domingo, 17 de junio de 2018

COMO LA MOSTAZA. Domingo XI Ordinario.


17/06/2018
Como la mostaza.
Domingo XI T. O.
Ez 17, 22-24
Sal 91, 2-3. 13-16
2 Cor 5, 6-10
Mc 4, 26-34
Jesús sugería, proponía, invitaba al descubrimiento, abría la mente y los corazones a una realidad nueva que él traducía en términos asequibles para que la gente sencilla pudiera adentrarse en ella y hacer su propio descubrimiento. Era mucho más parabólico que expositivo. Así, colocaba a cada uno en disposición de experimentar una revelación personal y saborearla como especialmente dirigida a él. Sin embargo, avisa de que eso descubierto no es fruto exclusivo de cada uno, pues el árbol va creciendo sin saber cómo. Es obra de Dios hacer fructificar la semilla que el hombre ha plantado. El granjero podrá recoger el fruto y sacar provecho de su trabajo, pero el desarrollo es un misterio que sólo Dios conoce. Y el misterio más grande es que de la semilla más pequeña surja el mayor de los arbustos, aquél cuyas ramas son cobijo para las aves. Aporta cada persona la pequeñez de su propia vida, de su esfuerzo; pequeñez si se la compara con la obra que Dios, conocedor del mecanismo íntimo de la vida, sabrá sacar de ella.
Pablo tendía más al discurso. Era un hombre de estudios, acostumbrado a ese método de enseñanza, Jesús era un sencillo trabajador del campo… Pablo habla del cuerpo, de aquella parte vulnerable y frágil que el hombre habita sin que llegue a definirle por entero, pero condicionando su acercamiento a la realidad. Nuestra comprensión del mundo, nuestro modo de conocer pasa por nuestra realidad física, de ahí su importancia arquitectónica. Somos como somos por influencia, entre otras vertientes, de nuestra corporalidad y en ella y a través de ella expresamos también nuestro ser. De ahí su importancia para la globalidad de nuestra vida, en esta orilla y en la otra. Vivir en el cuerpo es cerrarse en él y pensar que esa es la llave exclusiva.  El destierro es habitar el cuerpo como única realidad. La patria es aquello que se extiende tras la puerta que es ese cuerpo, el acceso a un vivir nuevo que lo trasciende pero que requiere de él como semilla que lo posibilita. El cuerpo es espíritu en potencia; el espíritu, materia divinizada. Dos caras irrenunciables de una misma realidad. Abandonar el cuerpo y vivir desterrado es no convertirlo en el sustrato único que se confunde con la meta, sino hacerlo vuelto hacia el Señor. Es un ejercicio de confianza, de ponerse en las manos de Aquél que nos trasplanta en lo alto del monte. La patria es el dinamismo de esa salida, el proceso en el que nos encaminamos hacia lo inalcanzable que Dios irá haciendo surgir en nuestras vidas.
Incluso en ese movimiento tenemos siempre la opción de estancarnos o de retroceder. En el famoso juicio final se nos pedirá haber puesto nuestro cuerpo como recurso, no como excusa. Como capital, talento, para la comunión con todos los próximos y con Dios. Esa es la vida a imagen de la del Señor. Vivir como él vivió. Ir siendo poco a poco rama robusta donde aniden los pajarillos que Dios alimenta por convertir su vida en un trino que alegra todos los oídos. El justo, el hombre que vive la justicia de Dios, crece como un cedro, como una palmera que cobija a los preferidos de Dios y su vida es también un trino gratuito y contrapuesto a una concepción utilitaria y mercantilista de sí mismo, de sus posibilidades, de sus recursos, de la debilidad que Dios fortalece. Así, el Reino termina siendo como la mostaza, de la absoluta debilidad surge en cada hombre y mujer la máxima posibilidad de amar.

Arbusto de la mostaza (Brasica nigra) habitual en Palestina.

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