viernes, 2 de noviembre de 2018

UN REINO PARA TODOS. Domingo XXXI Ordinario


04/11/2018
Un Reino para todos.
Domingo XXXI T.O.
Dt 6, 2-6
Sal 17, 3b-4. 47a. 51a
Hb 7, 23-28
Mc 12, 28b-34
La Ley cumplió su función. Tenía como objetivo explicar la manera práctica de tener siempre presente a Dios como único Señor y mostrar en qué manera esa convicción repercutía en la vida del pueblo, en las relaciones entre todos los hermanos. Ha cumplido su función, pero su validez no ha pasado, pues guarda en ella el tesoro de la realidad que contempla y describe. La relación con Dios y con el hermano es la clave de su interpretación, del mismo modo que lo es para interpretar la vida de cada persona. Esa validez, no obstante, puede renovarse y aumentar su fecundidad si es convenientemente puesta al día. Jesús reconoce el papel que ha cumplido la Ley y potencia su validez actualizándola, trayéndola a su presente en una síntesis vital que todos pudieran entender: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. Quien así lo entiende sabe que todo lo demás queda por debajo y que cualquier holocausto o sacrificio es inferior a esto. La realidad se interpreta ahora según el prisma del Reino. En el amor está la clave del nuevo modelo. A Dios y al hermano nos acercamos amándolos. La Ley debe transformarse en esa actitud vital a la que llamamos amor. Es decir, hemos de empeñarnos en buscar y desear siempre lo mejor para Dios y para los demás, pues eso es el amor.
Buscar lo mejor para el hermano puede estar claro, pero ¿cómo buscarlo para Dios? me pregunto. Salvo enfermedad u otra causa grave, lo mejor para un padre es siempre el bien de sus hijos. “La gloria de Dios es que el hombre viva”, enunció hace ya siglos un hombre santo, “y la vida del hombre es ver a Dios”, concluyó. Una vida buena, ajustada a lo que es necesario y justo, sin apremios insatisfechos ni opulencias dilapidadas, que garantice el desarrollo de cada persona como ser llamado a relacionarse libremente con sus semejantes y con el Amor que se manifiesta en todos ellos será una vida plenamente humana que le lleve a ver y reconocer plenamente a ese Amor al que llamamos Dios, autor de la vida, en los rincones más pequeños de cualquier geografía física o política. Ver a Dios no es rendirle pleitesía o escenificar un culto alienante. Ver a Dios da vida al hombre y éste glorificará al creador procurando vida a todos sus semejantes para que también ellos puedan reconocerle y glorificarle. A esta situación Jesús la llama reino de Dios, este es su Reinado entre la humanidad, sin fronteras ni excluidos. Ni lugar utópico, ni futuro soñado; tenemos tan sólo este mundo para transformarlo, todo lo demás, sea como sea, se nos dará por añadidura.
En esa transformación todos jugamos un papel determinante. Todos somos mediadores entre Dios y los demás. Todos somos portadores de Dios. Todos somos Amor en acto acercándose a los demás. La antigua Ley cumplió su función, decíamos, y originó una mediación temporal, que debía purificarse continuamente. Jesús inauguró una mediación definitiva que el Padre rubricó con un  juramento personal y posterior a la Ley. Este sacerdocio eterno fue por él mismo compartido con todos en virtud de su humanidad perfecta, pues por ella tenemos la seguridad de que cuanto él hizo es accesible para nosotros, sin excepción. Verdadero hombre y verdadero Dios, sin confusión ni mengua en ninguna de ellas. Todos estamos llamados a ser personas y mediadores como el mismo Jesús. 

Un Reino para todos.

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