viernes, 30 de agosto de 2019

NATIVOS. Domingo XXII Ordinario.


01/09/2019
NATIVOS
Domingo XXII T.O.
Si 3, 17-18. 20. 28-29
Sal 67, 4-5a. c. 6-7ab. 10-11
Heb 12, 18-19. 22-24a
Lucas 14, 1. 7-14
Existe una falsa humildad que consiste en achatarse perceptiblemente esperando recibir a cambio, al menos, un reconocimiento que nos haga destacar sobre los demás. También ponerse en el último sitio del banquete puede obedecer a este impulso. Ser humilde, en cambio, es vivir en tu sitio que, sin ánimo de corregir a la parábola, no tiene que ser necesariamente el último. El sitio de cada uno es aquél donde sea dueño de sí mismo, donde se perciba la propia realidad sin autoengaño alguno  y se esté sinceramente abierto al mundo que nos rodea, abandonando cualquier fingimiento. Conocerse a sí mismo para saber qué se puede aportar al conjunto y qué es lo que necesitamos de los demás es el comienzo de la verdadera sabiduría. De la que te pone siempre a la escucha de la palabra que sólo puede reverberar en el silencioso espacio de los desposeídos de sí.
En las páginas bíblicas, compartir la mesa siempre es signo de ofrecer la vida entera. Compartir mantel autoriza el tuteo; te hermana con los compañeros. Y Jesús nos propone hoy que nos paremos a comer con esos pobres, lisiados, cojos y ciegos que  no pueden aportarnos nada material. No por simple caridad, sino por esa actitud vital de no instrumentalizar a nadie y respetar a todos procurando que todos se sientan, primero, acogidos y, después, sanados. Sanados porque no hablamos aquí de entregar pan de balde a nadie, sino de cuestionar por qué hay quien no tiene pan, quien carece de los medios necesarios para poder valerse por sí mismo o cómo es posible que exista quien vive tan aturdido y astutamente distraído que no ve la causa de sus privaciones. Y de nuevo, escuchar, para no imponer nada, descubrir lo verdaderamente necesario y colaborar con ellos sin avasallar. No podrán pagarnos ahora, pero cuando todos ellos resuciten y dejen atrás su condición de desheredados, también lo haremos nosotros dejando atrás nuestro empeño redentor. Es suficiente paga. Entonces podremos cambiar todos de sitio e ingresar juntos en el reino de los humildes; de aquellos que conocen su lugar y lo habitan apasionadamente, de quienes son nativos de su propio mundo y se empeñan en protegerlo y mejorarlo, armonizando su voz con el ritmo de todos los demás.
Sólo los verdaderamente humildes saben cuánto tienen que agradecer. Quien ha recibido ayuda puede cantar, como el salmista, la bondad de quien le socorrió. Quien se acerca al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo, al mundo actual y cotidiano donde Dios vive, puede percibirlo directamente y no ya escondido tras el fuego y los nubarrones; puede reconocerlo como juez, como criterio, en su mediador y en la asamblea festiva de todos los justos y adherirse a la alianza dejando de lado el temor por las trompetas y las voces atronadoras. Quien se sabe sanado, ya sea de aquellos  males o de este complejo de complejo de salvador, se sitúa en el lugar desde el que pueda seguir escuchando la voz que lo liberó. Y desde ese mismo lugar enseña su dignidad a los demás: “He sido sanado porque me he puesto en disposición de dejarme sanar y me he transformado en nativo de esta nueva realidad que me va dando a luz y desde la que vivo plenamente”. Y, como todos los nativos del mundo, vive en armonía con su medio y lo defiende porque es su propia vida, su propia Sión y su personal banquete al que invita a todos aquellos que andan aún ciegos, lisiados y empobrecidos. 

Nativos.

 Para todos los indígenas y nativos que en estos días tienen que ver arder su hogar en una orilla y otra del Atlántico.


