domingo, 24 de septiembre de 2017

Domingo XXV Ordinario

24/09/2017
Domingo XXV Ordinario
Is 55, 6-9
Sal 144
Flp 1, 20c-24. 27a
Mt 20, 1-16
Decir “Nadie nos ha contratado” es lo mismo que decir “Nadie ha confiado en nosotros”. El dueño de la viña se pasa el día recorriendo la comarca para encontrar  aquellos a quienes nadie concede una oportunidad. A quien se deja encontrar él lo envía a sus campos. Lo cierto es que no es sencillo ocultarse en la plaza, esperando a ser llamado, expuesto a las miradas de los capataces y de los viandantes. Todo el mundo sabe dónde están. El criterio de Jesús es distinto al nuestro, sus caminos y sus planes no son los nuestros, pero él no nos cierra la puerta. Podemos volvernos a él siempre que abandonemos nuestra perspectiva y adoptemos su mismo sistema: acercarnos a quien nadie quiere para acogerlo en nuestra parcela, en nuestra casa, en nuestro corazón. Compartir con los últimos nuestra realidad nos franquea el paso al camino del Señor, nos revela el misterio de sus planes; nos aleja del malvado y del criminal.
Cerca de estos pensamos tener derecho a una mayor paga por llevar ya gran parte de la jornada trabajando sin prestar atención a nada más que a la obra que va creciendo, sin ceder a distracción alguna, olvidando a quienes quedaron fuera. Esa es su elección. No es esta la fecundidad que el Señor espera; es aquella por la que Pablo suspira, la que se acerca al corazón de todos los hombres y fructifica en ellos produciendo una nueva visión… el mundo según Dios, la realidad transfigurada que desvela  su más pura esencia. Experimentar el amor de Dios que te llama y te envía, que te transforma totalmente, te hace salir a las plazas y los caminos para encontrar nuevos compañeros, nueva familia. Pero también te hace anhelar la muerte, la partida hacia su seno para fundirte con él. Así lo confiesa Pablo y muchos otros después de él. Sin embargo, vivir volcado hacia los demás y ser testigo de la realidad del Reino que crece en ellos como en ti mismo, te permite renunciar a ese impulso y elegir permanecer en la viña hasta que todos puedan ser incluidos, injertados y florecer en un tronco nuevo.
Ésta es la paga universal para todos: florecer alimentados por una savia nueva, fructificar según la bondad de Dios que alcanza a todos sin diferencia y nos hermana radicalmente en la experiencia de su cercanía, de su clemencia y misericordia.  No es necesario que todos vayamos a la vez y que todo lo hagamos igual. Lo único necesario es que en la raíz de nuestra vida exista esa bondad que Dios derrama sobre todos y la única renuncia que se nos pide es la renuncia a manipularla a nuestro favor. 


Viña florecida

domingo, 17 de septiembre de 2017

Domingo XXIV Ordinario

17/09/2017
Domingo XXIV Ordinario
Si 27, 33 - 28, 9
Sal 102, 1-4. 9-12
Rm 14, 7-9
Mt 18, 21-35
Recordar lo inmerecido de la misericordia de Dios con nosotros es la llave que abre nuestro corazón para dejar derramarse en el mundo el amor que nos habita. Decir misericordia es decir amor de Dios; su mismo ser y obrar. Quedamos presos de la imagen del Amor entregándosenos porque no podemos imaginar cómo corresponder a ese movimiento infinito que descubrimos en él al acercársenos.
Ignoramos la medida real de su acción del mismo modo que ignoramos el alcance real y último de las nuestras. Los diez mil talentos y los cien denarios tan sólo expresan la desproporción entre la una y las otras. Entre lo mucho recibido y lo poco entregado. Estamos insertos en la cadena de hechos y relaciones que va configurando el mundo y quedamos atrapados en su mecanismo. Sin embargo, podemos imitar su proceder. Abandonar el terreno propio y salir al encuentro del otro para entablar con él un vínculo amoroso que pueda sanar cualquier otro, que trascienda y enmiende ese mecanismo en el que anónimamente nos enronamos unos a otros.
Descubrir la realidad del Amor que nos alcanza es intuir su hondura y percibir que frente a nuestra desafección es mucho más rica su clemencia y que su ira tan sólo nos alcanza cuando le traicionamos volviéndonos contra el hermano y olvidando el gesto que, por pura gracia, nos había dedicado esperando suscitar en nosotros un acercamiento a los otros que nos introduzca en la universal red de solidaridad que su Espíritu va tejiendo. Esta es la Vida que Dios quiere para nosotros, la vida entregada y compartida. En ella pertenecemos al Señor, a Jesús, que superó cualquier egoísmo, derramando en igual media sobre los pequeños cuanto recibía de lo alto. Vencerse a sí mismo, a su egoísmo humano en vida, le dio la victoria sobre la muerte y también eso nos lo cedió: el secreto de cómo escapar al vacío absoluto. Vaciarse para huir del Vacío. En la vida y en la muerte podemos ser suyos.  
Perdonar 7 veces es conformarse con lo extraordinario. En nuestro ADN, sin embargo, anidan los genes de lo imposible. Reconocer ese señorío de Jesús y mantener abierta la puerta, la de entrada y la de salida; es mantener el cauce libre y limpio para la corriente que desde la fuente plenifica la tierra que somos y en la que todos nos hermanamos.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Domingo XXIII Ordinario



