01/06/2025 – Ascensión
Celebrar es liberar
Hch 1, 1-11
Sal 46, 2-3. 6-9
Ef 1, 17-23
Lc 24, 46-53
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El episodio de la ascensión de Jesús se nos cuenta dos veces en el Nuevo Testamento; ambas por la pluma de Lucas. Otros autores, como Marcos y Pablo, la citan como dato ya aceptado. Lucas la utiliza como punto de conexión entre el final de su evangelio y el comienzo del libro de los Hechos. Pablo y Lucas son hoy nuestras referencias. En ellas es posible distinguir entre la acción de Dios y la de Jesús. Para Pablo, de alma farisea, resurrección y ascensión son obra de Dios; Jesús es el sujeto pasivo. Para Lucas, que según la opinión mayoritaria, procedía de la gentilidad, es Jesús quien lo hace todo. Lo que sin duda podemos afirmar de Jesús es que vivió toda su vida atento a la presencia del Padre. En su propio proceso personal se esmeró en ir dejando atrás ciertas perspectivas con las que creció y que no se ajustaban a lo que descubría. La originalidad que sus vecinos vieron en él se debía a esta permanente apertura. Su forma de vida y sus palabras le llevaron hasta la muerte. Fue su Pascua; su paso hacia la realidad definitiva. La resurrección fue la evidencia de ese tránsito y la ascensión que hoy celebramos, su constatación definitiva. Los especialistas discuten si estos tres momentos pueden distinguirse o si se dieron en un único instante. Ahora mismo eso nos da igual.
Para Lucas, la ascensión marca el final del periplo terrenal de Jesús. El que bajó desde el Padre, retornó a él, pero con la novedad de que volvió hecho todo un hombre. La humanidad no es un valor abstracto. Tiene un componente físico que es también restaurado y acogido por el Padre. Una resurrección del alma no suponía ninguna novedad ni hubiese representado ningún escándalo para la cultura del momento; Pablo no hubiese sido ridiculizado en el areópago. Sin embargo, la innovación cristiana es que lo físico también merece ser celebrado. Estamos hoy en la fiesta del cuerpo. Esto, a simple vista, pero lo verdaderamente radical se encuentra en la indivisible unidad entre ambas dimensiones. La una sin la otra es insostenible. El ser humano es una única realidad. Su muerte es total; su resurrección es total y su ascensión también lo es. Si queremos defender la separación de los tres momentos aprovecharemos el valor simbólico de los días de cada intervalo; si nos decantamos por su unidad subrayamos esa trabazón que repugnaba al mundo antiguo y que el moderno ni se plantea.
En un comentario anterior a esta fiesta ya dijimos que ascender es sumergirse en la profundidad. Desde ahí es posible percibir la totalidad horizontal que Dios ve desde lo alto. Ascender hasta lo profundo es ver lo que Dios ve como él lo ve, pero desde aquí; desde la inmanencia de esta vida humana. Estamos constitutivamente ligados a lo terreno y no podemos emanciparnos de él. Jesús volverá, dice Lucas, porque tampoco él puede prescindir del humus. Esperamos el Espíritu porque es el ánimo vital que nos lleva a transfigurar este mundo dominado aún por estructuras dañinas. Jesús es cabeza porque va delante y la Iglesia es cuerpo que le sigue y está a la espera de recibir la plenitud mientras canta y bate palmas. Pero este entusiasmo no la vuelve sorda, sino que permanece atenta a la realidad del mundo y sus necesidades. Celebrar es liberar. La sanación y reconciliación de lo inmanente es el sueño de Dios y nuestro camino hacia él.
Edward Knippers, The ascension of Christ (2014)
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