sábado, 22 de febrero de 2020

LA EVOLUCIÓN


23/02/2020
La evolución.
Domingo VII T.O.                                                                Para ver las lecturas pincha aquí
Lv 19, 1-2. 17-18
Sal 102, 1-4. 8. 10. 12-13
1 Cor 3, 16-2
Mt 5, 38-48
Hemos dicho muchas veces que Jesús fue un judío que supo encontrar una nueva forma de relacionarse con Dios buceando en lo profundo de la milenaria tradición de su pueblo. Es verdad, pero con esa nueva forma de relación estaba dando grandes pasos para distanciarse de una visión de Dios que descubría ya pasada. Esa actualización, sin embargo, no se traduce en renegar de lo anterior sino en rescatar lo mejor, que había quedado enterrado entre una montaña de reglamentación ritual, y hacerlo relucir dándole una vuelta más. En una evidente conexión con el evangelio de la semana pasada, ni un solo punto de la ley será pasado por alto sino que, al contrario, todo se llevará a un nuevo e insospechado nivel. Lo fundamental de la religión es aspirar a la santidad, porque la santidad es Dios mismo; sólo él lo es auténticamente. El Levítico constituye el centro del Pentateuco y el Código de Santidad, al que este pasaje pertenece es el corazón de la Ley. Esa Ley, idealmente colocada en los tiempos del éxodo, es en realidad un producto de la teología sacerdotal del Templo de Jerusalén y resume la pretensión de aquellos judíos de apartarse del mundo para alcanzar esa santidad que ellos no veían posible en contacto con los otros pueblos. Por eso se prescribe el amor al prójimo, al cercano, al compatriota.  Los otros pueblos quedan excluidos. Pero ojo, es un amor exigente que reprende al hermano sin odiarlo so pena de hacerse cómplice de su pecado. Amar es desear que el amado llegue a ser lo mejor que él pueda ser; no se aceptan medias tintas. La misericordia es atributo de Dios, a quien se confía el creyente y se encomienda al hermano recalcitrante.
Jesús recoge este mismo espíritu y lo reinterpreta profundizándolo. El Talión fue un gran adelanto para su época, pródiga en venganzas y resarcimientos sangrientos, pero ha llegado el momento de amar también a quien nos agravia. No existe otro modo de detener la espiral de violencia. El amor al enemigo es otra formulación para el amor al extranjero, al distante, ya lo fuera étnica, ideológica o religiosamente. Los compatriotas eran de la misma raza, eran hermanos. Los demás no estaban a su altura y podían volver a hacerles caer en la tentación atrayendo sobre ellos un nuevo desastre. Ya no será así, según Jesús. Y todavía cabe dar un paso más y decir lo mismo de quienes, sean de donde sean, no te aman: enemigos en el sentido más clásico y evidente del término. Amar a quien ya nos ama ¿qué mérito tendrá? Amar al enemigo es mucho más. Pero a él se le ama también con la misma exigencia que al amigo. Es decir, confrontándole su actitud, diciéndole claro que eso está mal hecho, mostrándole las consecuencias de sus actos y denunciando sus malos pasos.
Nada hay aquí de resignación o de “dulce humildad”. Somos Templo de Dios y es el Espíritu quien habita en nosotros y quien habla por nuestra boca. El mundo considerará esto una necedad, pero nosotros sabemos que esta es la perfección que Dios nos pide; esta es la santidad a la que estamos llamados. La verdadera religión se mide por su compromiso ético, no por su perfección ritual ni por su capacidad de camuflaje. Esta fue la gran evolución que inició Jesús en el seno del judaísmo de su tiempo. Y es la misma a la que se nos convoca.

La  evolución.

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