10/08/2017
Domingo XXIII T.O.
Ez 33, 7-9
Sal 94, 1-2. 6-9
Rm 13, 8-10
Mt 18, 15-20
Reunidos en su nombre, asumiendo como propias sus opciones y el conjunto de su acción, nos disponemos a llevar su misma vida, a pasar haciendo el bien. A todos ofrecemos la herramienta que él nos brindó y con la que nosotros mismos rompimos nuestras ligaduras a un mundo demasiado empeñado en que todo era justo y meritorio. Ofrecemos el amor que nos liberó de seguir lastrados por la imparcialidad de la estricta norma. Tan solo quien ama puede injertarse en los planes humanizadores de Dios.
Dios nos soñó libres y felices y nos desveló el camino: no me olvides, no robes, no mates, no mientas, no te traiciones… alejarse de aquí es volvernos contra el hermano en el que Dios habita, faltar al amor que somos, cediendo ante otros guías. Nuestra historia y experiencia nos hace reaccionar de modo diverso a cada uno. Nuestra palabra, como hijos de Adán, no debería atenerse a exigir el respeto a la norma, sino a establecer lazos de comprensión con el hermano, cuya naturaleza compartimos.  Corregir es prestar más atención a la persona que a la ley; devolver al hermano la esperanza para que pueda orientar su fe apoyándose en el amor de la comunidad.
La comunidad, asamblea de personas libres, ofrece a todos el amor y cada uno decide romper con él sus ligaduras o no. La comunidad puede tomar opciones concretas que el propio Dios asumirá como propias porque en su seno mora el Espíritu, el amor de Dios en acción que anima su vida y que la hace resurgir una y otra vez de entre sus propias ruinas. El único nombre válido en su seno es el de Jesús que nos convoca a todos. Escucharlo y confesar su nombre nos evita tentar constantemente a Dios, exigiéndole pruebas y rebelarnos contra él cuando, en el desierto, creemos morir de sed. De su mano vivimos la parcialidad de Dios: la persona antes que la ley y la víctima antes que el victimario...
Tenemos así la herramienta, el camino y el lugar donde todo se hace concreto y real. Y el lugar se vuelve método: apela a la intimidad de tu hermano, no cargues las tintas en la infracción, busca en tu corazón de hijo de Adán la comprensión de sus motivos; apela a la comunidad si tu primer esfuerzo no produce fruto porque el lugar es también remedio contra lo subjetivo; es punto de vista que materializa la voluntad de Dios: que todos sean felices y el amor sea la única deuda entre hermanos. El amor, Dios mismo en cada persona y en la común unión de todos; Dios mismo animando la vida de cada uno y la vida en común de todos y de todos con el mundo; Dios que sopla donde quiere…

Ladislav Zaborsky: El Espíritu de Dios

domingo, 3 de septiembre de 2017

Domingo XXII Ordinario



03/09/2017
Domingo XXII Ordinario
Jer 20, 7-9
Sal 62, 2-6. 8-9
Rm 12, 1-2
Mt 16, 21-27
El amor nos descubre lo más desconocido del otro. Dejarse seducir es abatir los bastiones y permitir que la luz del otro ponga un nuevo orden en tu mundo. Una vez saboreado el amor, tu alma se vuelve inflamable y no queda un rincón en ella que pueda dejar de arder. Es una realidad incontenible. Percibir la vida con los ojos del amado y empeñarse en reconstruirla según ese modelo puede llevarte a cargar con la incomprensión de quienes siguen aferrados a su propio mundo, a su realidad ya conocida y domesticada. Pero no queda otra opción: hablar o consumirse.
Seguir a Jesús el Cristo no puede reducirse a cargar cruces. En la base de todo está el vuelco que el amor te da y tras el que no puedes ya seguir afrontando la realidad como ajena a ti. No cabe ya la concepción acomodaticia de quien pretende mantener el ritmo que el mundo le va marcando. Jeremías experimentó el choque entre ambas posturas y la imposibilidad de contener el amor que lo había seducido. Pablo comprendió que nuestro cuerpo, nuestra cotidianidad, está llamada a la transfiguración según un criterio definitivo basado en la solidez del discernimiento racional y en el culto espiritual testado por la ofrenda de la propia vida.
Negarse a sí mismo, dejarse seducir, poner la vida en manos de quien se confía, es el movimiento propio de quien ama y se siente amado. La razón nos permitirá prever muchas de las cruces que van viniendo. Rechazarlas es vivir todavía, como Pedro, según los criterios del propio dios interior. Tomarlas, cargarlas, es acoger a unas como consecuencia del miedo y la incomprensión de aquellos que no saben lo que hacen y, a otras, como consecuencia de una naturaleza agraviada y, en gran medida, aún desconocida. Es comprender las carencias e imperfecciones de la realidad que estamos llamados a transformar. Pero es precisamente ésta y no otra, ésta que vive aún sin descubrir el amor en el que nosotros nos gozamos. Seguir a Jesús el Cristo tiene más que ver con ese amor que con sólo cargar cruces, con el amor que, pese al oprobio del profeta e insistiendo en el discernimiento que el apóstol predica, responde al amor primero con el olvido de sí y la apertura a la globalidad, al tapiz en el que todos estamos entretejidos. Es el mismo amor que Jesús experimentó y transmitió con la sinceridad del amante que no niega su realidad antes de dar el beso: “Sígueme y vive como yo, vivirás así y terminaremos juntos”. Aceptar el amor es aceptar lo que con él viene e interpretar, según él, lo que llegue.