domingo, 30 de junio de 2019

COMO LAS MARIPOSAS. Domingo XIII Ordinario


30/06/2019
Como las mariposas.
Domingo XIII Ordinario.
1 R 19, 16b. 19-21
Sal 15, 1-2a. 5. 7-11
Gal 5, 1. 13-18
Lc 9, 51-62
Al recibir la vocación profética Eliseo deja su puesto en la fila de las doce yuntas y como despedida quema el yugo que uncía a su pareja de bueyes y sobre el fuego asa la carne de los animales para alimentar al pueblo con ella. Me resulta imposible no asociar a esta quema la idea de una libertad que todo lo inflama. Cuando la ley se entendió como una guía que lo alineaba todo sin que nada pudiese crecer fuera de ella, convirtió al pueblo en una recua incapaz de abandonar la dirección que le marcaban. Esa misma ley, en cambio, liberada de la exigencia opresora, se convierte en alimento para todos.
Estaba aquí ya implícita una semilla que tan solo Jesús supo exponer y presentar ante todos: la única forma de ayudar a los demás, es morir a uno mismo. La ley fue nutritiva cuando se dejó asar en las brasas de la libertad. Jesús pidió a todos que renunciaran incluso a lo más sagrado en beneficio de esa nueva situación que él llamaba Reino de Dios. Vayamos por partes. En una sociedad de subsistencia como lo era la palestina agraria del siglo I abandonar a tu familia era negarte a colaborar en su sustento, era una traición que sólo podía explicarse recurriendo a la locura y a la que no se respondería de buenas maneras. Todas esas tradiciones  familiares iban a ser transformadas por el fuego que Jesús decía haber traído. Todas las formas habituales de seguimiento, de vivir la religión, van a ser abolidas porque los pájaros tienen nidos y las zorras madrigueras, pero nosotros, hijos del hombre, no. No hay seguridad alguna que vaya a acogernos. Estaremos a la intemperie. Jesús descubrió el camino de la vida del que ya hablaba el salmista y comprendió que la única manera de vencer a la muerte es atravesarla con la confianza puesta en el Padre y nos ofrece ese mismo camino recordándonos la importancia de no mirar atrás. Cada uno es responsable de su respuesta y de su propia vida. Renunciar a enterrar a los muertos suponía dar la espalda a toda tu tradición, a tus raíces, era abandonar a los tuyos cuando ellos se niegan a cambiar y no se dejan abrasar por el mismo fuego que tú.
El Reino de Dios se asienta sobre la conversión de cada uno. Sobre la decisión de dejarse inflamar y arder, de servir de alimento para todos los demás. La libertad que Jesús propone no consiste en decidir esto o aquello, en ir o venir, sino en hacerse esclavo de todos por amor, en amar a todos como a uno mismo. Libérate de la ley para amar a todos, para exigir a todos como te exiges a ti mismo, para tener piedad de todos como la tienes de ti mismo. Sólo los libres pueden amar, pues quien vive preso del yugo de la ley no se ama, sino que se juzga y con la misma vara juzga también a los demás. Ámate, libérate y libera a los demás. Renuncia a tu idea de ti, a cuanto te ata y te mantiene a salvo, descúbrete no dependiendo de la ley sino guiado por el Espíritu, dejándote inflamar y ardiendo como la mariposa del cuento o la semilla que muere para producir fruto.  El Reino de Dios, construido sobre estas muertes personales, hace saltar las condiciones sociales que condenan a la familia a una subsistencia esclavizante para sus miembros y es capaz de transformar, de resucitar, a quienes, siendo testigos de tu cambio, permanezcan aún indecisos, en manos de la muerte.

