sábado, 26 de junio de 2021

EL AMOR Y LA JUSTICIA. Domingo XIII Ordinario.

 27/06/2021

El amor y la justicia.

Domingo XIII T.O.

Sb 1, 13-15; 2, 23-24.

Sal 29, 2. 4-6. 11-12a. 13b.

2 Cor 8, 7. 9. 13-15.

Mc 5, 21-43.

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“Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes”. Con esta rotundidad se proclama la intención fundamental de Dios: Que todos tengan vida. Si no ¿para qué la creación? Dios es dios de vivos, no de muertos; así lo recoge la Escritura de labios del mismo Jesús. Sin embargo, la muerte es real, no nos llamemos a engaño y cuando te mueres, te mueres de verdad. Lo que ocurre es que estamos convencidos de que su realidad no puede imponerse a esa otra realidad del amor de Dios. Esta es la realidad superior a cualquier otra y se impone por sí misma. Ni siquiera depende de la voluntad del propio Dios. Por eso la hemorroisa es curada sin que Jesús de su consentimiento. Jesús actúa como Dios lo haría o, si lo prefieres, Dios actúa humanamente en Jesús. La cuestión es que el amor de Dios a la vida se derrama al sólo contacto del necesitado; necesitada, en este caso.

La tradición ha considerado que este milagro estuvo condicionado por la fe. Así, algunos subrayan una arcana concepción según la cual todo debe ganarse con esfuerzo y activan esa concepción comercial que tanto nos ha confundido y tanto ha estropeado. Jesús reconoce el valor de la mujer, un elemento de por sí inferior en aquella sociedad pero cuya enfermedad, además, ha colocado en el bando de los seres impuros. La fe le ha llevado a acercarse venciendo el miedo al rechazo. El objeto de su confianza no era tanto la curación, que parece ser el objetivo final, cuanto la seguridad de no ser rechazada. Se ha curado gracias a que su miedo no fue superior a su fe en Jesús, el humano que actúa divinamente; el hombre que alberga a Dios actuando humanamente. Jesús provocaba fe porque todos se sentían acogidos por Dios en él. Es la vida la que se impone por sí misma, sin pedir permiso ni esperar autorización, pero nunca de forma inadvertida. Dios es amor; Dios es vida y su ser es entregarse; es infinitivo: amar y hacer vivir. La resurrección de la niña es la confirmación de esta realidad. Dios no deja a nadie perdido en la muerte. Contrariamente a lo que piensa la mayoría, la muerte no tiene poder alguno que pueda enclaustrar la vida que Dios ofrece.

El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, están convocados a la inmortalidad y a dar vida igual que la da Dios. La vida es para todos; es fruto del amor de Dios que se entrega sin dejar a nadie fuera. No vale que unos tengan en abundancia y otros pasen necesidad, ni vale tampoco que quien ya tiene llegue a la necesidad para favorecer a quien no tiene. Se trata de que todos tengamos. El secreto de la justicia no está en dar a cada uno lo que merezca, premio o castigo, sino en participar de la voluntad y de la visión que Dios tiene de este mundo: que todos tengan lo necesario, que nadie acumule ni pretenda comerciar con lo que no es suyo. Dar vida es practicar la justicia: asegurar lo necesario para que nadie muera, para que todos sanen, para que todos puedan ser en verdad aquello que son, sin dificultad alguna. Practicar la justicia es hacer el amor y viceversa. Debemos desmentir a quien quiera oponerlas. No podremos entender a Dios si lo vemos excluyentemente como amor o como justicia. Confundimos la justicia con el castigo y el amor con la permisividad. Amar es hacer vivir, exigir de cada uno que sea lo mejor que puede llegar a ser; hacer justicia es asegurarse de que nada podrá evitarlo, procurar a cada uno cuanto necesite para que nada pueda hacerle caer.


Justicia y Misericordia. Parlamento de Edimburgo, Escocia. 


Para Ana y familia.
Para José Javier y familia. 


sábado, 19 de junio de 2021

CONFIANZA Y COOPERACIÓN. Domingo XII Ordinario

 20/06/2021

Confianza y cooperación.

Domingo XII T.O.

Job 38, 1. 8-11.

Sal 106, 23-26. 28-31.

2 Cor 5, 14-17.

Mc 4, 35-40.

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El pueblo hebreo nunca tuvo simpatía por el mar. Les recordaba el caos primitivo sobre el que Dios construyó el mundo. Sólo Él podía dominarlo; así lo expresa el pasaje de Job que leemos hoy. De forma similar, el salmista deja claro que frente a los peligros del mar sólo Dios puede protegernos eficazmente. El hombre osado se adentra en sus aguas buscando el comercio y el beneficio pero el peligro no deja nunca de acechar. En momentos de zozobra la única salvación posible está en el recurso en la misericordia del Señor.  

