sábado, 27 de agosto de 2022

LA HUMILDAD. Domingo XXII Ordinario

 28/08/2022

La humildad.

Domingo XXII T.O.

Si 3, 17-18. 20. 28-29

Sal 67, 4-5a. c. 6-7ab. 10-11

Hb 12, 18-19. 22-24a

Lc 14, 1. 7-14

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La vida es una fiesta; es como una boda a la que somos invitados. La gran novedad es que nosotros también podemos invitar a otros al festejo. En una fiesta normal hay quien enseguida quiere ocupar los primeros puestos. En realidad, todos lo queremos. La cuestión  es que para llegar hasta esos lugares de prevalencia hay que pasar por encima de otros que quedan en desventaja. No hay otro camino. Y suelen ser siempre aquellos que menos posibilidades tienen quienes se ven relegados a los últimos rincones: allí donde se hace realmente difícil romper las condiciones que les convierten en esos que no importan. Así, cada uno es menos tenido en cuenta cuanto más alejado de la cabecera termina. Mientras tanto, quienes llegaron primero a los asientos preferentes, van negociando y enriqueciéndose y, unos a otros, se convencen de que esa posición es mérito suyo.

Ocurre, sin embargo, que no estamos convocados por un anfitrión cualquiera. El autor de la carta a los Hebreos nos recuerda que es Jesús quien nos llama y a quien nos acercamos. Y Jesús no nos reúne en torno a sí para que sigamos esa mecánica tan oportunista, sino para que adoptemos su mismo modo de vida, optando por aquellos a los que nadie reconocería merecedores de su atención y a quienes nadie nunca invitaría a su casa porque nunca tendrán la posibilidad material de devolver el gesto. Otras posibilidades o agradecimientos no parecen interesar, pero son bien reales. Jesús siempre le da la vuelta a todo. Afirma, además, que llegará un momento en que el dueño de la casa, sin mucha explicación, invierta el orden en el que sus invitados se han ido colocando. Según afirmaba ya el salmista, la categoría que ese dueño valora tiene poco que ver con ese pragmatismo tan utilitarista que reduce a las personas a herramientas; útiles para nuestros propósitos o no.

La humildad es fundamental para comprender este mensaje, pero tiene poco que ver con esa versión simplista e interesada (y muy pía) en la que nos hacemos de menos esperando que alguien más poderoso pueda beneficiarnos haciéndonos de más.  Humildad es conocerse y valorar nuestra realidad en su justa medida; es poner nuestras capacidades a disposición del Señor en los demás dejando que entre él y ellos vayan extendiendo el espacio de nuestra tienda. Sólo quien se reconoce necesitado puede descubrir el bien que los otros le hacen y el bien que él mismo puede hacer. Mejor que la generosidad es la humildad, nos dice hoy el Sirácida pues sólo a los humildes revela el Señor sus secretos. Humilde es quien se acerca al humus que es y lo acepta sin desdoro; quien olvida el orden habitual e instituido para dejar a Dios morar en él y abre su puerta a todos para crecer juntos. En la misma medida en la que nos despojamos de esa falsa sabiduría que cree conocerlo ya todo, de ese cinismo que no ve mal despreciar a los sencillos, de esa arrogancia de pensar que poseemos ya la verdad y creer que nadie puede enseñarnos nada, vamos encontrando el rostro de Dios entre nosotros. Lo contrario, situarnos ya en una certeza que siempre nos justifica y sucumbir al impulso de trepar a cualquier coste, es negar la verdad. La verdad que somos nosotros mismos y la verdad que Dios nos presenta como propuesta edificante. En nuestra mano está no impedir que la vida sea, para todos, la fiesta que Dios soñó.


Manuel Bayeu (1740 - 1809), Alegoría de la humildad. Cartuja de Ntra. Sra de las Fuentes. Sariñena (Huesca)





sábado, 20 de agosto de 2022

DE LA PUERTA HACIA EL SENTIDO. Domingo XXI Ordinario

21/08/2022

De la puerta hacia el sentido.

Domingo XXI T.O.

Is 66, 18-21

Sal 116, 1-2

Hb 12, 5-7. 11-13

Lc 13, 22-30

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Existen, al menos, dos modos de hacer las cosas: atentos al número y a la espectacularidad que son el lenguaje propio del éxito o, en segundo lugar, dándole importancia al cómo y al discernimiento entre las opciones, que son la clave de la veracidad. Aquella primera es la que más se baraja en nuestra sociedad contemporánea, incluso dentro de nuestra Iglesia, donde hay quien valora la cantidad, la forma y el relumbrón por encima de todo. Esta otra segunda es la que Jesús propone. Cuando la gente le pregunta por el número de aquellos que han de salvarse, él cambia la perspectiva y les hace caer en la cuenta de la manera en que esa  salvación será real: entrando por la puerta estrecha, sin que importe mucho que se haya comido y bebido con él y se haya escuchado su enseñanza. En el ambiente cristiano en el que se escribieron estas páginas, así como hoy mismo, estas referencias son una evidente alusión a la dimensión celebrativa de la comunidad. Dicho en román paladino, no tiene nada que ver eso de “ir a Misa” con la salvación que Jesús propone.  De hecho, afirma también que muchos quedarán fuera viendo cómo van llegando gentes de oriente y occidente a ocupar el sitio que ellos creían estar ganándose a pulso. De esta reunión universal hablaba ya Isaías. Esto de la salvación y no es, como a veces se piensa, una realidad acotada por normas estrictas e inapelables. Basta con reconocer a Dios y ponerse en movimiento hacia él.

