27/03/2022
Superando la adolescencia.
Domingo IV Cuaresma.
Jos 5, 9a. 10-12
Sal 33, 2-7
2 Cor 5, 17-21
Lc 15, 1-3. 11-32
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Dios cuida de su pueblo, pero no lo mima hasta inutilizarlo. Es un buen padre que pretende empoderar a sus hijos, no tenerlos sujetos a sus faldas. Por eso, cuando pueden volver a comer los frutos de la tierra cesa el maná. Y se reedita así aquella relación primera entre el hombre y la tierra en la que uno cuida de la otra y viceversa. La una podría vivir sin el otro, pero asilvestradamente, en su doble posibilidad de selva o erial. El ser humano, sin embargo, no podría vivir sin la tierra por eso está llamado a hacer de ella un jardín en el que todos tengan cabida. Y lo hace con su trabajo, con aquello que le da sentido. Lo propio del hombre y de la mujer es transformar el mundo para que pueda ser un sitio habitable por todos. Por eso, tras la liberación y el desierto llega el trabajo, no la dependencia que sería una nueva esclavitud y Dios no quiere esclavos. Quiere hijos autónomos y trabajadores.
Algo hemos avanzado desde el Génesis, aunque sólo sea en autonomía, porque allí Caín contestaba con evasivas a la pregunta de Dios acerca de su hermano mientras que el hijo mayor de la parábola es capaz de encararse al Padre y exigirle respuestas exponiendo un criterio objetivo: este mal hijo tuyo se lo ha gastado todo en hacer justo lo contrario a trabajar y hacerse hombre; ha derrochado todo el capital y ha traicionado a a su familia, a la Ley; no merece una fiesta de bienvenida. Algo se ha avanzado, sí, pero no lo suficiente todavía. A lo que se ha adelantado en independencia le falta aún que se le añadan muchos logros en fraternidad. Lo importante, reconoce el Padre, es que éste estaba perdido pero ha vuelto a casa. Y nadie dice que tras la fiesta no vaya a tener que trabajar como hacía antes y como nunca dejó de hacerlo su hermano mayor. El hijo pequeño ha descubierto por sí mismo que la falta de trabajo, de objetivo, de raíces, de sentido lleva al embrutecimiento. Pero aún le mueve el hambre y le pesa demasiado el miedo. Por eso la acogida del Padre le descoloca, pero para poder cantar la canción del salmista necesitará todavía retornar a esa relación original que su hermano mayor tampoco entiende aún porque la vive como imposición y amenaza, porque espera heredar algún día, cuando falte el Padre que ahora fiscaliza todos sus esfuerzos. Mientras tanto, lo va almacenando todo en una alcancía que pueda presentar como aval en el momento definitivo y no se atreve a gozar de lo que ya es suyo, ni de los bienes que el Padre le daría si él se animase a cogerlos, ni de la sincera compañía que le ofrece pero él interpreta como vigilancia.
Los hijos siguen aún en una adolescencia a la que le falta reconocer no sólo el propio mérito sino cultivar la autocrítica y el aprecio por el esfuerzo ajeno. El Padre, por su parte, por medio de su Palabra y de quienes han creído en ella, exhorta continuamente a la reconciliación. Reconciliarse es pacificar las relaciones que mantenemos entre todos nosotros, con la naturaleza, el mundo en construcción, y con Dios mismo que no lleva cuentas del delito ni de las culpas. Todo eso está ya superado en la persona de Jesús el Cristo que restañó todas las heridas precisamente desde la inocencia, revelando la verdadera naturaleza de Dios y la del ser humano. Asociándonos a su práctica y adhiriéndonos a su persona todos somos por él justificados; superamos la adolescencia que tanto nos pesa aún.
Superando la adolescencia. |
Imagen: Francis Robles (2010). Fragmento del mural de la capilla Teshuvá. Monasterio de la reconciliación. Becerril de los Campos (Palencia)