Zozobra, y bien amenazante, es la que encontró la barca en la que viajaba Jesús con sus discípulos. Ellos acongojados por la fuerza de la tormenta y él dormido en la popa; allí donde suele ir el timón. Sus compañeros le despertaron para que colaborase en el manejo de la embarcación porque, digo yo, que en una situación así no sirve de mucho tener al de al lado durmiendo. Querían que echase una mano y, por descontado, nadie se esperaba que Jesús se pusiera a gritarle a los elementos, pero es lo que hizo. Y cuando todo cesó sus únicas palabras fueron para preguntar a los presentes por su poca fe o por la ausencia total de ella. Y entonces apareció el temor de los discípulos: “Pero ¿con quién andamos?” La fe por la que pregunta Jesús no es una virtud sobrenatural que nos lleva a esperar lo imposible; es la confianza con la que todos deberíamos afrontar cualquier travesía.

La gran travesía que es nuestra vida no está exenta de tormentas y agitaciones. En medio de esos bandazos Jesús nos recuerda la necesidad de confiar. De confiar en Dios, claro, pero también en los demás: en los compañeros de la barca. Todos estamos embarcados sobre la misma cubierta y estamos llamados a valorar a cada uno ya no según la carne, sino según la confianza que su cooperación con todos revele. Jesús fue capaz de morir por mantenerse fiel a esa fe. Ser seguidor de Jesús es sostener la misma confianza. Jesús creyó en el Padre y en cada uno de sus amigos. Pudo dormir junto al timón por la confianza que tenía en aquellos a quienes había pedido que le cruzaran a la otra orilla. Murió por todos porque su confianza en el Padre era superior a cualquier otra reserva y porque todos le parecían dignos de amor y confianza. Jesús tenía confianza en el ser humano; conocía su fondo porque era tal como era el suyo propio. Nos sabía capaces de conocer y amar como él mismo conocía y amaba; de acercarnos a la intimidad ajena sin violentar ni avasallar; de reconocer la huella de Dios en todos y en todo.

El mar es símbolo de muerte; de inmersión para luego emerger siendo nuevos. La vida nos bautiza a todos. Jesús se introdujo sin temor en la zozobra y encontró en ella razones para seguir confiando. Ese es el mundo nuevo; no un mundo ya perfecto y consolidado, sino una realidad esperanzada que no abandona la lucha. “Estar en Cristo”, como dice Pablo, es vivir ya esa nueva realidad. Allí (o aquí) nada existe ya que no sea digno de amor y confianza. De amor exigente que le desafíe a ir siempre un poco más allá y de confianza en que puede dar lo mejor de sí. Esa es la fe de Jesús: su confianza absoluta en el ser humano, creación de Dios llamada a no quedarse estancada, sino a una navegación de altura fruto de la cooperación y la confianza de todos. Así, en esa singladura no quedará sitio para ningún temor.


Confianza y cooperación


sábado, 12 de junio de 2021

LOS FRUTOS DEL REINO. Domingo XI Ordinario.

 13/06/2021

Los frutos del Reino

Domingo XI Ordinario.

Ez 17, 22-24

Sal 91, 2-3.13-16

2 Cor 5, 6-10

Mc 4, 26-34

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Por un lado, es cierto que todos procedemos de algún sitio. Nadie aparece sin más ni es cien por cien original, aunque a todos nos guste presumir de eso. Por otro, es tan importante reconocer las raíces que nos criaron como saber enraizarse en lugares nuevos. Somos ramas arrancadas, brotes que han sido plantados en tierra extraña y estamos llamados a crecer de nuevo. Nueva tierra, nueva agua, nuevos aires… ser hogar nuevo para las aves, para quienes vuelan a la intemperie y necesitan cobijo. La fortaleza que Dios nos da está siempre al servicio de los demás y nuestra frondosidad se secará si lo olvidamos, pero teniéndolo presente, incuso nuestra peor sequedad se volverá un torrente. Esta es la perspectiva de Ezequiel cuyo nombre, precisamente, quiere decir “Dios es mi fortaleza”.

Jesús va más lejos y habla de plantas que crecen y florecen pese a que el hortelano o el jardinero sepan lo justo de los procesos biológicos. La tierra produce su fruto por sí sola, en su anónima intimidad. La más pequeña de las semillas puede generar el arbusto más grande y, de nuevo, las aves hallarán cobijo en él. No es la ciencia ni la sabiduría del ser humano la que produce el crecimiento y cualquier desarrollo será inútil si no es útil para los demás. Podemos tomar esto en clave personal, como el salmista, o comunitaria pero en ambos casos se mantienen las mismas premisas. Primero: lo que surge no está en relación directa a nuestros cálculos, ni a nuestros métodos; surge sin saber cómo. Segundo: si lo que surge es verdaderamente de Dios nunca es algo concluido; está siempre en movimiento y se muestra como una realidad acogedora para todos, con más interés en sanar que en interrogar. Supera siempre nuestras expectativas.