sábado, 24 de agosto de 2019

BRAZOS ABIERTOS. Domingo XXI Ordinario


25/08/2019
Brazos abiertos.
Domingo XXI T.O.
Is 66, 18-21
Sal 116, 1-2
Heb 12, 5-7. 11-13
Lc 13, 22-30
La invitación de Dios es universal. Todos los pueblos están llamados a compartir la misma Vida y a disfrutarla en abundancia. Todos los pueblos y cada una de las personas de cada uno de esos pueblos. Así nos lo recuerda Isaías. De todas partes vendrán para contemplar la gloria del Señor y de entre ellos el Señor mismo se escogerá pregoneros de la buena nueva que lleguen hasta el confín del mundo y servidores que atiendan a todos. La ofrenda para el Señor va a consistir en miríadas de hermanos que habíamos dejado olvidados por el camino. Nadie está destinado a quedarse fuera, tal como parecía pensar el anónimo interlocutor de Jesús. Pero mira tú por dónde, es a nosotros a los que se nos recomienda esforzarnos para superar la puerta estrecha. Y ésta, como todas las correcciones nos resulta desagradable. ¿A santo de qué nos sale ahora con esas? Nuestro orgullo nos impide ver que ese aviso está movido por su misericordia y fidelidad paternas.
Identificamos esa puerta estrecha con el sufrimiento y el sacrificio y, ciertamente, nos plantea una dificultad pero mucho más complicada. Nos exige tener que pasar solo y sin bultos que nos atoren. Solos, porque todos estamos llamados a la responsabilidad y porque no nos sirve subirnos al carro de lo que ya han hecho o están haciendo otros. Sin equipajes ni impedimenta (ya el nombre lo dice bien clarito) dejando atrás cuanto contradiga esa vocación universal que compartimos con todos.
Esa puerta estrecha nos lleva primero a nosotros mismos, invitándonos a afrontar con valentía esa posibilidad de explorarnos y de conocernos para poder liberarnos de todas las mochilas que hemos ido colocándonos. No es sencillo y puede ser, incluso, una experiencia dolorosa. Pero penetrar en nuestra angosta realidad es una invitación a crear un silencio en el que sea posible escuchar la llamada original al no encontrar nada que pueda sofocarla ni obstaculizarla. Una vez que nuestro interior se ha silenciado y espaciado, el exterior se nos ensancha para albergar un mundo nuevo. Así, nos situamos ante la realidad decididos a dejar libre todo el espacio posible para que nuestros brazos puedan abrirse para acoger a todos sin que nadie quede fuera.
A esa misma realidad se entra también por una puerta estrecha que nos hace dejar fuera visiones generales o perspectivas prefabricadas. No será fácil. Ya hemos hablado otras veces de la incomprensión de los profetas y de la soledad de los justos. No todo puede reducirse al blanco o al negro y la realidad será siempre compleja, pero nunca dejará de ser digna de nuestro abrazo. Ninguna puerta es tan estrecha que no nos permita pasar abrazados a otro ser humano. En nuestra responsabilidad reconocemos la necesidad de acoger y dejarnos acoger recíprocamente. Si en verdad todos estamos invitados a una única fiesta que estaba pensada para todos, se hace evidente la necesidad de un abrazo universal y de la renuncia a análisis estratégicos para que todos podamos llegar a compartir la contemplación y el disfrute de la gloria del Señor: la vida plena, según dijo el sabio. La gran sorpresa no será sólo ver cómo entramos con aquellos que nunca pensamos ver entrar sino también, en no menor grado, vernos a nosotros mismos transformados en lo que nunca pensamos llegar a ser. 

Brazos abiertos

sábado, 17 de agosto de 2019

LA ALTERNATIVA. Domingo XX Ordinario.


