sábado, 27 de junio de 2020

LA CRUZ DE LAS PARADOJAS. Domingo XIII Ordinario


28/06/2020
La cruz de las paradojas.
Domingo XIII T.O.                                       Si quieres ver las lecturas, pincha aquí
2 R 4, 8-11.14-16a
Sal 88, 2-3. 16-19
Rm 6, 3-4. 8-11
Mt 10, 37-42
Reparamos siempre en lo espectacular. Por eso lo que hoy llama nuestra atención es ese encargo de Jesús de renunciar a la familia. Ante esto podemos recordar que Mateo escribió su evangelio para cristianos procedentes del judaísmo. Para ellos, seguir a Jesús significaba romper con la tradición de su pueblo y, en muchos casos, acarrear con enemistades y sufrir por la decepción ocasionada a amigos y familiares. Son palabras de consuelo en el marco de la exigencia personal de Jesús que la comunidad mantiene. Los tres versículos anteriores a nuestra lectura de hoy ponen de manifiesto que Jesús no fue un personaje humilde y conciliador, sino que trajo la espada y la división. Hoy en día valoramos la familia como una realidad positiva y se nos hace extraña ese requerimiento de Jesús. Sin embargo, también hoy tenemos costumbres y  tradiciones que lastran nuestro encuentro con él.
Vivir al estilo de Jesús es romper la rutina y ponerse en camino; no quedarse encerrado en la seguridad de lo heredado fortalecida por lo adquirido sino perderse entre las encrucijadas de los caminos. Paradójicamente, aceptar la vida que te encuentras es perderla, es no encontrarle un sentido, sembrar campos que no producirán fruto alguno, mientras que perderse es encontrar sentido y segar aunque la siembra no fuese tuya, pues todo madura a su tiempo. Y perderse es decir adiós, renunciar a la herencia, cargar con la incomprensión y soportar la decepción que produces. No es fácil. Pero viene finalmente a resultar que sólo los perdidos son capaces de acoger con sencillez a los profetas porque no tienen nada que perder ni nada que conservar frente a las reivindicaciones de los enviados de Dios. Así le ocurrió a la rica sunamita y su marido: acogieron a Eliseo y su criado porque no tenían temor en su presencia, porque no les incomodaba el mensaje que traían y tuvieron por ello paga de profetas, como también dice hoy Jesús. Tuvieron fruto en el momento en que había madurado.
Con su acogida la sunamita, que parecía llevar la voz cantante en casa, se adelanta a la gran acogida que Jesús el Cristo nos hace a todos nosotros en el bautismo. Otra cuestión  paradójica para los tiempos actuales. Hablar de bautismo, según Jesús, no es hablar de peladillas ni de fiesta sino de muerte y sepultura. Bautizarse es morir a todo lo antiguo y adherirse a la senda de la perdición que Jesús propone dejando que él nos acoja. Es sepultar la propia identidad, otra paradoja, para redescubrirme completamente diferente; es ponerlo todo al revés, porque aquello que fue ya no es, ni será nunca más. Es avanzar expuestos a los demás alejándonos del pecado, de la negación de Dios, para acercarnos a la plenitud de vivir para Dios. En la práctica diaria eso es vivir para todos sus preferidos; dar vasos de agua fresca a todos aquellos que lleguen hasta nuestra puerta. A los que han optado por Jesús y viven las consecuencias de su elección y a los que simplemente llegan cuando la marea deja los restos del naufragio frente a la puerta de casa. Cargar con tu propia cruz es aceptar que tu vida ya nunca será tuya y siempre estará en la encrucijada entre lo que dejas y lo que se abre frente a ti. Es una elección constante en busca del sentido; es un dinamismo que se abre para acoger tal como él mismo es acogido; es amor que vive el día a día. 

La cruz de las paradojas. [M.C. Escher. Ascendiendo y descendiendo (1960)]

