sábado, 26 de enero de 2019

EN CAMINO HACIA EL REINO. Domingo III Ordinario.


27/01/2019
En camino hacia el Reino.
Domingo III Ordinario.
Neh  8, 2-4a. 5-6. 8-10
Sal 18, 8-10. 15
1 Cor 12, 12-30
Lc 1, 1-4; 4, 14-21
Las páginas bíblicas nos legan el testimonio de un pueblo reunido en torno a quien lo ha liberado de la esclavitud otorgándole la libertad y devolviéndole la dignidad. Y no sólo una vez. Ocurrió ya en los tiempos de Moisés y volvió a ocurrir en los de Esdras y Nehemías, que hoy nos sirven de marco para la afirmación de un pueblo reunido en torno a un Dios real que se ha manifestad activo y favorable a él en la historia. En torno a ese Dios, representado en su palabra se reúnen hombres, mujeres y cuantos tienen uso de razón: una comunidad capaz de escuchar, de acoger y de festejar. Un pueblo dispuesto a orientar su vida según esa palabra.
Ese pueblo se descubre como un organismo vivo en el que todos son importantes y necesarios, donde nadie sobra y todas las funciones se deben realizar coordinadamente. Todavía en el texto de Pablo podemos encontrar el recuerdo de viejas concepciones que parecían otorgar cierta preeminencia a unos miembros sobre otros. Esta ha sido siempre la gran tentación. Pero el fin de este pueblo, de este organismo vivo, se orienta hacia la transformación en Reino. El Reino no es una entelequia abstracta; no es un lugar. El Reino es el amor de Dios desbordándose y derramándose sobre todos y cada uno de los seres humanos, sobre todos y cada uno de los rincones de la realidad, de la creación. Dios es amor capaz de llenar el universo. Pero mientras este universo se va llenando existen zonas de oscuridad, existe aún quien no se ha articulado con el conjunto del cuerpo.
Durante mucho tiempo se ha pensado que Dios estaba en su cielo, a la espera de que llegásemos; de que nos articuláramos con lo ya establecido y nos incluyéramos en ese dinamismo corporal. Sin embargo, va apareciendo la conciencia de que Dios no está quieto. Si Dios es amor que se derrama, está allí donde ese amor llega. El cielo no es el lugar, o el estado, donde Dios está esperando. No. Dios habita y se entrega al ser humano allí donde ese cielo se encarna en situaciones concretas de justicia, solidaridad, dignidad, reparación y participación. Dicho brevemente: Dios no está en el cielo; el cielo está donde está Dios. Este es el gran mensaje de Jesús. El criterio definitivo para descubrir a Dios en el mundo, para percibir su Reino extendiéndose es que está allí donde los ciegos ven, los cautivos y oprimidos son liberados y donde se proclama el año de gracia que el Espíritu extiende horizontalmente, nivelando a todos los hombres y mujeres, articulándolos con el resto del cuerpo, incluyéndolos en el Reino.  Pablo dirá en otro lugar que Cristo es la cabeza de ese cuerpo. Jesús nos revela a todos cómo descubrir y activar el Reino. Se coloca en cabeza, en primera posición, nos precede como primogénito en el camino hacia el Padre. El cuerpo no es el Reino, sino que está en camino hacia él. El Reino en su plenitud es Dios mismo amando a todos y todos amándose entre sí. Estamos en camino hacia la plena aceptación y realización del amor de Dios en el mundo más allá de formas y prácticas concretas. Toda la humanidad tiene los ojos fijos en nosotros. Ojos expectantes, curiosos, altivamente divertidos o suplicantes. La postura de la humanidad ante Dios es una postura ante la realización concreta de su amor por parte de los creyentes, de todos ellos, de todos los credos; ante las construcciones políticas y económicas que levantamos y ante las realidades sociales que damos a luz.

