sábado, 22 de junio de 2019

UN TRONO DE CANASTOS. Corpus


23/06/2019
Un trono de canastos.
Corpus.
Gn 14, 18-20
Sal 109,1-4
1 Cor 11, 23-26
Lc 9, 11b-17
Melquisedec (“rey de la justicia”), rey de Salem (“ciudad de la paz”), aparece en el libro del Génesis recogiendo el diezmo de Abraham, padre de los creyentes. La carta a los Hebreos retomará su figura para proponerlo como ideal desde el que entender el sacerdocio de Jesús, laico durante toda su vida. Justicia y paz son los dos grandes atributos de Dios. Su justicia es inseparable de su misericordia y aún no entendemos bien esa relación porque nos empeñamos en entenderla según nuestros propios parámetros.  La paz es el fruto que el don divino produce en la persona que conscientemente lo acoge. Justicia, el trato adecuado a cada uno, ajustado a sus condiciones y a su realidad; misericordia, la motivación principal de un Dios entrañable que se expresa y se relaciona amando a todos y cada uno y, finalmente, la paz, el sosiego que inunda al alma de quien se sabe amado, valorado y aceptado como es, son las tres realidades que el encuentro con Jesús trenzaba en el alma de sus contemporáneos.
Era justo que quien se había pasado el día escuchándole a él, por cuya boca hablaba el Padre, recibiera un sustento adecuado para reponer sus fuerzas y el amor por todos ellos le llevó a pedir a sus discípulos que los alimentaran. Jesús se siente responsable de todos y cada uno de aquellos que le prestan atención y se interesan por ese Reino que predica. Sus discípulos, en cambio, permanecen aún en esa lógica que les prescribe la imposibilidad de realizar tal encargo.  El milagro de Jesús es resultado de su preocupación por la gente, pero también de su voluntad de querer enseñar a sus amigos. La peor barrera es  la que cada uno levanta para proteger sus cosas, aquello que ocupa su corazón, sus posesiones, su propia comida frente a las necesidades y el requerimiento de los demás.  Vencer el egoísmo es el mayor milagro y sólo el amor justo puede lograrlo. La paz es el resultado que florece en el corazón victorioso en tal combate. De todo ello se recogieron doce canastos: doce nuevos discípulos, diferentes ya a los anteriores, iniciados en un misterio que poco a poco se les iba haciendo cercano. Aunque aún no lo comprendiesen del todo estaban ya en camino.
Vencer el egoísmo es entregarse a sí mismo. No hay otra manera. Se podrían dar muchas cosas, pero serán todas inútiles si no te entregas a ti mismo con ellas. Por abundantes que sean no dejarán de ser cosas, nunca saciarán ningún hambre. Jesús lo da todo, entrega su cuerpo y su sangre que, de algún modo, pudo intuir ya prefigurados en la ofrenda de Melquisedec. También nosotros estamos ya en camino y Jesús recoge no ya el diezmo, sino la totalidad de nuestra ofrenda vital. Podemos compartir el camino con todos aquellos que quieren vivir la vida en continua acción de gracias por todo lo recibido mientras, por el bien de todos aquellos con los que se encuentran, no se reservan nada para sí. En esta actitud de entrega viven muchas personas en el mundo, creyentes o no, y a todos ellos el Espíritu les susurra al oído: “Eres príncipe desde el día de tu nacimiento…”  Podemos ser, junto a ellos, herederos de ese Reino de lo posible  cuyo trono serán los canastos sobrantes después de que el pueblo se haya saciado partiendo de lo poco que cada uno puede aportar sin reservarse nada, ofreciendo hasta su cuerpo y su sangre. Así lo entendió y lo vivió Jesús, así lo mostró a todos y así espera que vivamos en la comunión universal que él inauguró. 

Un trono de canastos


Para Pablo

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