sábado, 20 de junio de 2020

LA DEBILIDAD QUE CLAUSURA EL MIEDO. Domingo XII Ordinario


21/06/2020
La debilidad que clausura el miedo.
Domingo XII T.O.                                        Si quieres ver las lecturas, pincha aquí
Jer 20, 10-13
Sal 68, 8-10. 14.17. 33-35
Rm 5, 12-15
Mt 10, 26-33
El buen Jeremías confiaba en la venganza de Dios sobre sus enemigos. Él, que era un hombre sencillo, aceptó la misión que se le encomendaba convencido de que aunque le fuese mal, Dios, antes o después, tomaría partido por él y humillaría a esos vecinos malvados. De forma similar, el salmista se acoge al amparo de Dios y le recuerda sus muchos oprobios. Todos ellos fueron sufridos por obedecerle. A pesar de todo no pierde la confianza en él y sabe que los humildes están a salvo en su regazo pues el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos. Quienes, como Jeremías, confiaron en el Señor no han de sentir miedo alguno. Así le ocurrió también a Jesús que nos trajo el don definitivo de la gracia acabando con la dictadura de la muerte y el pecado. Él solo fue capaz de liberarnos a todos; esa es la gran desproporción: un único justo puede acabar con todo el pecado, desbaratar la efectividad de la muerte. No es que estuviese solo, es que Dios estaba con él, contando cada uno de sus cabellos, asegurándose de que cada gorrión caiga en el momento justo…
Y llegamos aquí al quid de la cuestión. A. Pronzato llama nuestra atención sobre el hecho de que en el texto griego del evangelio de hoy no aparece esta afirmación. Lo que allí nos dice Mateo es que ni uno solo de esos gorriones “cae a tierra sin vuestro Padre”. Es cierto que la traducción que aparece en nuestras Biblias puede inferirse de este texto pero yo no veo la necesidad de subrayar tanto esa voluntad omnipotente. Con lo sencillo y entrañable que resulta insistir en la literalidad y afirmar: si Dios cae con los gorriones ¿Cómo no va a caer con nosotros? Ciertamente, está fundada la llamada a la esperanza y la exhortación a abandonar el miedo pues Dios nos acompañará siempre. No hay sufrimiento en el que Dios no habite, sobre todo si ese sufrimiento viene como resultado de escuchar su palabra y aceptar su encargo. Ese es el contexto en el que Jesús dice estas palabras a sus apóstoles: les envía para proclamar que el Reino de Dios está a las puertas y les arenga para que no sientan temor. Dios estará con ellos siempre, incluso cuando menos perceptible sea, cuando todo su mundo se haya desintegrado y cuando sólo quede la posibilidad de lamentarse, como al pobre Jeremías le ocurrirá con el tiempo.
No está la confianza en Dios en esperar el mal de quien te persigue, sino en saber pararte para descubrirlo presente en esos momentos en los que ya nada más puedes ver; en descubrir que ha caído contigo porque se ha hecho débil para acompañarte en el ascenso hasta la azotea. Pero no sólo vale esta afirmación para los apóstoles con prurito evangelizador, sino para todo aquel que sufre por causa de la opresión económica o social y para quien vive angustiado por el remordimiento, ya sea justificado o impuesto a base de machacona insistencia. Precisamente para estos últimos recuerda Pablo que por mucho que abundase el pecado más sobreabundó la gracia  y va siendo ya hora de ir desdeñando tanta insistencia en el pecado. Mientras que a todas las víctimas les es susurrado al oído en plena noche el mensaje de que el Reino se acerca y con su proximidad llega también el tiempo de exigir juntos el respeto debido a su dignidad, a plena luz y desde las azoteas.   

La debilidad que clausura el miedo

sábado, 13 de junio de 2020

CORPUS


14/06/2020
Corpus
Dt 8, 2-3. 14b-16                                                    Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Sal 147, 12-15. 19-20
1 Cor 10, 16-17
Jn 6, 51-58
Para una mentalidad religiosa que ve a Dios como responsable de todo cuanto pasa es posible concebir que ese ser divino te lleve al desierto para probarte, que te coloque al límite de tus fuerzas y que después te alimente milagrosamente. Un alma religiosa que percibe a Dios a su alrededor y lo siente en sí misma lo verá más bien acompañándole en cualquier adversidad hasta el extremo de hacerse él mismo alimento capaz de sostenerla en cualquier situación. “Recuerda, pueblo, como el Señor ha estado siempre contigo…”  Ese mismo Dios que se empeña en estar con nosotros se hizo hombre, haciéndose disponible, colocándose a nuestro alcance, a nuestra merced. Y sigue empeñándose en nacer en cada uno de nosotros; ese es el testimonio de las grandes corrientes espirituales (místicas, dicen algunos, pero la palabra aún asusta). Dios se hizo uno de nosotros, asumió la persona de Jesús de Nazaret y dejó así claro cómo todos podemos dejarle nacer en nuestro interior, cómo todos podemos dar rienda suelta a la divinidad que nos habita. Porque el único pecado del mundo es intentar sofocar aquello que quiere desbordarnos desde nuestro interior. Las consecuencias de esta pretensión son eso que denominamos el mal, la negación de Dios, la cruz del mundo.
El cuerpo es el centro. Es aquello que nos define frente a los demás, a la realidad exterior, al mundo y que nos permite comulgar con todos ellos y con Dios; está llamado a ser lugar de encuentro, de expresión de nuestra identidad más profunda. Es imagen de nuestro verdadero y más profundo yo. Una vez transfigurados, tanto el yo como el cuerpo están llamados a unificarse plenamente y ser parte de un todo mayor, célula de un cuerpo real que nos agrupe a todos. Jesús no se reservó para sí ni tan siquiera su propio cuerpo y nos lo ofreció como alimento. Su alimento era hacer la voluntad del Padre, dijo en cierta ocasión; el nuestro es su cuerpo, su manera de vivir y de relacionarse, su modo de entregarse hasta el final. Comulgar en ese cuerpo no es algo privado y espiritualizante que nos sumerja en una intimidad privativa con Dios; es ofrecer el nuestro propio como él lo hizo. Partirnos y derramarnos para ser alimento.  Estos son los efectos del alimento verdadero, la vida en Dios que con él se nos da. El resultado de la acción de Jesús el Cristo fue este nuevo cuerpo en el que todos nos unimos, esa nueva realidad que se va construyendo con el ofrecimiento y la acogida mutua de uno a todos los otros.
Y, sin embargo, nos empeñamos en colocarlo donde él nunca quiso estar y agasajarlo con honores que él nunca aceptó. Hemos hecho del don un premio y nos hemos vuelto de espaldas frente a los cuerpos que nos gritan desde las cunetas. Las custodias más bellas y los más preciosos sagrarios se mueven sobre las calles y los campos y pocas veces los reverenciamos tanto como a aquellos otros a los que incensamos constantemente. Se va acercando el momento de reconocer a todo hombre y mujer como signo de presencia real, como alimento y como hambre a la vez. Como hambre que nos pide hacernos pan y como alimento que regenera nuestra fe y nuestra propia experiencia, que nos abre a los demás y a Dios a través de ellos.    

