domingo, 25 de junio de 2017

Domingo XII Ordinario



25/06/2017
Domingo XII Ordinario
Jer 20, 10-13
Sal 68, 8-10. 14. 17. 33-35
Rm 5, 12-15
Mt 10, 26-33
A ti te dirige Dios una palabra especial. Sólo a ti te susurra al oído ese matiz singular que puedes aportar a la verdad común para que este mundo nuestro vaya poco a poco transfigurándose en ese otro mundo, el mismo y distinto. Eres similar al pajarillo que va de un sitio a otro esparciendo el canto y la danza, colaborando en la composición del arco iris de Dios sobre el mundo y, sin embargo, eres mucho más que él pues tú puedes poner lo más íntimo de de ti en tu obrar.
Tú puedes dejar en cada nota y en cada paso eso personal que Dios inspira en tu corazón, puedes poner luz en la oscuridad y enderezar el fiel de la balanza. Puedes pregonar desde las azoteas la verdad que Jesús te susurra en la noche, sin miedo alguno a que nadie alcance ese centro tuyo, ese aposento íntimo, esa alcoba donde el amor te da alas y se encomienda a tus palabras y a tus manos.
No te eligió Dios por ser perfecto, tú te abriste a su don y él inflamó el anhelo y sepultó cualquier miedo que te impidiese alzar el vuelo y proyectar sobre los campos la voz que te abrasaba el corazón. No retener para ti el amor que te entregan y salvarlo de la norma y la convención que lo agrian es salvarte a ti de la mortaja y a la humanidad del oprobio de una justicia extraviada.
Vencer el miedo es vencer al pecado, pues éste tan sólo sabe de silencios que te encadenan y terminan por matar a otros haciéndote cómplice y eslabón. Nada hay más contrario a tu naturaleza que el pecado. Pero puedes terminar viviendo como un espectro, un zombi, alguien que ha permitido que la muerte lo posea. La victoria de Dios no llega nunca como la esperaban los antiguos profetas. Jesús es prueba resucitada de ello. Oímos resonar aún el eco de la Pascua y sabemos que nuestra victoria, como su reino, no es de este mundo. Se asemeja más al vuelo de los pajarillos que no se atan al suelo ni al temor y se posan lo justo para reponer fuerzas y volver a alzarse. A ellos los comprarán por dos ases, unas pocas monedas... mucho más vales tú.   

domingo, 18 de junio de 2017

Corpus Christie



18/06/2017
[Corpus]
Dt 8, 2-3. 14b-16a
Sal 147, 12-15. 19-20
1 Cor 10, 16-17
Jn 6, 51-58
Todos comemos del mismo pan. Es la boca de Dios la fuente de la que mana su Palabra, el alimento que se nos ofrece sin reserva alguna. Del cielo bajó hasta nosotros, porque por lejos que queramos situarla, la Palabra rompe toda barrera y nos alcanza siempre en la sencilla cotidianidad que nos rodea: pan, vino.
El don que es la Palabra se trabaja a sí misma y consiente en ser trabajada de modo similar a como el pan y el vino se dejan trabajar para ser lo que son a partir de unas sencillas semillas. El trabajador transforma la materia en alimento; la Palabra se transforma para hacerse cercana al hombre, digerible, y para unirse a él en la recóndita intimidad de su interior. En su corazón el hombre descubre la raíz de la unidad que le hermana con el universo entero. Dios mismo, hecho Palabra, consintiendo en ser parte del hombre en una intimidad fraternalmente compartida que se descubre a sí misma llamada a encarnar un mismo Espíritu que supere cualquier barrera física, social, política o religiosa.
No queda ya sitio para palabras o alimentos caducos. Tan sólo una es la Palabra que puede expresar al Padre, como es tan sólo uno el alimento que puede saciar el hambre y la sed de la humanidad. A la radical unidad entre los hombres, entre estos y la naturaleza y entre estos, la naturaleza y Dios le damos el nombre de Comunión y se construye sobre la mutua entrega; la de Dios a la creación, la de la ésta al ser humano y la de unos hombres a otros, sin reserva alguna y en una continua acción de gracias por lo recibido y por lo construido.
Dios permanece entre nosotros porque su Palabra nos habita y nosotros habitamos en ella. El camino que ella hace para alcanzarnos se nos revela como el mismo camino que nosotros estamos llamados a recorrer para alcanzarle a él. El camino es nuestra morada. El cuerpo del hermano, la custodia donde reconocemos al Dios Vivo.