18/08/2019
La alternativa.
Domingo XX T.O.
Jer 38, 4-6. 8-10
Sal 39, 2-4. 18
Hb 12, 1-4
Lc 12, 49-53
Para cualquier profeta es molesta su vocación. Se hace imposible mantenerse fiel a la Palabra y cosechar el éxito tal como el mundo lo entiende. Así son las cosas: dime cuanto éxito y reconocimiento consigues y te diré cuán lejos estás del reino de Dios. Todo verdadero profeta es incómodo. Es, en verdad, lo más parecido al tábano que nunca puedes abatir y siempre termina por morderte. A Jeremías, en esta ocasión, quisieron sepultarlo vivo en el lodo y Jesús anuncia que ha venido a traer fuego para incendiar este mundo. Pese a su maltrato, Jeremías no varió su postura ni un ápice, dando testimonio de fidelidad a la misión recibida y Jesús, siendo plenamente fiel, se muestra además impaciente por que el mundo arda. Fidelidad e impaciencia son características propias de los enviados. Y han sido cientos los enviados que nos precedieron. Todos ellos conforman esa gran nube de testigos que nos sirve de modelo. Tal como ellos hicieron, corramos también nosotros nuestra propia carrera a imagen del propio Jesús que nos precede a todos.
Y sigamos el ejemplo de Jesús para todo. Lo que Jesús vino a ofrecer fue una alternativa: la gran alternativa. En su tiempo, la sociedad se había desarrollado dejando fuera a gran cantidad de gente que se veía obligada a subsistir como pudieran. Aunque ahora, nosotros, estamos mejor que ellos, no hemos conseguido superar ese lastre tan descorazonador. No sólo no lo hemos superado sino que, entre todos, lo hemos universalizado. En tiempos de Jesús era corriente que la organización religiosa conviviese más o menos pacíficamente con esta realidad pese a que los profetas llevasen años criticando esta situación. Aunque ahora, entre nosotros, nadie podría honradamente hablar de un desentendimiento de las instituciones religiosas respecto a las necesidades del mundo, sí podríamos plantear la cuestión acerca de cómo entendemos la religión para haber hecho de ella algo tan alejado de la simplicidad del evangelio: “Que todos tengan vida”.
Si Jesús tenía prisa por quemar el mundo no era por desertizarlo, sino por eliminar el rastrojo que impedía convertirlo en un terreno verdaderamente fértil. Jesús ofrece la alternativa que el Padre le ha revelado; la alternativa a nuestra primera respuesta. Dios habla, se revela de distintas maneras y el ser humano construye su respuesta con lo que tiene a mano, con aquello que conoce. Toda religión es una respuesta humana y es limitada, y por algún lado falla. Jesús ofrece su alternativa: deja atrás todo aquello que ya sabemos que no funciona y, en su lugar, coloca en el centro al ser humano más empobrecido y desvalido y de ese último ser humano te llegará el único reconocimiento seguro para confirmar tu andadura por el buen camino. Esa es la verdadera religión predicada por todos los profetas y el criterio de autenticidad. Ya sea que hablen bien o mal de ti, pregúntate quien lo hace y tendrás tu respuesta. Antes de aceptar premios o reconocimientos, pregúntate quién te lo ofrece y si con eso los últimos avanzan mucho o poco. Al profeta auténtico le queda tan sólo el consuelo del salmista, saber que Dios le levantará de la fosa, pero le sigue consumiendo la impaciencia por ver el mundo arder. El motivo de la impaciencia de Jesús es poner fin al sufrimiento de tantos, porque ese es el fin de cualquier religación con lo divino: Que todos sonriamos juntos. 

La alternativa

sábado, 10 de agosto de 2019

SOBRE LA PRUDENCIA. Domingo XIX Ordinario.


11/08/2019
Sobre la prudencia
Domingo XIX T.O.
Sb 18, 6-9
Sal 32, 1. 12. 18-20. 22
Hb 11, 1-2. 8-19
Lc 12, 32-48
Insiste Jesús en que no nos apeguemos a las riquezas materiales. Somos de naturaleza enamoradiza y el corazón se nos pega al tesoro sin que podamos remediarlo. Es por eso que conviene distinguir bien un tesoro de otro. Amamos aquello que da sentido a nuestra vida y, sin excepción, ese sentido nos va definiendo. Cuanto más nos gustamos más nos amamos. El único problema es encontrar el gusto en aquello que nos construye como si fuéramos bienes intercambiables: piezas fijas en un tesoro que encadena a otros.  Jesús, por el contrario nos invita a estar siempre preparados para el cambio. La cintura ceñida… con esas fajas que se ponían para trabajar los hombres de campo; con las lámparas encendidas… para mantener claro el criterio que rompe la oscuridad. Es ese criterio lo que nos hace prudentes. Y resulta que prudencia no es el simple precaverse, ni el conservar lo recibido con la excusa de entregarlo igual. Según la tradición de la Iglesia, el hombre prudente es aquél capaz de discernir ante las nuevas situaciones y optar por aquello que en el momento sea más conveniente para mantener la fidelidad al mensaje inicial: “Amaos”. Acertadamente se dice que ante situaciones nuevas, deben implementarse medidas nuevas. Que la revelación es una experiencia histórica se percibe en esa complejidad creciente que hace del mundo un sitio tan cambiante en el que nada nuevo hay pero donde nada aparece dos veces con la misma piel.
¿A quién colocará el Señor al mando de todo esto? pregunta Jesús a los discípulos, un tanto despistados. Y les responde él mismo: A quien ya se comporte así. La Iglesia no es lugar donde lucir títulos; no porque todos deban dar un paso atrás presumiendo de humildad, sino porque nadie tiene que esperar a recibir el encargo para empezar a desempeñarlo. Todos somos responsables, no hay cabecillas ni francotiradores. Mucho se nos ha dado; levanta la cabeza y mira a tu alrededor. Y se nos ha confiado, nada menos, que a todos nuestros hermanos, comenzando por los más próximos. Si sólo custodiamos los bienes recibidos, sin hacerlos fructificar ¿A quién beneficiarán? Si, por miedo a que  se extravíen, tan sólo exhibimos a quienes deberíamos colocar en el camino de la búsqueda ¿Cómo van a encontrar nada? No hay ninguna diferencia entre eso y vapulearles como a los pobres criados de la parábola.
Como nuestros padres hebreos vivimos en el preanuncio de lo que ha de suceder, para que, al verlo, reconozcamos a aquél en quien hemos creído. Y la señal de reconocimiento es que lo bueno para nosotros no lo es para los demás, porque resulta que Dios no es imparcial y colocándose del lado de unos lee la cartilla a los demás. La fe no es creer lo que no se ve; es ver aquello que para los demás es invisible. Aquello que es intangible para quien sigue acumulando riquezas y para quien se empeña en hacer ostentación de las tradiciones como si fueran inamovibles. La fe nos salva de la muerte donde encallan quienes se aferran a  lo visible y a lo racional y renuncian a esperar con mayúsculas, poniendo de nuestra parte para que esa opción divina pueda materializarse y ser efectiva y sanadora para todos: para los liberados y para los que se creían libres sin advertir su propia esclavitud. Quien no dejándose capturar consigue esto en el lenguaje de su propia generación es, realmente, una  persona prudente. 

