sábado, 25 de enero de 2020

EL CAMINO DEL MAESTRO. Domingo III Ordinario


26/01/2020
El camino del maestro.
Domingo III T.O.                                                                        Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Is 8, 23b–9,3
Sal 26,1.4.13-14
1 Cor 1, 10-13. 17
Mt 4, 12-23
Es habitual la observación de que Jesús comenzó y desarrolló su actividad en una remota esquina del Mediterráneo; en un rincón perdido del imperio, donde su movimiento pasaría desapercibido para cualquiera. Es habitual también la comparación entre esto y los habituales métodos de propaganda. Lo normal, si quieres dar algo a conocer, es acercarte lo más posible al epicentro de todo; colocarte allí donde más y mejor se te pueda escuchar. No fue este el procedimiento de Dios, sino que fue a encarnarse allí donde un ser humano concreto podía acogerle gracias a la vivencia personal que toda una tradición había hecho posible. Y dentro de esa geografía única y apartada Jesús se apartó aún más alejándose de Herodes, aquél que había encarcelado a Juan por criticar su forma de vida. Mateo nos presenta este hecho como el cumplimiento de una antigua profecía y, con el tiempo, hemos comprendido este proceder como ejemplo para todos: actuar alejado de la consideración del mundo, prestando atención a los márgenes que el mundo desprecia.
Es verdad que Jesús se dirige a los olvidados por todos y que habla del Padre en primer lugar a aquellos a quienes nadie más quiere hablar. Eso es  lo propio de su naturaleza divina, salir de sí y crear vida nueva en aquello completamente diferente a él. Pero todavía al principio de su ministerio a Jesús le pesaba aún la prudencia y quiere poner tierra entre él y Herodes. No creo que Jesús lo tuviese todo claro ya desde el primer momento; el impulso de salir combatía en él con la prevención ante lo desconocido y con el dolor por dejar su casa. Dejar Nazaret no tuvo que ser fácil. Subir hasta Cafarnaúm y reunir un incipiente grupo de seguidores fue también plasmación de la naturaleza divina. Dios es comunidad y Jesús, como cualquier ser humano, no puede vivir solo; la imagen y la semejanza no se refieren a lo físico. Con la misma confianza que expresa el salmista Jesús se abandona en manos del Padre, pero no en solitario. Con estos amigos crea comunidad.
La sociedad palestina del siglo I estaba muy fragmentada por los diversos grupos que convivían allí y a las primeras comunidades cristianas les pasó lo mismo. Pablo, Cefas y Apolo fueron enarbolados como banderas de unos contra otros y sin embargo, nos dice Pablo, sólo Cristo es importante. El bautismo parecía marcar para aquellos corintios una importante diferencia, tanto que Pablo agradece no haber bautizado allí a casi nadie. No es lo decisivo quien te lleva hasta Dios, sino vivir en Dios. La forma cristiana de esta vivencia tiene a la cruz como signo, pero no sólo la del Gólgota. Es la cruz diaria de tener que renunciar a  tus propios proyectos y sobreponerte a tus miedos para encontrar a Dios donde nunca lo esperabas la que más pesa. Jesús se alejó de Herodes y con él de Juan para vivir su propia cruz, su propia historia de crecimiento y maduración en la experiencia del Padre, y fue esa experiencia completamente distinta y original la que venció finalmente la resistencia del fanático Pablo y la que, tras liberarse, él pregonó como definitiva. El camino del maestro estuvo bien para él y a cada uno nos coloca en nuestra propia línea de salida, pero la vivencia de Dios que tuvo él no la tendremos nosotros porque, pese a las diferencias, somos todos distintos y tan sólo la cruz de Cristo es la que da sentido a la comunión de todas ellas. 

El camino del maestro

sábado, 18 de enero de 2020

EN SINTONÍA. Domingo II Ordinario.


