jueves, 10 de enero de 2019

HIJOS AMADOS DE DIOS. Bautismo de Jesús.


13/01/2019
Hijos amados de Dios.
Bautismo de Jesús.
Is 42, 1-4. 6-7
Sal 28, 1a. 2-3a. 3c-4. 3b. 9b-10
Hch 10, 34-38
Lc 3, 15-16. 21-22
El pueblo estaba expectante, nos dice el evangelio. También hoy vivimos en la expectación. En cierto sentido, el nuestro es un adviento perpetuo. Vivimos en una espera permanente, azuzados por la intemperie de nuestros tiempos. En realidad, siempre ha sido así.  Pero a todos nos parece que nuestra época es la peor. Las seguridades se no van cayendo, porque estaban pensadas para otros tiempos, para cubrir otras necesidades. Cada vez nos es más manifiesto que esto se va acabando y seguimos esperando aquél que pueda darle un rumbo nuevo a nuestra vida desorientada. Cuando he aquí que este buen hombre o mujer que teníamos al lado resulta señalado por Dios ante nuestros propios ojos. Ni los evangelistas ni los exégetas parecen ponerse de acuerdo en afirmar con claridad si el reconocimiento de Dios a Jesús en el episodio del Jordán fue una vivencia personal o un hecho patente para todos los presentes. Da igual, podremos decir, desde el momento que está escrito salta a la esfera de lo público; es ya un tuit (o tweet) incontenible. Para Pedro estaba claro el criterio de identificación: “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él”. No hay que pedir más explicaciones. Entonces, también nosotros podemos decir que es posible descubrir a nuestro alrededor gente sencilla que vaya por la vida haciendo el bien y sanando las heridas producidas por cualquier mal.  
Nos hemos acostumbrado a pensar en Jesús como alguien ajeno a nosotros, como otro ser humano distinto y bastante especial, mientras que, a la vez, recogemos la invitación a seguir sus pasos, a identificarnos con él. Retomemos ahora una ya antigua tradición de la Iglesia e intentemos descubrir a Dios presente en nuestro interior, a Jesús recién nacido esta Navidad en nuestro corazón, a su humanidad acompañando a la nuestra y volvamos a leer las lecturas de hoy como dirigidas especialmente a nosotros, a cada uno de nosotros.
Todos somos hijos amados de Dios. Se nos pide un gesto de conversión, una inmersión en las aguas que escenifica la muerte a  nuestro egoísmo y nuestra disposición a existir para los demás, a pasar haciendo el bien. En nuestro caso este gesto tiene una expresión simbólica, sacramental. En otros casos puede darse de otra manera. No importa tanto el gesto como el símbolo, la sinceridad de ese movimiento del corazón. Esa sinceridad convierte cualquier gesto en símbolo que unido a la voluntad de Dios será sacramento efectivo porque él no hace acepción de personas, ni de naciones, ni de credos. Acepta a todo aquél que le escucha y practica la justicia, que acepta ser tomado de su mano para ser luz de las naciones y de las islas más lejanas, para abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la cárcel y de su prisión a los que habitan en las tinieblas. Siendo así, todos podemos ser luz para todos. En cualquier lugar y momento podemos descubrir el destello del amor de Dios en el gesto de cualquier persona, del mismo modo que cualquiera puede descubrirlo en nosotros. Así, nos abrimos a los nuevos tiempos venideros, con la confianza puesta en el conjunto de la humanidad que consiente en ser habitada por Dios y guiada por el Espíritu para levantar del polvo al caído o abandonado, y no en estructuras que van demostrando su caducidad pero se resisten a sumergirse en las aguas pueden limpiarlas.

Hijos amados de Dios

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