurase el consuelo, el perdón.
Jesús manifiesta que esa vivencia debe ser interior. Que cualquier vivencia debe serlo. El ser humano se mueve en el tiempo y en el espacio. No puede esquivarlos de ningún modo pero puede reconocer en ellos la presencia de Dios y puede reconocerse a sí mismo en Dios pese a esa realidad física ineludible. Y puede, sobre todo, vivirse a sí mismo y vivir su relación con Dios sin dejarse aprisionar por ella; sin que las condiciones sociales le atrapen, sin que la masa lo vapulee, sin que la costumbre lo arrastre. Para eso es imprescindible morar en el interior y habitar el tiempo y el espacio como dimensiones de comunión con Dios. El Padre que habita en tu interior te conoce verdaderamente; mejor que tú mismo. No existe otro modo de conocer al Padre que conocerte a ti y reconocerte en los demás. La penitencia es positiva cuando te acerca a los demás, cuando te aprojima con todos para descubrir con ellos una nueva porción del rostro divino que nos habita a todos. Dios habita en lo escondido porque es el único sitio donde todos podemos encontrarlo y porque partiendo desde allí todos podemos aportar lo auténticamente nuestro; lo auténticamente divino. La ceniza es el signo de esa barrera que quemamos para que no nos impida acercarnos y construir esa horizontalidad inclusiva capaz de acoger la verticalidad.
Miércoles de ceniza. |
Muchas gracias por este excelente comentario. Lo comparto.
ResponderEliminarGRacias a ti. Por el mensaje y por compartir. Un abrazo.
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