sábado, 22 de mayo de 2021

PENTECOSTÉS.

 23/05/2021

Pentecostés

Hch 2, 1-11

Sal 103, 1ab. 24ac. 29bc. 30-31.34

1Cor 12, 3b-7. 12-13

Secuencia

Jn 20, 19-23

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En el quinquagésimo día después de la Resurrección celebramos la gran fiesta cristiana. He explicado estos días en clase que a una fiesta se va para celebrar. Las fiestas pueden llevar mucha preparación o surgir espontáneamente, pero existe siempre algo que festejar. Aquellos amigos y amigas tuvieron que ver como Jesús era apresado para ser condenado en un juicio de dudosa imparcialidad y ejecutado en el vergonzoso patíbulo de los rebeldes políticos y de los malditos por la ortodoxia religiosa del momento. Por si esto fuera poco, su cadáver desapareció a los tres días y a partir de ese momento comenzaron a multiplicarse los testimonios de quienes decían haberlo visto, hablado y caminado con él; de quienes se habían sentado a la mesa con él y de quienes incluso habían comido y bebido con él. Pero no todos lo veían, así que del temor y del espanto se pasó al desconcierto más absoluto. Hasta que, por fin, comprendieron que Jesús había alcanzado la plenitud, que la muerte no tenía ya poder alguno y que era tan solo un paso, una pascua personalizada. Jesús vivía ya eternamente, pero lejos. Es la misma experiencia que nos desgarra el alma cuando perdemos a alguien: al dolor le sigue el consuelo de saberlo ya vivo y libre de sufrimiento, pero nos queda el vacío de su ausencia… Hasta que llegó el momento de Pentecostés y realmente comprendieron y comprendemos que el aliento de Dios sigue enlazándonos con todos los que ya partieron como a ellos les enlazaba con Jesús. Por eso, esta es la fiesta más grande, la celebración del gran acontecimiento de la resurrección de una manera consciente. Es la explosión de una absoluta algazara personal  comunitaria.

Porque el Espíritu nos alcanza cuando estamos todos reunidos y ya no queda nadie fuera. Y hace de nosotros un único cuerpo en el que cualquier diferencia es aniquilada. Se han extinguido ya las nacionalidades que quieren definirse poniendo fronteras, no tiene ningún sentido hablar de menas, ni de ilegales, ni de tierras entregadas por Dios a nuestros padres, ni de órdenes públicos que imponer por la fuerza cuando la ciudadanía ejerce su derecho de protesta. Existe un único pueblo habitado por el amor de Dios, por el Espíritu, que es puro aliento de vida. Cuanto vive en esta tierra o en cualquier otra está sostenido por el mismo hálito vital. Y una vez en nuestro interior no se queda ahí atrincherado, sino que brota desde nuestra profundidad para llegar hasta los demás. El envío de Jesús es una llamada a que seamos verdaderamente; a que no enclaustremos a quien nos hace vivir y lo propaguemos; a que repartamos vida para todos y nos nutramos también con la que los demás nos dan.

No hay que esperar que baje el Espíritu, porque, de algún modo, él está en nosotros desde siempre. Nuestro impulso vital, nuestro ser viviente, es lo que el Espíritu actualiza en nosotros. Es nuestro punto de enganche mutuo. Dios sopló sobre Adán y Jesús lo hizo sobre los discípulos. Dios colocó a Adán en un jardín y Jesús, creo yo, quiso decirnos: “Haced de este mundo un jardín. Perdonad o retened, según avance la construcción. Dejaos guiar por la paz y escuchad al Espíritu para crear según Dios. Cultivad cualquier don con vistas al crecimiento conjunto y no os cerréis a nada y a nadie. Hablad todas las lenguas; que nadie tenga que aprender la vuestra. Salid siempre al paso. Sed creativos. Sed osados. Sed”.


Pentecostés


Para Antonio y familia.


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