Sobre la prudencia

sábado, 3 de agosto de 2019

DE LOS ÍDOLOS. Domingo XVIII Ordinario.


04/08/2019
De los ídolos.
Domingo XVIII T.O.
Qo 1, 2; 2, 21-23
Sal 89, 3-6. 12-13. 17
Col 3, 1-5. 9-11
Lc 12, 13-21
Jesús no se dejó atrapar. Se dio cuenta, en éste como en otros casos, de que querían aprovechar su popularidad para obtener beneficios espurios. Con toda claridad, renuncia a mediar en un litigio que se situaba en el nivel meramente material y a partir de ahí condena el afán de acumular riquezas y aconseja que se busque ese otro tipo distinto de riqueza que es bueno a los ojos de Dios. El cuento de la lechera, en el que todos caemos tantas veces, no es compatible con quien decide vivir al día, como los lirios o los pájaros, confiando en el cuidado de Dios. En realidad, tampoco nos dice en qué consiste esa otra riqueza, señal de que quienes le estuviesen oyendo ya lo sabían o de que el evangelista no quiso aquí proponer una lista cerrada, tal vez ya intuía lo mucho que nos gusta agarrarnos a la norma.  San Pablo, sin embargo, prefiere decirnos lo que no hay que hacer y nos habla de aquello que es bueno evitar: todo lo que hace mal al hermano. Una sexualidad que instrumentalice al otro; una vida que traicione la naturaleza que somos y el destino al que estamos llamados; dejarse llevar únicamente por las apetencias, reduciendo la pasión al motor de una satisfacción instantánea; el apetito desmedido por acumular mucho más de lo necesario, privando de tantos bienes necesarios a los demás y, finalmente, el apego a la riqueza monetaria como forma de seguridad que es, además, una idolatría. De esto último nos estaba hablando hoy Jesús.
Y aún dice Pablo: “No os mintáis unos a otros”. Ya habéis renunciado al hombre viejo. Vivid como hombres nuevos sin quebrantar la confianza de vuestros hermanos. Donde no cabe ya distinción alguna entre unos y otros, todos son, por fin, una fraternidad y se relacionan como tal. Todos han dejado ya atrás esas riquezas a evitar y buscan las celestes. Esas riquezas que agradan a Dios resultan ser, pues, los tesoros que acumula quien persigue el bien de los demás. Habiendo muerto con Cristo, continua Pablo, estamos con él, escondidos en Dios. Y Dios habita, como ya sabemos, en el interior de cada ser humano. Allí donde mora Dios, en lo más íntimo de mí, moran también mis hermanos tal como moro yo en ellos. No puedo mentir a quien reconozco vivo en mí mismo. Si esa mentira se da es el anuncio de que vivo aún más pendiente de mí que de los demás. De que aún no he muerto con Cristo, sino que sigo los impulsos de mi propia vanidad. Ella me convence de que soy yo el centro del universo y me incapacita para percibir que es la bondad del Señor la que hace verdaderamente prósperas nuestras obras. Ese es el espíritu idólatra, el que necesita asegurar su centralidad manteniendo la pujanza y el reconocimiento social y exige rendir pleitesía al dinero como signo de poder y herramienta que enderece todos los senderos.
El dinero tiene su utilidad en este mundo que hemos construido. Pero es una poderosa arma de doble filo.  Quien lo posee adormece su cuerpo y su conciencia: descansa, come, bebe y banquetea. Es un programa de evasión completo. No hay mejor imagen de un ídolo. Quien, por el contrario, se mantiene en el filo entre su propia aceptación y la realidad que Dios le descubre consume lo necesario, se reconoce llamado a la trascendencia y a la comunión con todos y con todo y vuelca en todos su ser y su experiencia: simplemente come, reza y ama con y en la profundidad del instante. 

De los ídolos