Corpus

sábado, 6 de junio de 2020

FUENTE Y SENTIDO. Stsma. Trinidad.


07/06/2020
Fuente y sentido
Stsma. Trinidad                                          Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Ex 34, 4b-6. 8-9
Dn 3, 52-56
2 Cor 13, 11-13
Jn 3, 16-18
Ya dijimos que la liturgia judía recordaba festivamente la entrega de la Ley por Dios a Moisés en la solemne fiesta de Shavuot que para nosotros pasó a llamarse Pentecostés. La única Ley que el cristiano acepta desde entonces es la inspiración del Espíritu. El Padre y el Hijo se aman mutuamente y el amor sale de uno para ser acogido por el otro y devuelto a su punto de origen. Pero no vuelve nunca tal como partió pues junto a la entrega sincera del donante lleva con él la acogida real de quien tras recibirlo y reconocerse amado vuelve a ofrecerlo como si fuese un don propio. El amor entre Padre e Hijo es  el Espíritu, la corriente, el hálito que lo llena todo eternamente.
Esa es nuestra nueva ley. A imagen de Dios, darnos al otro y recibirnos en el otro porque amar nos hace mejores, nos acerca a Dios. Y acoger el amor del otro nos transforma, nos construye de un modo ajeno a nuestro egoísmo cerrado. Entre ambos, el otro y yo, permanece siempre el amor. Somos seres en devenir, en permanente evolución. Pensarnos ya acabados es una torpeza. El mundo y la humanidad estamos en permanente cambio y el reto para todos es articular ese cambo según el dinamismo divino, no según nuestros propios intereses. La ley del beneficio tan sólo enriquece a un individuo concreto en un tiempo y en un espacio concreto. La ley del amor enriquece a la humanidad en el tiempo y el espacio eternos.
Moisés pronunció el nombre del Señor: El que es, el que es amando eternamente, el que amando es… Dios es amor, nos dirá la Escritura en otro momento. Para Dios amar y ser es lo mismo. Su ser es siempre transformador y creativo; es amor en acción. Y Pablo nos da la receta concreta: Alegrémonos unos a otros, enmendémonos y animémonos. Con un mismo sentir vivamos siempre en paz. Eso nos unirá con todos los santos, con la totalidad del pueblo de Dios y podremos expresarlo sinceramente en la liturgia, más aún podremos darle a la liturgia un sentido real que la convierta en algo vivo, en un beso real, ajeno a un ritual vacío. Resumiendo: Siguiendo a Jesús el Cristo podremos vivir en la comunión en el Espíritu, en el amor divino mismo que nos unirá a todos superando cualquier impulso egoísta. Porque en esto consisten el juicio y la salvación.
Creer en el amor que une a todos los seres y ponerlo por delante de mí mismo es estar ya salvado. Y esto es así, aunque no seas específicamente cristiano ¿Acaso no encontró Jesús grandes creyentes fuera de su pueblo? Creer en el amor no es cuestión de etiquetas. El hombre, creado a imagen de Dios es capaz de darse y de recibirse; no es una isla estanca sino  una realidad abierta. Comparte con todos y con todo la capacidad de aliarse, de comulgarse, uniéndose en una alianza que lo vaya acercando todo al amor original, a la fuente que nos espera siempre como final. Nuestros sentidos nos dicen que Dios lanzó el amor al mundo; en realidad Dios se lanza continuamente a sí mismo y fruto de ese lanzamiento es todo cuanto existe. Todo se sostiene en el ser trinitario de Dios que en permanente diálogo intradivino lo sostiene todo. Nada es extradivino. El tiempo y el espacio, sus curvaturas y singularidades, todo cuanto hubo y todo cuanto habrá y todo cuanto aún desconocemos está sustentado en ese ser trinitario que nos da sentido. 

Trinidad: Fuente y sentido