Como las mariposas

sábado, 22 de junio de 2019

UN TRONO DE CANASTOS. Corpus


23/06/2019
Un trono de canastos.
Corpus.
Gn 14, 18-20
Sal 109,1-4
1 Cor 11, 23-26
Lc 9, 11b-17
Melquisedec (“rey de la justicia”), rey de Salem (“ciudad de la paz”), aparece en el libro del Génesis recogiendo el diezmo de Abraham, padre de los creyentes. La carta a los Hebreos retomará su figura para proponerlo como ideal desde el que entender el sacerdocio de Jesús, laico durante toda su vida. Justicia y paz son los dos grandes atributos de Dios. Su justicia es inseparable de su misericordia y aún no entendemos bien esa relación porque nos empeñamos en entenderla según nuestros propios parámetros.  La paz es el fruto que el don divino produce en la persona que conscientemente lo acoge. Justicia, el trato adecuado a cada uno, ajustado a sus condiciones y a su realidad; misericordia, la motivación principal de un Dios entrañable que se expresa y se relaciona amando a todos y cada uno y, finalmente, la paz, el sosiego que inunda al alma de quien se sabe amado, valorado y aceptado como es, son las tres realidades que el encuentro con Jesús trenzaba en el alma de sus contemporáneos.
Era justo que quien se había pasado el día escuchándole a él, por cuya boca hablaba el Padre, recibiera un sustento adecuado para reponer sus fuerzas y el amor por todos ellos le llevó a pedir a sus discípulos que los alimentaran. Jesús se siente responsable de todos y cada uno de aquellos que le prestan atención y se interesan por ese Reino que predica. Sus discípulos, en cambio, permanecen aún en esa lógica que les prescribe la imposibilidad de realizar tal encargo.  El milagro de Jesús es resultado de su preocupación por la gente, pero también de su voluntad de querer enseñar a sus amigos. La peor barrera es  la que cada uno levanta para proteger sus cosas, aquello que ocupa su corazón, sus posesiones, su propia comida frente a las necesidades y el requerimiento de los demás.  Vencer el egoísmo es el mayor milagro y sólo el amor justo puede lograrlo. La paz es el resultado que florece en el corazón victorioso en tal combate. De todo ello se recogieron doce canastos: doce nuevos discípulos, diferentes ya a los anteriores, iniciados en un misterio que poco a poco se les iba haciendo cercano. Aunque aún no lo comprendiesen del todo estaban ya en camino.
Vencer el egoísmo es entregarse a sí mismo. No hay otra manera. Se podrían dar muchas cosas, pero serán todas inútiles si no te entregas a ti mismo con ellas. Por abundantes que sean no dejarán de ser cosas, nunca saciarán ningún hambre. Jesús lo da todo, entrega su cuerpo y su sangre que, de algún modo, pudo intuir ya prefigurados en la ofrenda de Melquisedec. También nosotros estamos ya en camino y Jesús recoge no ya el diezmo, sino la totalidad de nuestra ofrenda vital. Podemos compartir el camino con todos aquellos que quieren vivir la vida en continua acción de gracias por todo lo recibido mientras, por el bien de todos aquellos con los que se encuentran, no se reservan nada para sí. En esta actitud de entrega viven muchas personas en el mundo, creyentes o no, y a todos ellos el Espíritu les susurra al oído: “Eres príncipe desde el día de tu nacimiento…”  Podemos ser, junto a ellos, herederos de ese Reino de lo posible  cuyo trono serán los canastos sobrantes después de que el pueblo se haya saciado partiendo de lo poco que cada uno puede aportar sin reservarse nada, ofreciendo hasta su cuerpo y su sangre. Así lo entendió y lo vivió Jesús, así lo mostró a todos y así espera que vivamos en la comunión universal que él inauguró. 

Un trono de canastos


Para Pablo

domingo, 16 de junio de 2019

A LAS PUERTAS. Trinidad.