19/01/2020
En sintonía
Domingo II T. O.                                                                          Si quieres ver las lecturas pincha aquí
Is 49, 3. 5-6
Sal 39, 2. 4ab. 7-10
1 Cor 1, 1-3
Jn 1, 29-34
Pablo vuelve a hablar hoy, no sólo para la Iglesia que está en Corinto, sino para esta Iglesia que peregrina en Zaragoza, en Ávila, en Calcuta, en Quito o en cualquier otra parte donde te encuentres. Para ti que lees estas líneas es esta proclamación que Pablo, como buen judío, conocía bien: “Es poco que seas mi siervo (…) Te hago luz de las naciones”. Estás llamado a la santidad, a compartir la vida de la comunidad de quienes siguen a Jesús el Cristo; a extender esa santidad de forma que llegue a todos sin exclusión, que no se quede circunscrita a los de siempre: a los descendientes de Jacob y supervivientes de Israel, a los damnificados de tu cultura, a los de tu pueblo y tus tradiciones, a los buenos cristianos y a los que se aferran a las tablas del naufragio. Para ti que no te quedas abrazado a lo conocido, sino que invocas siempre el nombre del Señor Jesús que acoge a todos; que te abres a los tiempos presentándolos al Espíritu para que los fecunde y transfigure, gracia y paz.
Es esa apertura, nada más, lo que te permitirá reconocer a Jesús el Cristo entre la multitud de salvadores que se te brindan a diario. Para Juan, ver a Jesús era percibir al Espíritu en cuya sintonía estaba. Pese a sus diferencias, había algo que los unía y en donde podían encontrarse. En realidad, ver a Jesús es dejarse ver por él; colocarse a su alcance; armonizarse con el Espíritu en el que ambos nos desenvolvemos. Y, en gran medida, es también respetar su discreción. Existe quien pretende conocer a Jesús y lo muestra al mundo según la imagen que él tiene mientras afirma que ese es el verdadero Jesús. Pero Juan comienza por reconocer su ignorancia: no le conocía… no era como él creía, no pudo reconocerlo hasta que llegó el Espíritu. Y ese es su testimonio: aquello que ambos comparten, eso en lo que se unen y sintonizan. Todo lo demás le queda desconocido pues no puede si quiera imaginarlo y Jesús tampoco lo muestra ya que no es amigo de llevar a nadie del ronzal sino de hacerse presente en su vida y caminar con él.
Es el Espíritu quien lo coloca en esa dimensión misteriosa. El Espíritu sopla donde quiere y nada hay más ajeno a él que la costumbre. Cualquier tradición que quiera perdurar no tiene más remedio que dejarse moldear para cambiar constantemente. Es el Espíritu quien la transforma pero no para  asimilarla a sí mismo, sino para acomodarla a la gente, al pueblo de los santos que peregrina con él y en él.  Nada hay menos espiritual que una tradición ajena a las cambiantes necesidades de la carne. Frente a estas necesidades podemos crear o adaptar nuevos símbolos, como Juan adaptó el del bautismo a sus intenciones, y el Espíritu habitará en ellos en la medida en que sean efectivos y significantes para los demás. En la medida en que sean luz. El Hijo de Dios, que existía desde mucho antes que Juan, pudo reconocer en él a un hombre movido por el Espíritu, que no intentaba imponer su propia perspectiva, sino que se abría a la inspiración que le acercaba al corazón de las gentes. Y esa era la sintonía que existía entre ambos. Aunque Juan pensase más en la penitencia como solución y Jesús la viese en una inédita oferta de amor, la necesidad de cambio que ambos supieron leer en sus contemporáneos les llevó a abrirse al mismo Espíritu que en Juan suscitó al profeta y en Jesús hizo patente al Hijo. 

En sintonía

sábado, 11 de enero de 2020

SIN PELADILLAS. Bautismo de Jesús.


12/01/20
Sin peladillas
Bautismo del Señor                                                                              Para ver las lecturas pincha aquí
Is 42, 1-4. 6-7
Sal 28, 1a. 2-3a. c-4. 3b. 9b-10
Hch 10, 34-38
Mt 3, 13-17
Concluimos definitivamente las fiestas de Navidad con esta memoria del Bautismo de Jesús y encaramos ya el tiempo en el que se hace presente a los ojos del mundo. Hemos condensado en el período navideño lo que tradicionalmente se ha conocido como la vida oculta de Jesús y que abarca la mayor parte de sus días. Pese a la enorme literatura que esos años han generado, no podemos decir nada seguro acerca de ellos.
Lo que queda fuera de toda duda es que en ese tiempo Jesús fue asimilando y aprendiendo todo lo que después habría de aflorar en su vida para chocar con la práctica judía de la Palestina del siglo I. En esas coordenadas, la familia era el pilar fundamental de una sociedad estructurada tribalmente. Renunciar a tu familia era una afrenta imperdonable. Y Jesús renunció a ella. Los evangelios se detienen en mostrarnos episodios de incomprensión entre Jesús y sus hermanos, incluso con su madre, que pueden interpretarse estilizada e ideológicamente, pero que evidencian la tensión existente entre ellos. Ese Jesús que da la espalda a su familia para seguir la voz de Dios baja hasta el Jordán para ser bautizado por Juan y allí el mismo Dios lo recibe como Hijo y derrama sobre él el Espíritu Santo. Ya desde el principio de su misión, Jesús fue un rompedor y los cristianos de la primera hora insistieron en que lo principal del personaje es que “pasó haciendo el bien”. Pudo ser, ciertamente, un  signo de contradicción, pero lo principal es que su vida se volcó en los demás y que el Padre estaba con él. De no ser así, hubieran sido imposibles las obras que él realizaba.
Para Jesús el bautismo supuso un punto de inflexión. Lo que el bautismo simboliza es la muerte y la resurrección. Jesús murió a sus viejas tradiciones y, tomando de ellas aquello que lo había conectado con el Padre, las depuró hasta hacerse receptáculo del Espíritu sin reserva alguna, hasta resucitar como hombre nuevo para donarse por completo. Pero este fue su proceso personal. Sus amigos y familiares, la gente más próxima a él vivió su propio proceso con su propio ritmo. Algunos de ellos creyeron fascinados en el mensaje que entendieron y le siguieron en vida sin acabar de comprenderlo del todo. Tras la conmoción de la Pascua toda su perspectiva cambió gracias a la intervención del Espíritu  y vieron en las antiguas profecías, tal como la que hoy leemos de Isaías, el anuncio de Jesús y la confirmación de sus acciones.
La traslación a nuestras vidas de hoy es evidente: ¿Qué es lo que en mi tradición me acerca a Dios? ¿Qué hay en ella a lo que tengo que morir? ¿A qué nueva dimensión me abre esa fractura? El bautismo de Jesús no fue una celebración en la que se repartieran peladillas, sino la confirmación de su ruptura con lo anterior y el estreno de un nuevo modo de entender el mundo: el cumplimiento de toda justicia. La justicia de la que Mateo nos habla aquí no tiene que ver con cuestiones jurídicas, sino con el descubrimiento de un nuevo modo de nivelar el mundo, de hacerlo concordar con la idea original de Dios. Es ésta la manera de hacernos lo que somos: Hijos de Dios. Tomar en nuestras manos el rumbo de nuestra singladura, hacernos responsables de nuestra acción y asumir como propia la llamada universal de Dios dejando atrás aquello que nos aleja de ella. Así podremos entonar a coro el mismo canto que el salmista y cantar la gloria que se descubre en la vida plena de todos los hombres.

