28/07/2019
Cuida e intercede
Domingo XVII T.O.
Gn 18, 20-32
Sal 137, 1-3. 6-8
Col 2, 12-14
Lc 11, 1-13
Hubo un tiempo en el que pagaban justos por
pecadores, pero era en aquellos días en los que no había nadie que intercediera
a favor de nadie. Con tan solo un poco de voluntad es sencillo salvar a un
justo de la quema, pues lo ha merecido y es obligado reconocer su esfuerzo. Se
pasó así del sálvese quien pueda al reconocimiento del mérito y no es un paso
pequeño. Es, realmente, una opción muy civilizada: reconocer y respetar el
derecho de cada uno. Pero ya Abraham comprendió que Dios pedía algo más y es
que Dios, buen pedagogo, sembró la inquietud en el ánimo de Abraham para que
él, hombre valiente, pudiese descubrirla como propia y plantearla sin temor.
Abraham y Dios comparten el cuidado como rasgo distintivo. Dios cuida del mundo
entero y Abraham, de momento, cuida de su clan pero está llamado a cuidar a sus
propios hijos, por quienes se hará padre de muchedumbres. Abraham comprende que
Dios, habiendo oído el clamor que ha llegado hasta él, quiera eliminar a los
impíos. Pero en su propia experiencia ha visto que arrasar con todo conlleva
arrancar también la buena hierba y así, este hombre osado, se atreve a
plantearle a Dios si no sería mejor perdonar al malvado en atención al justo.
Es decir, si no sería ya hora de dejar clara la lógica última de Dios: respetar
y salvar a todos en atención a lo que son, hijos amados gratuitamente, y no a
lo que logran por sus méritos. El amor de unos pocos hace crecer y evolucionar al
conjunto de la humanidad. La población no asciende un escalón cuando todos sus
componentes son buenos, sino que el amor gratuitamente puesto en ella por unos pocos es semilla que terminará
produciendo el avance como fruto. Es la ósmosis de la ejemplaridad. Por eso es
importante reconocer la labor de los buenos, aunque sean pocos.
Muy a menudo, sin embargo, esos hombres y mujeres
buenos terminan sus días rechazados por la sociedad que después, con el tiempo,
les reconocerá. Es la otra cara de este proceso evolutivo. De entre todos,
Jesús fue para nosotros el caso fundamental. Por la auto-donación del inocente
absoluto se nos concedió la liberación absoluta. La entrega voluntaria que fue
su vida vino a ser para todos nosotros el ejemplo definitivo. A él le pidieron
sus amigos que les enseñase a orar, a relacionarse de tú a tú con el Padre y él
les enseñó el texto y el espíritu de ese dialogo. Reconocer y alabar como Padre
a quien descubrían como tal, ponerse en sus manos para colaborar, para
construir Reino según lo iban viviendo y cumplir su voluntad según iban
haciéndola suya, pedir para todos lo esencial de cada día y ser el primero en
perdonar para quedar libre del influjo del mal. Pedimos aquello que descubrimos
real en nuestras propias vidas; aquello que habiéndose revelado bueno para
nosotros descubrimos como lugar de encuentro con Dios, con la intención de no limitarnos
a la privacidad, sino de incluir a todos; intercediendo por todos. Como Abraham
cuidamos de nuestro entorno y estamos, como él, llamados a cuidar de
muchedumbres. La oración nos concede el Espíritu que nos orienta en la acción, que
nos dinamiza en orden a conseguir para nuestros amigos lo que es bueno para
ellos, sin detenerse mucho en falsos respetos humanos y sabiendo que eso mismo
será también bueno para todos los que lleguen disfrutarlo, aunque nos sean
ajenos. Abraham plantó una semilla: cuida e intercede. Jesús nos llama a ser uno
solo con esa semilla.
Cuida e intercede |