Basta con eso… para empezar. Porque Jesús habla también de una puerta estrecha por la que no todos podrán pasar. De ese angosto paso el autor de la carta a los Hebreos habla en clave de corrección pedagógica por parte de Dios, identificándolo con un padre que vela por el bien de sus hijos. En la tradición judía Dios lo obraba todo e intervenía directamente cuando el pueblo o cualquier individuo necesitaba ser reprendido. En este caso, la lección es que muchas veces nuestras ideas de Dios tiene poco que ver con el Dios real que abre las puertas a todos. Lo que importa es la sinceridad en la búsqueda, la decisión de tomar el camino llano que sana el pie renqueante, la determinación de atravesar la puerta estrecha por la que no entran imágenes y concepciones de Dios hechas a imagen del usuario que se traducen en iniquidad para con los extraños, los que no son como nosotros, los buenos, los elegidos.

Dios es Dios y tenemos que dejarle ser Dios; no imponerle nuestras propias ideas y demandas. La salvación tiene mucho que ver con el sentido. Y el sentido se descubre viviendo la realidad de Dios en cualquier circunstancia, por negativa o dolorosa que sea. No existe sentido alguno para el dolor, si es que tiene alguno, que no sea la posibilidad de encontrar en él a Dios sosteniéndonos, acompañándonos. Lo que tiene sentido es, primero, vivir la vida con esa convicción, por muy dura que esa vida sea y, segundo, vivir dedicados a que la vida no sea dolorosa para nadie. Porque un sentido solipsista tampoco es sentido. Esta es la clave para interpretar la vida de cientos de mujeres y hombres que en nuestra tradición llamamos santos; seguro que todos ellos, si realmente lo fueron, vivieron una vida con sentido. Y seguro que en todas las tradiciones y culturas han existido personas que han descubierto ese sentido; que se han salvado comunitariamente; que han pasado por la puerta estrecha para depurar sus propias imágenes de Dios y descubrir al único Amor verdadero que nos convoca a todos.


De la puerta hacia el sentido


sábado, 13 de agosto de 2022

ARDER Y ARDER. Domingo XX Ordinario.

 14/08/2022

Arder y arder.

Domingo XX T. O.

Jer 38, 4-6. 8-10

Sal 39, 2-4. 18

Hb 12, 1-4

Lc 12, 49-53

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Jeremías es castigado por transmitir el mensaje de Dios para la ciudad. El rey se apiada de él cuando un funcionario de la corte, un eunuco etíope (aunque este detalle lo omite nuestra lectura), le hace ver que el castigo es excesivo. Son los riesgos de la carrera profética que, sin embargo, se asumen con la entereza y esperanza que el salmista nos expresa. Y se asumen también con determinación. Con la misma determinación que presenta Jesús. Él tenía claro en su corazón cómo quería Dios que fuese el mundo y veía también lo lejos que esa intención estaba de realizarse. El celo de los profetas no se refería tan sólo al Templo sino que abarcaba toda la creación y, de forma especial, al modo en que el ser humano custodia esa creación.

Jesús quiere hacer arder al mundo; quiere purificarlo para que surjan nuevos contextos que permitan una vida que verdaderamente esté en sintonía con el querer de Dios. Lejos de ser una receta pía y “religiosa”, el mensaje de Jesús, como el de los profetas, es una norma clara para la vida concreta de forma que ésta se convierta en lugar de encuentro y crecimiento para todos; en fuente de prosperidad que no deje a nadie fuera y respete la común casa universal. Jesús espera su bautismo y hasta que no se produzca vive en la angustia. Este bautismo, distinto del que ya recibió ritualmente de Juan, hace referencia a la conversión que tiene que ir viviendo para que su entrega personal en el día a día vaya haciéndose real. Pese a su naturaleza divina, Jesús no lo tuvo más fácil que los demás. También él necesitó depurar actitudes propias del judaísmo de su tiempo y reencontrarse con el rostro amoroso de Dios en las tradiciones que sus paisanos y él mismo cultivaban. Sólo así pudo llegar a vivirse como el Hijo. Muchas veces, sin embargo, escamoteamos esta condición de Jesús imaginándolo como un dios en miniatura que ya lo tenía todo previsto: un diosecillo.