domingo, 11 de junio de 2017

Trinidad



11/06/2017
[Trinidad]
Ex 34, 4b-6. 8-9
Dn 3, 52-56
2 Cor 13, 11-13
Jn 3, 16-18
Una de las pocas seguridades que podemos enarbolar es que Dios es Amor. Dice la Escritura que es amorcito del bueno, del que se da a sí mismo sin esperar nada. Amor, con mayúscula, es aquello que te impulsa a buscar el bien de los demás, a regar una flor y dejarla en su terruño para que crezca y se abra al mundo antes de arrancarla para que tan solo tú, fugazmente, puedas disfrutar su perfume. Ese es el Amor que Dios es.
Una porción de la humanidad ha conseguido escabullirse al instinto y saborear experiencias que otros muchos tan sólo pueden imaginar como propias, si acaso, de otros mundos o dimensiones. Y esa porción, estadísticamente reducida, aún encuentra justificación para tallar las flores. El ser humano continúa su proceso evolutivamente abierto y en él se le auto-ofrece el Amor como meta y como Realidad a descubrir y estrenar.
El Amor es siempre un dinamismo, contiene en sí dirección, intención e intensidad. Por eso Dios, no puede ser simplemente uno. Ya Moisés fue testigo del canto de esta pluralidad. Entre el Padre, origen que da de sí cuanto es y el Hijo, destino que acoge y devuelve lo recibido sin acapararlo pero habiéndolo transformado ya según su propia originalidad, se establece un incesante fluir de vida al que llamamos Espíritu. Él une al Padre y al Hijo, es la respiración de Dios, su voz y la comunión que ofrece al mundo. Es el don de Dios. En nuestro nivel: Somos imagen de Dios, pero estamos llamados a ser semejanza suya. Semejante a Dios es quien obra como él y sin retener nada, entrega a los cercanos lo recibido más lo que él pone de su propia parte. Se hace así semejante a Dios Hijo. Aquello que circula es humanidad en plenitud, dada y recibida, Dios Espíritu Encarnado que anida en nuestra historia. 
Como los tres son Uno, la unidad de nuestra propia realidad está en vivirse en el dinamismo de dar y recibir. Vivir en la contemplación de esta realidad es abrirse al misterio que reverencia a la realidad entera, contenida en el seno de Dios, y funda la acción decidida por un mundo mejor que quiere bailar en un compás de vals y pretende que ningún hermano quede fuera del concierto: que todos puedan saludarse con el beso de la paz. El don de la Unidad es Dios mismo que nosotros captamos como Espíritu, expresión del ser amoroso de Dios que nunca arranca flores ni pierde la esperanza en que los hombres le acepten.  


Caritas Müller, Trinidad Misericordiosa

domingo, 4 de junio de 2017

Pentecostés



04/06/2017
Pentecostés
Hch 2, 1-11
Sal 103, 1ab. 24ac. 29bc-31. 34
1 Cor 12, 3b-7. 12-13
Secuencia
Jn 20, 19-23
En ocasiones la vida te empuja a esconderte en esa habitación cerrada donde piensas que nada podrá hacerte daño. Existe, sin embargo, el ímpetu capaz de atravesar cualquier barrera y llegar hasta ti para transformar tu ser y ponerlo del revés. Cuando tu intimidad herida es puesta en contacto con ese aire renovador tu dolor se transforma en cercanía a los demás. Puedes hablar, entonces, cualquier idioma, descubrir en el hermano que está ante ti la misma necesidad de respuestas que tú tienes. Ya solo cabe entre ambos el abrazo.
Entre todos y cada uno de nosotros existe un espacio pleno de vida. Es el vacío, la nada, lo que no existe. Entre tú y yo existe el amor que nos une a ambos con Dios y con todos los hombres. La paz que Jesús nos da mostrándonos sus heridas no es sólo la ausencia de conflictos, es la seguridad total de que estamos ya inmersos en una realidad nueva en la que no existe separación que sea definitiva ni distancia que no pueda ser salvada. El perdón es la herramienta que Jesús nos deja. Es la manifestación del amor que no busca resarcimiento alguno ni se detiene en lamerse las heridas sino que se esfuerza en ser activo, en amar antes que en ser amado. 
Acepta pues el don de Dios y déjale entrar hasta el fondo del alma, reconoce el vacío de tu alma sin él y habítala de nuevo de su mano, dejándote conducir por él desde ese interior sanado hasta el hermano que aguarda tu abrazo. Sólo se encierra en exigir respuestas quien no tiene un amor que le abrace. El don que Dios derrama en mí y que yo dejo aflorar al exterior se abraza en ese espacio pleno de vida al mismo don derramado sobre los demás y al que también ellos dejan aflorar. Que el amor de Dios en ti sea fecundo y  te impulse a colaborar en la construcción de la unidad a la que todos estamos llamados, a la edificación del único carisma, del único cuerpo en el que todos estamos ya, en diferente manera, presentes y unidos por encima del tiempo y de la distancia. Esa es la perpetua Alegría del Espíritu, de Dios Vivo.