03/10/2021
No separar
Domingo XXVII T.O.
Gn 2, 18-24
Sal 127, 1-6
Heb 2, 9-11
Mc 10, 2-16
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Que el ser humano es social por naturaleza ya no le es ajeno a nadie. Al volvernos hacia la realidad todos descubrimos que nada puede calmar su soledad más que otro ser como nosotros. Ante esa pareja no cabe dominación alguna sino reconocimiento, equiparación y planificación en común. El mundo nuevo se construye en referencia al otro y esa labor resulta ser constitutiva para ambos. La carencia no es de simple compañía sino de camaradería en la edificación y el cuidado de la casa común. Quien se sitúa solo frente al mundo no tiene más remedio que conquistarlo; quien se vive en comunión con los demás comprende que debe tutelarlo para poder moldearlo, compartirlo y transmitirlo en herencia como el don sagrado que es.
El matrimonio es la formalización del amor entre los seres humanos y es acogido por Dios como signo que revela su propio amor hacia el mundo y hacia ellos. Y es reconocido como un símbolo adecuado para hablar de la relación entre Dios y las personas. Así, cualquier intento de mercadear con el amor es contrario al don de Dios que se ofrece a cada ser humano en la persona de otro hombre o mujer que pueda completar su ser inacabado y propiciar la construcción de una nueva realidad que, transcendiéndolos, los acerque más a él, los divinice. Los fariseos de este episodio intentan obtener rédito de sus privilegios como tantos otros poderosos en la historia; intentan imponer su beneficio abandonando a Dios mismo que se les ofrece incondicionalmente. Moisés transigió por la terquedad de sus corazones pero ni el gran legislador ni ellos supieron, o pudieron, ver que la mujer era en este episodio la imagen de Dios que se hace accesible y se entrega por amor poniéndose en sus manos.
Porque Dios está siempre en el que sufre. Estamos aún convencidos de que es el poderoso que, entre trompetas, vendrá a confirmar nuestro modo de vida y a liberar a los oprimidos por los que, generosamente, optamos, cuando él resulta ser ese oprimido que no espera nada más que ser reconocido por nosotros como compañero y camarada. El tan traído y llevado plan de Dios podría concretarse en que todos pudiéramos comer el fruto de nuestro trabajo, reunirnos en familia alrededor de la mesa, conocer la prosperidad de cualquier asentamiento a imagen de Jerusalén, la ciudad de la paz, y llegáramos a codearnos con los hijos de nuestros hijos. Para aclararnos esto se hizo uno como nosotros, solo un poco inferior a los ángeles, como cada uno de nosotros. Lo central no está en que Jesús consintiera en morir sino en que trató a todos como Dios mismo los hubiese tratado; tal como los niños acogen sin reservas a los demás: sin fingimiento ni imposturas. Esta naturalidad de los niños es otro símbolo que remite a la naturalidad sin artificio alguno por parte de Dios que acoge a cada uno como es, sin ocultarle lo que tenga de bueno o malo, pero ofreciéndole siempre un hogar y una alteridad en la que pueda reconocerse y con la que puedan construir y construirse. Que no somos perfectos ya lo sabe, por eso se nos ofrece él mismo en la naturaleza y en los demás esperando que nosotros los acojamos también y que no nos empeñemos en imponer nuestro provecho por encima de todo; que no nos obcequemos en separar aquello que él ha unido. De ese repudio surge el mal que también él mismo experimentó.
No separar. Foto de Kim Manresa. |
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