16/06/2019
A las puertas.
Trinidad.
Pr 8, 22-31
Sal 8, 4-9
Rm 5, 1-5
Jn 16, 12-15
Dios nunca ha sido un ser solitario. Su salida de sí, su negación de la soledad lleva impresa su cualidad de ser. Su mismo ser se expande desde su renuncia para originar un mundo capaz de albergarle. La sabiduría es la comprensión del mundo según Dios de quien lo contempla sin ser él, pero es también la lógica que guía el amor del Padre que se ofrece para dar a luz lo distinto de sí. Es la razón guiada por el amor; el amor que conoce y se recibe a sí mismo al reconocerse en lo que le es entregado. Es el Hijo que se hace consciente de su existencia y se comporta como el Padre, de quien, como todo hijo, aprende su forma de ser. Así, tampoco él se guarda nada y lo entrega todo en respuesta. Padre e Hijo son Ser amorosamente entregado y recibido en mutua relación. Ser que se da y se recibe con lógica fecunda. Y la densidad de esa mutua donación es la corriente a la que llamamos Espíritu; el aliento que fecunda la sabiduría y origina la vida propia y autónoma del mundo, según la  voluntad del Padre y la imagen del Hijo. Porque aquél lo quiso y éste lo recibió.
Este amor entre Padre e Hijo al que llamamos Espíritu, a quien Jesús experimentó como origen y guía, fue quien posibilitó que Dios asumiera una naturaleza humana, haciéndola capaz de responder filialmente, de reconocerse a sí misma y de reconocer al mundo según su sabiduría. Jesús se identificó absolutamente con Dios, viviéndolo como Abba hasta el punto de tener como propio todo lo que descubría de él; lo que de él vivía en  sí mismo, en los demás y en el mundo. Por eso, al querer transmitirnos su experiencia, lo hace como directamente tomada del seno del Padre con quien todo lo comparte y nos promete el mismo maestro que nos mostrará la verdad que él ya contempla. Será el Espíritu, pues, quien derrame en nuestros corazones al amor de Dios. Amor entregado, amor recibido, amor sabio, sabiduría amorosa, amor contemplado: amor vivido, en suma.
¿Qué tendrá todo esto que ver con la vida de cada día? Preguntarán muchos. Y podríamos preguntar también ¿Qué no? El mundo, la fracción de realidad que conocemos, se inició con un gesto de amor. Nada hay dejado al azar, ni destinado a perderse en soledad. Todo está llamado a reunificarse en el amor que lo originó. Pero ese mismo amor será distinto al llegar a su culminación pues habrá recogido los frutos de su fecundidad. Su materialidad original se habrá enriquecido con la nuestra. Nuestra carne y sangre, el conjunto de nuestra experiencia humana, son la cima de la evolución que el Espíritu inició y llevan consigo a todas las demás. No en sí, sino consigo: somos la nueva arca convocada a custodiar y salvar la realidad. Empezando por nuestras relaciones personales más próximas, extendiéndolas a las más alejadas y a las que mantenemos con toda la diversidad de la vida y de la materia. Todo existe en el amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu y es esa comprensión la que nos pone a las puertas de la contemplación del misterio del que todos formamos parte. Contemplar, reconocer y actuar en consonancia con esta realidad que somos y experimentamos es la puerta de la sabiduría, del conocimiento que nos conforma, del amor que nos origina y al que estamos llamados a alcanzar en la unidad que nos constituye como pueblo, como especie y como seres vivientes. 

Andrei Rublev. Icono de la Trinidad (ca. 1411). Reproducción.

sábado, 8 de junio de 2019

LO QUE EL MUNDO NO PUEDE DAR. Pentecostés.


09/06/2019
Lo que el mundo no puede dar.
Pentecostés.
Hch 2, 1-11
Sal 103, 1ab. 24ac. 29bc-30. 31. 34
1 Cor 12, 3b-7. 12-13
Secuencia
Jn 20, 19-23
Dios no quiso permanecer alejado de sus criaturas y las hizo capaces de acogerle y amarle. Cuando una de ellas alcanzó una naturaleza capaz de reconocerse distinta de las demás y de acogerle a él conscientemente se presentó ante ella asumiendo esa misma naturaleza como propia, manifestándose ante todos los demás en un ser vivo concreto. Del mismo modo que la naturaleza divina es, desde siempre, expansiva y su condición personal le otorga una esencia dialogante por la que el Hijo recibe y acoge al Padre devolviéndole todo el amor recibido sin confiscar nada para sí, la naturaleza humana supo acoger a Dios y responder plenamente al amor recibido para descubrir en él a un Padre distinto al dios que muchos temían pero íntimamente relacionado con aquel que habló con los patriarcas, que fue predicado por los profetas y descrito por los sabios y poetas como Amor. El amor entre Padre e Hijo fue el principio vital que alumbró el mundo desde el corazón de aquél a imagen de éste, materializándose en el amor entre Abba y Jesús. Ese mismo amor es el Espíritu creador y vivificador que guió la vida de Jesús y que él nos transfiere con su aliento. Acoger el don de Dios es acoger al Espíritu que lo transporta, es acoger el amor entre Padre e Hijo; es acoger a Dios mismo que vino en plenitud a nosotros para concedernos la paz.
Esa paz es la aceptación de uno mismo y de los demás, de la voluntad de Dios como propia y de la realidad como situación que nos desborda pero no nos supera, ni mucho menos nos aniquila. En medio de cualquier circunstancia puedo acoger a Dios, reconocerle presente en un silencio que aunque a otros pueda resultar blasfemo para mí es garantía de su cercanía y no dejarme avasallar por los acontecimientos. El Espíritu nos lo enseñará todo, nos revelará la naturaleza última de cada ser y circunstancia y pondrá a nuestro alcance todas las lenguas, nos permitirá reconocer a Jesús como Señor y nos enseñará el perdón como herramienta necesaria para cimentar el mundo sobre una nueva estructura ajena a las opresiones que hemos creado al ignorarle. Esa es la paz que el mundo no puede dar.
El espíritu es el Señor de la historia. Todo se desarrolla según su aliento. Perdonar no es olvidar, sino recordar algo como pasado que debe ser iluminado por el amor y la justicia de Dios para ser sanado, redimido, para colocarlo en disposición de ser revivido según Dios. El perdón es ajeno al ser meramente natural. Es, sin embargo, lo propio de la humanidad divinamente vivida: plenamente realizada. Tenemos en nuestras manos el poder de recuperar el pasado para dignificarlo mientras aseguramos el alumbramiento de un futuro radicalmente  distinto y mejor y Dios mismo nos da libertad de usarlo como mejor entendamos a la luz del don que acogemos. En la humanidad de Jesús Dios se muestra sin disimulo alguno, pero se muestra también en cada una de las porciones de su ser único que hemos llamado dones y carismas. Son raciones manejables que hemos de poner a trabajar para que fructifiquen; son lenguas que nos acercan a los demás para poder hablarles de tú a tú; es capacidad de acoger y perdonar a todos, para construir, organizar y vivificar; es habilidad personal puesta al servicio de todos con la misma gratuidad con la que es recibida. 

