28/01/2024
Elecciones.
Domingo IV T.O.
Dt 18, 15-20
Sal 94, 1-2. 6-9
1 Cor 7, 32-35
Mc 1, 21-28
Si quieres ver las lecturas pincha aquí
La presencia del Señor es abrasadora. Por eso el pueblo pide no escuchar más su voz, ni ver el fuego tras el que él les habla. Lejos de molestarse, Dios comprende que es normal. Es tal la distancia entre él y el ser humano que para ser salvada exige una cantidad de energía que resultará letal para la creatura. Por eso Dios promete suscitar un profeta tan grande como Moisés pero cuyo contacto no dañe a nadie. Él será quien revele la voluntad divina.
Jesús presenta rasgos que hacen pensar a la gente que él debe ser ese profeta esperado. La autoridad de su doctrina llama la atención. Jesús habla en las sinagogas y su palabra se ve reforzada por sus hechos. Predica en un recinto sagrado y actúa extendiendo esa sacralidad fuera del recinto. Hoy le vemos practicando un exorcismo; libera a un hombre de un espíritu que lo domina. Expulsando a esa presencia maléfica el mundo se parece más a la realidad querida por Dios y su reinado se ensancha más allá de los muros de la casa de la asamblea. Es la acción la que confiere autoridad a sus palabras. Lo que dice debe ser cierto, pues hace lo que Dios hace; luego viene de su parte. Destruyendo el mal dilata la sacralidad del mundo. Por su medio, Dios vuelve a invitar al pueblo para que no endurezca el corazón como en los tiempos del desierto. Ellos podrán entonar el canto del salmista como respuesta.
Como Jesús, también Pablo acude a las sinagogas y allí habla. Aunque no todo se reduzca a él, el método tiene su importancia. Para Pablo el fin de los tiempos es inminente y esta circunstancia justifica que se trabaje en exclusividad para acelerar la implantación del reinado de Dios. Como ya hiciera Jesús, ese trabajo se realiza también fuera de las sinagogas. Pablo quiere liberar no solo a los endemoniados de manual, como hemos visto hacer a Jesús, sino a quienes ven lo humano como un impedimento para llegar a Dios. Todas las realidades humanas, institucionalizadas o no, exigen, por su propia dignidad, gran esfuerzo y dedicación. Dios podrá reinar en el mundo a través de ellas cuando se cuiden y cultiven con sinceridad atendiendo desde ellas al bien de las personas, las de dentro y las de fuera. Sin embargo, es posible que haya quien piense que, dedicándose a ellas, se le quita tiempo y entusiasmo a la relación con el Señor. También es posible que haya quien piense que dedicándose a ellas no debe ya ocuparse de nada más. Ambos extremos son desproporcionados. Pablo nos quiere sin preocupaciones en el trato con el Señor, esto es lo principal, y también nos propone una cosa noble: una elección sincera que se realice mirando al propio corazón y valorando las propias capacidades. Este puede ser un tercer criterio para añadir a los dos de la semana pasada. Y gracias a él sanar, liberar al mundo desde el interior de las realidades humanas santificándolas; es decir, separándolas de una concepción privatizante y egoísta para hacerlas plenamente humanas. Es significativo que refiriéndose al matrimonio coloque Pablo en la misma tesitura a hombres y mujeres. No hay distinción posible; en esta institución y en cualquier otra, todos estamos llamados a dar lo mejor de nosotros mismos sin por ello descuidar la relación con el Señor. Necesitamos para ello redescubrir y vivir plenamente lo humano renunciando a enfrentar unos espacios contra otros y promover la libertad para que cada uno y una se injerten dónde y cómo vayan descubriéndose más necesarios y realizados.