En línea con todo esto Pablo habla de la prisión del cuerpo no por querer evadirse de la realidad, sino porque ese cuerpo es lo conocido, aquello que sabemos cómo tratar y ya nunca sorprende. No es que el cuerpo sea ajeno al Reino, sino que un cuerpo fecundado por el Reino se abre también a todos los demás; se convierte en canal de comunicación y en lenguaje que nos hace inteligibles para cualquier idioma. Lo que surge de la confluencia entre la nueva tierra y la semilla es una respuesta nueva, contenida ya en la originalidad de la propia semilla, pero desarrollada en la química y en las circunstancias de la tierra de forma que surge algo realmente inédito cuya decisiva prueba de autenticidad es servir de hogar a las aves. En esa prueba se basa nuestra confianza que no es andar a ciegas sino ir descubriendo que la vida es el otro nombre del Reino. No todos los que dicen servir al Reino son creadores de vida: mala señal. No siempre los planes y las programaciones dejan espacio para la novedad y la sorpresa: peor. Jesús hablaba en parábolas porque el lenguaje dogmático aprisiona y coarta. Hay que hacerse entender y llegar hasta el nivel elemental en el que todos pueden verse interpelados. A veces será necesario alguna explicación particular, pero nadie puede creerse con derecho a ser intérprete único ni garante exclusivo de la oferta de vida que llamamos Reino porque no existe cuerpo, institución ni asamblea capaz de contenerlo. Florecerá siempre inesperadamente y dará fruto fuera de temporada porque es la única manera de llegar a todos.


Los frutos del Reino


sábado, 5 de junio de 2021

QUE TODA LENGUA CANTE - CORPUS CHRISTI

 06/06/2021

Que toda lengua cante - Corpus Christi.

Ex. 24, 3-8

Sal. 115, 12-13. 15. 16bc. 17-18

Hb. 9, 11-15

Mc. 14, 12-16. 22-26

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El pueblo selló su alianza con Dios mediante la sangre de los animales sacrificados. La mitad de la sangre fue derramada sobre el altar, símbolo de Dios, la otra mitad sobre el pueblo después de refrendar asambleariamente esta alianza. Arropado por las doce estelas que representaban toda la historia anterior, el pueblo comprendió que el pacto exigía la aprobación personal y unánime de todos los presentes. No en vano, la alianza se comenzó como un acuerdo personalizado entre Dios y cada patriarca. No cabía aquí ninguna adhesión masiva. Y así fue. Y podríamos decir: “Pasó una tarde, pasó una mañana…” porque esta alianza colocaba a aquel pueblo de esclavos fugitivos en continuidad con la alianza primera; es una escena creadora; transformadora de la realidad.

Siglos más tarde, en el seno de aquel mismo pueblo se va a producir una nueva alianza. Ya no habrá inmolación de animal alguno, sino que un único hombre movido por el Espíritu eterno se ofrece a sí mismo para llevarnos a todos al culto del Dios vivo. Al culto que no delega ya en rituales ni en sangres ajenas sino que celebra el acercamiento de cada vida a la Vida; que crea; que transforma la realidad. La sangre es símbolo y fuente de vida. Dar la sangre es entregar la vida; hacerse pan para los demás. Jesús utilizó estos símbolos tan potentes para hacer comprender a sus amigos que tenemos la vida para entregarla a los demás. Sus amigos de hoy en día seguimos celebrando que él está presente cotidianamente en los mismos símbolos. Pero esa presencia real requiere un contexto: “donde dos o más os reunáis en mi nombre…” Reunirse en su nombre es asumir su misma forma de vida, ser pan, aceptando sus mismas consecuencias, derramar la propia sangre. Esto es difícil, por eso contamos, como él, con la ayuda del Espíritu. Por eso, en nuestras cenas compartidas invocamos la presencia del Espíritu para que descienda sobre los dones ofrecidos transformándolos en cuerpo y sangre de Cristo, a los que nos unimos personalmente. Esa invocación se llama epíclesis, Y, por eso mismo, después de esa primera volvemos a realizar otra epíclesis sobre la asamblea para que el Espíritu nos conceda la unidad. Esta segunda suele pasar inadvertida para muchos pero es importante porque sin unidad no puede haber acción de gracias. En esta familia, a la unidad la llamamos comunión y se establece entre nosotros y con cualquiera que en su situación concreta requiera que seamos para él comida hasta dar la sangre entera. Sin nuestra implicación personal ya no existe sacramento, todo queda reducido a un acto de magia, a un artificio en absoluto transformador sino, simplemente, continuista.

El cuerpo nos sitúa en el mundo, nos permite relacionarnos con él y las personas que en él están y Jesús se relacionó especialmente con todos aquellos que necesitaban cualquier tipo de ayuda. Estableció con ellos una relación de comunión y la común-idad cristiana entendió ya en los primeros tiempos que esos preferidos eran el altar de Dios. En ese altar Jesús ofreció su vida, no su muerte, por todos ellos y por todos nosotros; como Moisés, pero distinto.  Jesús inició la transfiguración de este mundo y nos pide a todos que nos reunamos en su nombre para continuarla, dejando atrás ritos antiguos de forma que toda lengua pueda cantar un aleluya en el que la fe, la confianza en el amor de Dios, supla todo aquello que la vista aún no alcanza a ver.


Que toda lengua cante