sábado, 12 de mayo de 2018

ALCEMOS EL MUNDO. La Ascensión.


13/05/2018
Alcemos el mundo
La Ascensión
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3. 6-9
Ef 1, 17-23
Mc 16, 15-20
Ha llegado el tiempo de la continuidad. De entre toda la Escritura, este libro de los Hechos quedó abierto, en permanente redacción, y siguen consignándose en él los actos de toda la hermandad. En sus páginas descubrimos la necesidad de mantener siempre la centralidad, de partir desde lo más profundo de cada uno, desde la íntima Jerusalén que es nuestro propio corazón. Habitarse en profundidad es la condición para descubrir en nosotros la presencia del Resucitado y el punto de partida desde el que avanzar en cualquier empeño evangelizador. No hay buena noticia que no esté enraizada en el descubrimiento interior. A partir de ahí se extiende, llevado por la brisa, el cálido susurro que, sin imposiciones, colmará las almas más sedientas en Judea y Samaria y alcanzará hasta los confines del orbe. Esta universalidad es la segunda gran enseñanza del libro, la segunda necesidad que hoy requiere saciar la evangelización. Centralidad y universalidad son los dos pilares que precisa la transmisión del don que el Señor nos concede, que convierten al Libro de los Hechos en el Libro de la  Vida.
Para nosotros pide Pablo en su oración el espíritu de sabiduría y revelación que nos permita el discernimiento necesario y la puesta en práctica de ambos principios y ofrece a nuestra consideración lo que Dios hizo ya con Jesús el Cristo, colocándole sobre todo lo demás, completando así el dinamismo de la encarnación. El amor que surgió del Padre vuelve a él preñado de carne humana, una  frágil  realidad que permanece incrustada ya para siempre en la divinidad, en el corazón íntimo de Dios. Por esta unión puede el hombre realizar los prodigios de los que habla Jesús, son manifestación de la esperanza, realización parcial del destino que va construyéndose entre tantos y testimonio de la eficacia de ese amor divino.
El poder de Dios se cobija en nuestra fragilidad humana y pide nuestro consentimiento; que aceptemos dejarle pasar hasta alcanzar esa Jerusalén interior en la que es posible la unión íntima que ponga en marcha el proceso. Cada uno puede aceptar libremente  esta posibilidad. O no. Aceptarla es formar parte del pueblo de Dios, de la universalidad a la que todos estamos llamados desde nuestro centro más vital. Se nos llama no sólo a acogerle, sino extender su mensaje: que su Reino está aquí ya y no es un reino de soledades. Es el reino del trabajo conjunto, de la participación, de la implicación de todos desde lo más profundo de cada uno. Ente todos, expulsamos demonios, hablamos cualquier lengua, anulamos cualquier veneno y sanamos dolencias sin que ninguna maldad pueda apresarnos. Entre todos, izamos el mundo desde el barro en el que fue formado hasta su más espléndida posibilidad. Por eso se nos recrimina estar parados, mirando al cielo sin más. Al alzar la vista, deberíamos ver ese cielo a través del mundo que transformamos; hacer del mundo el filtro que impida a nuestra retina quemarse en una alienante imagen celestial. Ese mundo diferente, alzado y sostenido, es el Libro mismo de la Vida con el que Jesús volverá tal como le vieron marcharse, pues él había alcanzado ya su plenitud. La nuestra se dará en la conjunción de todas las interioridades en un solo mundo universal, en un único Libro con cabida para todos, del que se haya eliminado cualquier elitismo exclusivista

Alcemos el mundo

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