lunes, 24 de diciembre de 2018

RENACER PARA ENCONTRARNOS. Navidad.


25/12/2018
Renacer para encontrarnos.
Navidad.
Is 52, 7-10
Sal 97, 1-6
Hb 1, 1-6
Jn 1, 1-18
Nadie discute el esplendor de la explosión primaveral. Son patentes sus efectos. Sin embargo, pasa prácticamente desapercibido el hecho de que ese florecer comienza a gestarse en estas fechas. El invierno inicia su existencia cediendo paso a la luz que poco a poco va diluyendo la oscuridad. Dios es, desde siempre, el ser que vive en relación con otros, por eso es trino, por eso es creador, por eso se hace hombre. Y se hace hombre tal como el invierno llega, con la sencillez de quien vive dejando paso a los otros. Sin imponerse, sin algaradas, con el único ruido del llanto que rompe la noche al llenar sus pulmones de aire por primera vez. Antes que su santo brazo, este niño desnudó su fragilidad y las naciones de la tierra no pudieron reconocerlo. Puso su tienda entre nosotros pero pasó inadvertido porque nadie esperaba que llegase en esa desvalida escala.  
En la desvalida escala de un ser que nace libre, sin imposiciones, con la posibilidad de llegar a ser plenamente feliz  y realizado. Dios mismo nos hizo así: capaces de alcanzar cimas insospechadas. Pero lo hizo sin consultarnos, como quien da un regalo inesperado, fuera de fecha, sin motivo, por pura gratuidad. Llegado el momento adecuado para cada uno, quiere, también él, nacer así: en la debilidad absoluta. Con eso nos revela su naturaleza amorosa, volcada en cada uno de nosotros y nos desvela también nuestra posibilidad de aceptar plenamente su regalo y volver a nacer como él. En ese momento preciso, en medio de una crisis o en algún proceso de cambio, tal vez cuando se derrumban las seguridades o cuando descubres otras diferentes… justo allí donde menos lo esperabas Dios vuelve a sorprenderte y te susurra: “Soy tú” y todo se transfigura con la invitación a volver a empezar, de aceptar el don y dejar que él nazca en tu interior a la vez que tu naces de nuevo.
Volver a ser niño. Experimentarlo todo con la curiosidad de quien no lo ha visto antes, preguntar por todo con la sincera intención de conocerlo y la mente abierta de quien no da nada por sabido, amar con la espontaneidad de quien se reconoce tan necesitado como aquél que tiene enfrente. Sólo el adulto que se hace niño puede relacionarse con la sinceridad que evita dañar a nadie; acepta de las manos de Dios una flor para deponer sus armas; se reconoce en la mirada de los buscadores de paz y en las manos de los luchadores por la justicia; hace siempre el amor con la misma ilusión del primer día; saborea la mesa compartida con la fruición  propia de quien se ha visto solo anteriormente; se vacía a sí mismo para dejar sitio a todos  y se muestra transparente y leal, aunque no siempre sea fácil; puede ver en su familia y amigos mucho más de lo que se ve y los acepta como son, aunque a veces cueste; escruta en todos los demás cualquier resquicio que pueda mostrarle un pedazo de su alma, de la naturaleza que ambos comparten y se esfuerza por descubrir en el contrario el Dios que también habita en él, aunque aún no lo sepa. Antes o después, Dios nace en todo ser humano tal como ha nacido ya en la totalidad de su creación. Por encima de la sangre y de los afectos, estamos llamados a reconocerle y a unirnos en él como hijos y hermanos. Es esa realidad santa, por lo costosa y gozosa, que llamamos pueblo, reino, cuerpo donde nos encontramos todos. 

Renacer para encontrarnos en Dios


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