Lo que el mundo no puede dar


sábado, 1 de junio de 2019

SEDUCIDOS POR LA PLENITUD. Ascensión del Señor.


02/06/2019
Seducidos por la plenitud
Ascensión del Señor
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3. 6-9
Ef 1, 17-23
Lc 24, 46-53
Los textos hacen ascender a Jesús para hacernos comprender que en él se ha consumado ya una plenitud en la que trata al Padre de tú. Se completa así un dinamismo que, sin embargo, está destinado a no concluir nunca. Dios se negó a sí mismo para hacerse lo que no era y desde la oscuridad del no-ser fue creciendo hasta hacerse realidad consciente de su excepcionalidad, de su conexión con lo divino: llegó a ser hombre, carne humana. Y en esa excepcionalidad descubrió, junto a su singularidad personal, la particularidad de su naturaleza divina. Así, el viaje de Dios abarcó todo el arco posible desde la plenitud divina hasta el no-ser y desde allí hasta la plenitud humana que se abre a la divinidad haciéndose uno con ella. Dios y hombre a la vez, en íntima relación amorosa. Esa misma relación es la que Jesús prometió a todos. El Espíritu esperado es ese amor entre Padre e Hijo que, por un lado, lo puso todo en marcha y, por otro, fue plenamente reconocido y acogido, iniciando así su recapitulación.
Mientras tanto, en la provisionalidad de una historia en permanente construcción se inicia el peregrinar de una asamblea de creyentes surgidos del compartir cotidiano de la mesa y de las fatigas del camino. Como en todo lo vivido ese grupo pudo percibir el cumplimiento de lo anunciado, pudo tener la seguridad de encontrarse en continuidad con el mismo amor que lo originó todo. Y pudo también reconocer su seña de identidad no en el triunfo según el mundo, sino en el fracaso a imagen de Jesús. No en la pompa y en los inciensos, sino en una cruz sin dorado alguno, que les devolvió a lo diario transformados en testigos del milagro de ese día a día. En medio de esa habitual irrelevancia se alumbra, también hoy, el milagro que cada uno podemos ser.
Es ahí donde el espíritu de sabiduría y revelación nos permite conocer la realidad como símbolo de la esperanza a la que estamos llamados. La verdad de la Pascua se descubre en el contacto diario con los demás, en la actualización de aquellos gestos propios del Dios que se hizo nada para manifestar su plenitud divina a través de la humana: partir el pan con los amigos; acoger a todos sin excluir a nadie; sanar a los muchos heridos por la ignorancia y desconfianza de unos pocos; resucitar a quienes son abandonados en las cunetas, cadáveres que marcan el avance de un progreso que sólo mira al beneficio dando la espalda al ser humano; aceptar que muchos no acepten todo esto y, pese a todo, no dejar de amarles; caminar juntos por senderos nuevos, incorporando las tradiciones que vivifican y desprendiéndose de interpretaciones que esclerotizan y secan el leño verde. Jesús, Cristo, según dice Pablo, es cabeza de este pueblo asambleario no porque sea su dirigente, sino porque es el espejo donde se mira, imagen de su futuro inmediato. Y este pueblo es el cuerpo de Cristo no porque se someta a él, sino porque es extensión suya aceptando su mismo destino, siendo plenitud del que acaba en todos la obra inicial del Padre. Que todo esto vaya a terminar derrumbando a los poderes del mudo no es un renuevo vengativo que se nos haya enquistado, sino nuestra esperanza absoluta en que abriendo la puerta se expandirá hasta los cofines del orbe el mismo dinamismo que nos ha seducido a nosotros. 

Seducidos por la plenitud