14/07/2019
Salvar a la humanidad.
Domingo XV Ordinario.
Dt 30, 10-14
Sal 68,14. 17. 30-31. 33-34. 36ab.37
Col 1, 15-20
Lc 10, 25-37
Ninguno de nosotros podrá subir al cielo o cruzar
el mar. Ninguno de nosotros podrá arrogarse la pretensión de ocupar un lugar de
mediación que pueda conferirle ningún honor ni justifique ningún trato de
favor. Toda la ley de Dios se encuentra en el corazón de los hombres, muy
cercana a sus labios. Toda ella se traduce en una única palabra: misericordia.
Un movimiento del corazón que se enraíza en las entrañas maternas y aflora en la
práctica cotidiana. El hombre se siente interpelado desde lo más profundo,
desde lo íntimo.
Justo desde ese interior se conmovió aquel buen
samaritano, perteneciente a un pueblo despreciado por la santa y purísima
sociedad de Judea, hacia cuya capital, Jerusalén, se encaminaba Jesús, siempre
atento a hacer amigos... Otros desviaron de la víctima la mirada, para dirigir
los ojos hacia el cielo el sacerdote y para sumergirse en un océano de ritos el
levita. En ambos una única intención: no llegar tarde a su encuentro con
el Señor. Sin embargo, ninguno de los dos supo ver con los ojos entrañables de
Dios y pretendieron alcanzarle pasando por encima del pobre viajero malherido.
Solo aquel despreciado samaritano fue capaz de apearse de su cabalgadura,
aquella que en la vida le facilita el camino, le trae y le lleva, para hacer de
ella un transporte eficaz, un servicio a los abandonados. Este impulso es,
según la ley, el mismo que todo creyente debe cultivar para alcanzar la vida
eterna. No caben componendas ni debates ideológicos o casuísticos; prójimo no
lo es nadie, sino que has de hacerte próximo de aquel que en suerte te cae
cercano, aquel con el que te cruzas en el camino, sobre todo de aquel que
descubres en los márgenes, abandonado a su suerte, apaleado por la vida y las
circunstancias. Todos estos son los humildes que inspiraron al salmista, que
ponen su confianza en el Señor, que se sienten escuchados y apreciados en su
cautividad. Que experimentan el amor que Dios mismo vierte sobre ellos en forma
de prójimos que saben hacer de sus medios servicio y detienen la prisa de sus
días para atender a la voz de sus entrañas y sanar con aceite y vino a los que
otros han despojado de su dignidad de humanos, para limpiar de nuevo en cada hermano la misma sangre humana que Jesús convirtió en
cáliz.
Estos samaritanos hacen realidad el único rito
posible: hacerse pan. En eso consiste la comunión y el único sacerdocio: ser
uno con Cristo. Es decir, aceptar como propia la vida de quien llegó a expresar
la divinidad sin renunciar a su humanidad sino, precisamente, plenificándola. Son
estos samaritanos quienes, haciéndose prójimos de los demás, muestran que no
existe otro camino para reconciliar a la creación que seguir la ruta iniciada
por Jesús el Cristo, primogénito de entre los muertos, el primero nacido a la
nueva vida, y guía para todos. Todo está organizado, según la mentalidad
bíblica, siguiendo un plan proyectado por Dios desde el primer momento de esa
creación herida. La eternidad no se mide por la amplitud, sino por la
profundidad. Importante más el cómo que el qué, no digamos nada el cuánto. ¿Qué
puedo hacer yo desde mi sitio? ¿Con mi vino y mi aceite y unas pocas monedas?
Mucho. Tanto el Talmud como el Corán coinciden en señalar que salvar a un solo
ser humano es ya salvar a la humanidad. ¿Y cómo puedo hacerlo? Como Dios. Con la entrañable eternidad que Jesús nos
enseñó. Poniéndome yo mismo, con mis cosas, en disposición de amar como él ama.
Aimé Morot. Le Bon Samaritain (1880) |
Solo desde unas entrañas de misericordia, como Pan, de Esperanza
ResponderEliminarPan bendecido, roto y repartido
Compartido
Pan para todos y de todos
Comunitario
Mirados en la Unicidad
Unicidad que es el fundamento de todo.
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