Jesús conoce lo que le falta al mundo y lo que a él mismo le falta. Para el mundo, esa deficiencia se traduce en guerra y enfrentamiento; para Jesús, es una angustia vital. Esta es una experiencia universal que expresa también el autor de la carta a los hebreos. En este caso, el apóstol sustituye la visión interior que Jesús tenía por el ejemplo que todos podemos ver en él. Así, si nos cuesta reconocer cuál es la voluntad de Dios, tenemos la vida de Jesús como guía, precisamente, por no ser un diosecillo, sino un ser humano real. En todo caso, es una aventura interior que florece reventando el orden de las cosas para transformar el mundo llevándolo más allá de falsas armonías hasta un estado de paz definitiva acorde al corazón de Dios. Esta paz se construye a partir de la claridad, del reconocimiento de lo incompleto que necesita ser transfigurado, del anuncio de esas circunstancias y de la denuncia de las causas. Este ejercicio produce crispación y propicia el enfrentamiento, acarrea la ignominia y pone en dirección a la cruz. Jesús no se paró ante esta realidad y la asumió conscientemente. Existe una guerra interior contra la propia comodidad, contra el asentamiento en posturas que perjudican o desatienden al ser humano, y una  guerra exterior que deriva de la honestidad que no cede frente a esas condiciones y las expone a la vista de todos. Existen un incendio exterior y otro interior.


Arder y arder


sábado, 6 de agosto de 2022

NO HAY TRES SIN DOS. Domingo XIX Ordinario.

 07/08/2022

No hay tres sin dos

Domingo XIX T.O.

Sb 18, 6-9

Sal 32, 1. 12. 18-20. 22

Hb 11, 1-2. 8-19

Lc 12, 32-48

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Según el libro de la Sabiduría la esperanza aporta unidad e identidad. Los fieles comparten los mismos bienes y peligros y cantan las alabanzas de los antepasados. Por ella nos reconocemos y en ella nos agrupamos en una misma tradición. Ni nos ancla en un pasado tan idealizado como tramposo ni nos proyecta hacia un futuro tan irrealizable que se reserve para tiempos y geografías ultramundanas, sino que nos hace vivir ya aquí de forma diferente a todos los demás. Es precisamente aquí donde nos son útiles modelos como los de Sara y Abraham que confiaron plenamente en Dios y enseñaron a sus hijos a tener esa misma confianza y por ella no desesperaron de una promesa cuyo cumplimiento siempre se aplazaba hasta un horizonte que parecía cada vez más lejano.

Esa tradición que nos hace diferentes ha cristalizado en la realidad que llamamos Reino y que Dios ha puesto ya en nuestras manos, por pequeños que seamos. Somos el pueblo heredad del Señor no por sangre ni por rituales, sino por la esperanza que depositamos en él y por el confiado actuar que esa esperanza nos inspira. A la confianza la llamamos fe, que fundamenta la esperanza, tal como ésta la cimenta a ella.

Jesús nos habla hoy de estar atentos para no dejar que la costumbre se nos apodere y olvidemos la novedad que el Reino viene a sembrar en nuestras vidas. En esa novedad es el amo el que sirve a los sirvientes y la espera definitiva tiene por objeto al hijo del hombre; a un personaje concreto, pero también a la verdad interior que habita en todos nosotros. No somos meros espectadores. Se nos invita a ir dando vida al Reino, a encarnarlo de forma audaz, sin esperar a recibir indicaciones. Bienaventurado el siervo a quien su Señor encuentre alimentando ya a los demás sin que él tenga que señalárselo. De sobra sabemos lo que el Señor quiere de nosotros. No hace falta que esté siempre recordándonoslo, ni que nos dé instrucciones para cada vez. Realicemos lo que le agrada con la confianza de Sara y Abraham. No nos atemos a nuestras obras como si fuesen riquezas que nos consiguiesen méritos sino pongámoslas en las manos de Dios. No nos dejemos engañar por el ambiente que se acomoda a lo que hay como si todo estuviese bien así, como si nada tuviera alternativa, como si el Señor que habita en nuestro corazón no hubiese de volver nunca a emerger entre el mar de nuestra cotidianidad en cuanto tenga ocasión o encuentre resquicio. En estos tiempos se aquilatan trabajos y medallas y los vamos amontonando como resguardo canjeable por futuras recompensas y consideración. No parecemos muy conscientes de que todo eso va ocupando espacio precisamente en nuestro corazón, que poco a poco se nos llena y va pasando así de tálamo a trastero. Se nos ha dado mucho; parece normal que se nos pida en la misma proporción. No somos como aquellos que no han percibido aún el amor de Dios en sus vidas. Nosotros sí lo hemos conocido; podríamos hacer un inventario con todos esos dones ¿Cómo esperar que sean todos de uso privado, que sean riqueza exclusiva que nos coloque por encima de los demás? Es justo al contrario. Toda la fe y la esperanza que hemos recibido nos han sido dadas para ser entregadas y compartidas con todos. Eso es el amor que nos mantiene siempre alertas. Si este no se da, las otras dos no eran ciertas.


James C. Christensen (1942-2017) Fe, Esperanza y Caridad