En camino hacia el Reino

viernes, 18 de enero de 2019

SER EL MEJOR VINO. Domingo II Ordinario


20/01/2019
Ser el mejor vino
Domingo II Ordinario
Is 62, 1-5
Sal 95, 1-3. 7-8a. 9-10a. c
1 Cor  12, 4-11
Jn 2, 1-11
En nuestra cultura occidental una boda es siempre una fiesta. También lo era para la pareja que aparece en el evangelio de hoy. Es un relato simbólico que festeja la alianza de Dios con su pueblo y de cada ser humano con lo divino que lo habita. Para el pueblo de Israel no bastó la purificación prescrita por la Ley y representada por las inmóviles tinajas de piedra. Tampoco para nosotros bastará aquello que sea nuestra propia Ley. El mapa por el que nos orientamos en la vida, esas convicciones que son ya inamovibles, esas creencias que son la base de todo nuestro sistema de valores y de nuestra vivencia religiosa… Todo eso nos ha traído hasta aquí y debemos estarle agradecidos pues nos hizo un servicio no precisamente pequeño. Pero una vez aquí ¿de qué nos sirve? Nos sirve para llenarlo con el Espíritu vital que se expresa de forma tan diversa en cada uno de nosotros.
Aquellas tinajas tenían como rasgo positivo su permanente apertura a lo real, a todo aquello que llegara hasta ellas para llenarlas. El agua es símbolo y raíz de la vida. Jesús es capaz de transformarse en agua viva porque abraza en su ser a toda la realidad, sin excluir nada, sin despreciar a nadie, sin apartar ni siquiera el dolor o el sufrimiento. Todo es acogido por él y todo nos es ofrecido por él. El agua con el que Jesús hace rellenar hasta el borde las viejas tinajas es la realidad de la vida tal como se nos presenta y el vino que se extrae es esa misma vida pero aromatizada y enriquecida con un sabor nuevo y rotundo, transformada según el Espíritu. Todos podemos ser vino si dejamos que nuestra vida vaya fermentándose al paso del Espíritu por ella y le permitimos obrar con y en nuestras capacidades, con y en nuestros propios dones.
El maestresala reconoce la calidad del vino y se lo anuncia al novio. En ocasiones, es necesario que alguien desde fuera nos reconozca la calidad de nuestro propio vino. Pero no hablamos aquí únicamente de alabanzas. Queremos hablar de la constatación de quien mira nuestra vida desde fuera. De quien, cercano o lejano, sabe valorar nuestra vida por sus frutos y reconocer en ella un principio de calidad ausente en otras. Y no sólo por una sincera admiración, sino por verdadera curiosidad: ¿de dónde sale este vino? ¿De dónde sacas tú la inspiración para actuar y vivir así? Esta es la huella más clara de que se ha tocado el fondo del alma. Hoy en día, cuando gastamos tanto tiempo y energías pensando en qué hacer para llegar a la gente y diseñando estrategias para convertir a tantos indiferentes, olvidamos que tan sólo la vida de cada uno puede ser significativa para los próximos. Estamos llamados a ser el mejor vino que podamos ser; la mejor versión del ser humano completo y total que fue Jesús que podamos conseguir.
Aquellos sirvientes saben de donde salió el vino: de las antiguas tinajas colmadas por la vida real y cotidiana que fermenta y origina en nosotros este vino que somos. La comunidad de los servidores canta a todas las naciones la alegría de las almas que han dejado de ser devastadas para ser desposadas, aquellas abandonadas que hoy son predilectas. La comunidad creyente vive la vida sin dejar nada fuera, acogiéndolo todo; transfigurándolo todo.

Ser el mejor vino

jueves, 10 de enero de 2019

HIJOS AMADOS DE DIOS. Bautismo de Jesús.


13/01/2019
Hijos amados de Dios.
Bautismo de Jesús.
Is 42, 1-4. 6-7
Sal 28, 1a. 2-3a. 3c-4. 3b. 9b-10
Hch 10, 34-38
Lc 3, 15-16. 21-22
El pueblo estaba expectante, nos dice el evangelio. También hoy vivimos en la expectación. En cierto sentido, el nuestro es un adviento perpetuo. Vivimos en una espera permanente, azuzados por la intemperie de nuestros tiempos. En realidad, siempre ha sido así.  Pero a todos nos parece que nuestra época es la peor. Las seguridades se no van cayendo, porque estaban pensadas para otros tiempos, para cubrir otras necesidades. Cada vez nos es más manifiesto que esto se va acabando y seguimos esperando aquél que pueda darle un rumbo nuevo a nuestra vida desorientada. Cuando he aquí que este buen hombre o mujer que teníamos al lado resulta señalado por Dios ante nuestros propios ojos. Ni los evangelistas ni los exégetas parecen ponerse de acuerdo en afirmar con claridad si el reconocimiento de Dios a Jesús en el episodio del Jordán fue una vivencia personal o un hecho patente para todos los presentes. Da igual, podremos decir, desde el momento que está escrito salta a la esfera de lo público; es ya un tuit (o tweet) incontenible. Para Pedro estaba claro el criterio de identificación: “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo porque Dios estaba con él”. No hay que pedir más explicaciones. Entonces, también nosotros podemos decir que es posible descubrir a nuestro alrededor gente sencilla que vaya por la vida haciendo el bien y sanando las heridas producidas por cualquier mal.  
Nos hemos acostumbrado a pensar en Jesús como alguien ajeno a nosotros, como otro ser humano distinto y bastante especial, mientras que, a la vez, recogemos la invitación a seguir sus pasos, a identificarnos con él. Retomemos ahora una ya antigua tradición de la Iglesia e intentemos descubrir a Dios presente en nuestro interior, a Jesús recién nacido esta Navidad en nuestro corazón, a su humanidad acompañando a la nuestra y volvamos a leer las lecturas de hoy como dirigidas especialmente a nosotros, a cada uno de nosotros.
Todos somos hijos amados de Dios. Se nos pide un gesto de conversión, una inmersión en las aguas que escenifica la muerte a  nuestro egoísmo y nuestra disposición a existir para los demás, a pasar haciendo el bien. En nuestro caso este gesto tiene una expresión simbólica, sacramental. En otros casos puede darse de otra manera. No importa tanto el gesto como el símbolo, la sinceridad de ese movimiento del corazón. Esa sinceridad convierte cualquier gesto en símbolo que unido a la voluntad de Dios será sacramento efectivo porque él no hace acepción de personas, ni de naciones, ni de credos. Acepta a todo aquél que le escucha y practica la justicia, que acepta ser tomado de su mano para ser luz de las naciones y de las islas más lejanas, para abrir los ojos de los ciegos, sacar a los cautivos de la cárcel y de su prisión a los que habitan en las tinieblas. Siendo así, todos podemos ser luz para todos. En cualquier lugar y momento podemos descubrir el destello del amor de Dios en el gesto de cualquier persona, del mismo modo que cualquiera puede descubrirlo en nosotros. Así, nos abrimos a los nuevos tiempos venideros, con la confianza puesta en el conjunto de la humanidad que consiente en ser habitada por Dios y guiada por el Espíritu para levantar del polvo al caído o abandonado, y no en estructuras que van demostrando su caducidad pero se resisten a sumergirse en las aguas pueden limpiarlas.