Sin Peladillas

sábado, 4 de enero de 2020

COMO EL AVANCE DE LAS TIENDAS. Domingo II Navidad


05/01/20
Como el avance de las tiendas.
II Domingo después de Navidad                                                          Para ver las lecturas pincha aquí
Si 24, 1-2. 8-12
Sal 147, 12-15. 19-20
Ef 1, 3-6. 15-18
Jn 1, 1-18
Según la tradición bíblica la Palabra es la potencia creadora de Dios. La literatura sapiencial nos trae la imagen de la sabiduría presente en la creación y como moradora en la tienda de Jacob. La primera reflexión cristiana ve a Cristo presente ya en el momento de la creación, identificándolo con esa misma sabiduría. Y la reflexión más tardía retoma la imagen bíblica tradicional para decir que fue esa potencia creadora la que se hizo carne y puso también su tienda entre los suyos. Jesús el Cristo es comprendido a la luz de la antigua imagen de la sabiduría e identificado con la potencia fecunda de Dios.
Esa potencia se ha hecho uno de nosotros, compartiendo la totalidad de nuestra naturaleza. Que tan sólo un ser humano sea capaz de albergar a Dios, demuestra que todos lo somos. Si no fuese así, su humanidad quedaría escamoteada. Jesús no fue lo que fue solo por ser divino, sino por permitir que su naturaleza fuese perfectamente humana. Lo definitivo del ser humano habitado por Dios se puede medir por su capacidad de afrontar el mundo con la misma sabiduría divina, de verlo no con sus ojos, sino con los ojos de Dios sin dejar de habitar entre las tiendas de los hombres. Nada humano le es ajeno y todo lo comprende según Dios. No es este un privilegio exclusivo de este bebé recién nacido; es vocación para todos y cada uno de los seres humanos elegidos en Cristo para ser santos por el amor y destinados a ser, por él, hijos de Dios. Por el amor que nos tenemos unos a otros alcanzamos la santidad e imitando a Jesús el Cristo, desplazando nuestro interés hacia el exterior olvidándonos de nosotros mismos, activamos la filiación que anida en todos nosotros.
Imaginemos ser efesios por un momento. Por nosotros dice el autor de la epístola que ora constantemente; para que acojamos de Dios la sabiduría que nos brinda, para que nuestro corazón comprenda la esperanza a la que nos llama y descubra toda la gracia que en nosotros se derrama. Santidad es ese estado en el que se percibe esta gracia y se ve el mundo con los ojos de Dios, con la sabiduría que podemos por fin percibir gracias a la inmediatez de la encarnación. Ser creativos como la Palabra, como Jesús el Cristo, saber mirar al mundo con los ojos de Dios, con su mismo amor de Dios y buscar la felicidad de todos; no conformarnos con el orden existente sino procurar aquello que es necesario para que cada uno se descubra por fin acogido y amado como hijo. Orar no es pedir favores ni milagros, sino colocarse en la tesitura de comprender la situación, analizar el mundo sabiamente y actuar llevados por el amor.  Son tres momentos en uno que actúan inseparablemente
Somos como el avance de las tiendas. La misma lona que proporciona sombra y refugio se proyecta en nosotros para ofrecer ya algo de esa sombra, para adelantar el descanso al caminante. La Palabra puso su tienda y nosotros somos el filo del arado que abre el surco. Somos carne igual a la carne que ansía oír la buena noticia e igual a la carne asumida por la Palabra. Somos humanidad idéntica a la humanidad que vive ya para siempre en  el seno de la trinidad e idéntica a la que espera la luz que la saque de las tinieblas. Los lazos de sangre se han anulado para rendirse ante el único lazo posible: la humanidad que nos une a todos en y con Dios. 

Eugène A. Girardet (1853-1907). Bedouins dans le désert