31/10/2021
La común unidad.
Domingo XXXI T. O.
Dt 6, 2-6
Sal 17, 2-4. 47. 51ab
Heb 7, 23-28
Mc 12, 28b-34
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Le preguntan a Jesús por el resumen de la Ley, por su núcleo irrenunciable y su respuesta afirma diáfanamente la imposibilidad de separar a Dios del ser humano. En su mutua dependencia está el valor de ambas frases. Por un lado, el amor a Dios era exigido por la Ley como centro fundamental sobre el que debía gravitar la vida de todo el pueblo. Todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas de cada uno de los hebreos debían ponerse en ese Dios que era único. El politeísmo anterior presentaba un mundo dividido en miles de dioses, fuerzas que actuaban de forma caprichosa y muchas veces unas contra otras. El Dios de Israel era tan sólo uno. No cabe la división ni es posible contradicción alguna. Contra todas las ideas grandilocuentes y, a menudo, estrambóticas, de las gentes Dios es un ser sencillo. Es unidad que se muestra en su obrar a favor del ser humano, representado en ese pueblo elegido para ser muestra de su amor, no un privilegiado a costa de los demás. Y su anhelo principal es que todo su pueblo transparente la misma unidad interior de modo que la humanidad entera ansíe también esa vivencia. Por otro lado, es el amor a los demás lo que hace realidad esa transparencia hasta tornarla transfiguración.
Jesús clarifica ese deseo divino: que el prójimo no te importe más que tú mismo. Ámale como tú mismo esperas ser amado. El amor es lo que nos une a todos los demás, pero el amor no es un sentimiento altruista, ni una receta de desposesión, ni una guía para buscadores de la perfección. El amor es Dios mismo. Es el reconocimiento de Dios en los demás sin que ninguna otra percepción pese más que esa y sea capaz de apartarnos de ellos. Toda la Ley cabe aquí y cuando este reconocimiento no se da no hay ley alguna que pueda compensarlo. En eso consiste el reino de Dios; en reconocerlo real, vivo y presente en toda la creación y en cada prójimo. Si el otro alberga en sí el mismo principio vital que yo no tiene sentido desearle ningún mal; no es posible más que mirarlo con los mismos ojos amorosos, por igual exigentes e indulgentes, con que nos miramos a nosotros mismos; no cabe sino confiar en ellos y ponernos en sus manos pues son tan divinas como las nuestras. En el amor que es Dios alcanzamos la verdadera comunión que trasciende cualquier frontera o dimensión.
Mientras tanto, necesitamos aún mediadores que nos recuerden este carácter unitario que nos pasa desapercibido con tanta facilidad. Y la novedad de Jesús consiste en su carácter de mediador definitivo, conseguido gracias a que se ofreció a sí mismo alejándose de la realidad adversa a Dios que llamamos pecado. El pecado es el olvido de los otros en beneficio propio; pensar que es posible acercarse a Dios a través de holocaustos, sacrificios y rituales sin que importe nada más. Cuando el olvidado es uno mismo y el beneficio buscado es el de los otros, Dios se hace verdaderamente presente y se instaura una indisoluble unidad a tres bandas: Dios, yo y el prójimo. Es una nueva alianza que a todos nos convoca y compromete en la misma medida. De un modo similar a como la alianza, el juramento de Jesús con el Padre, posterior a la Ley fue capaz de producir la perfección definitiva del Hijo donde esa Ley sólo pudo crear sacerdotes imperfectos, este nuevo juramento nos perfecciona en la misma medida en que hacemos real esa común unidad querida por Dios desde siempre.
La común unidad |