Hijos amados de Dios

viernes, 4 de enero de 2019

LA CIUDAD DE LA PAZ. Epifanía.


06/01/2019
La ciudad de la paz.
Epifanía
Is 60, 1-6
Sal 71, 1-2. 7-9. 10b-13
Ef 3, 2-3a. 5-6
Mt 2, 1-12
Cuando Dios nace en tu interior la Realidad entera se conmueve y reconoce en ti la consciencia de saberte habitado por aquél que le da sentido a ella. Entre ella y tú se da un reconocimiento, una resonancia fundamental, que os coloca en sintonía. Ya nada puede serte ajeno y tu existencia se transforma en esa estrella que anuncia el gran acontecimiento.  Dios vive en ti. Realmente, vive en cada uno de nosotros pero tú eres ya de esos que le han dado permiso para entrar y para hacer cambios en la configuración de su disco duro. Una vez que consentimos en esta compenetración no somos ya simplemente nosotros, somos Jerusalén, la ciudad de la paz, el Templo vivo que acoge a todos. La vida brota desde nuestro interior hacia los demás de forma que el mundo exterior reconoce nuestro cambio y lo potencia. Hasta nosotros llegan las caravanas de quienes viven en búsqueda. Algunos de ellos optaron ya por este camino, por abrir la puerta a Dios y permitirle vivir en su interior, aunque lo hicieran en diferentes idiomas y tradiciones. Con ellos continuamos nuestra propia búsqueda, igual a la suya, pero siempre distinta, personal y comunitaria.  
Frente a nosotros colocan tres símbolos. El oro representa lo mejor que el mundo puede ofrecer. Es el material cuyos átomos se han combinado para llegar a ser el más noble metal. Representa la perfección que el mundo puede alcanzar. Es regalo para un rey, para quien está en la cima de la evolución como responsable de todo, llamado a llevar la creación entera hacia su perfección. La volatilidad del incienso nos habla de la capacidad de lo terreno de llegar hasta la divinidad. Fue ofrenda para el Dios que se hizo hombre y lo es también para la semilla de divinidad que nos habita y nos anima a no olvidar nuestro origen, a sacralizar la tierra compartiéndola con los demás y desgajándola de latifundios que pervierten su vocación universal. La mirra, presentada ante un niño de carne y hueso, para nosotros es también recuerdo de nuestra transitoriedad, de la fragilidad que ponemos al servicio del Reino como ladrillo que debe fortalecerse en la comunión con todos los demás seres humanos.
Estamos llamados a descubrir que todos somos, a la vez, niño que nace y magos que reconocen, adoran y estimulan a todos los niños, a todos los hermanos. Todos estamos llamados a cuidar de todos, a ser responsables de todos, a dar pie a todos, a decirles que no importa la pobreza que ellos crean percibir en su interior. Incluso en Belén, la más pequeña y pobre aldea de Judea, un país de paso entre los bloques del mundo, se obró el milagro y surgió algo nuevo. De tu propia tierra, del fondo de tu alma, surgirá la verdad que desde siempre habita en ti y transformará esa porción del mundo a tu alcance. Esta es la gran Epifanía. Ninguno somos tan sólo nosotros mismos, todos llevamos en nuestro interior a la divinidad pidiéndonos que aceptemos encarnarla a semejanza de lo que ya hizo Jesús. Ante cada hombre o mujer hemos de abrir nuestros presentes  y manifestarles su verdadera naturaleza. Lo contrario es ceder terreno a Herodes, a la oscuridad que pretende sofocar lo nuevo para que todo permanezca igual, para que nada cambie. Es la otra cara de la moneda. Somos nosotros mismos buscando motivos para permanecer acomodados en nuestra instalación, buscando convencer también a los demás para que nada perturbe el orden presente. 

La ciudad de la Paz