03/08/2025 – Domingo XVIII T.O.
Una mística, una riqueza
Qo 1, 2; 2, 21-23
Sal 89, 2-6. 12-13
Col 3, 1-5. 9-11
Lc 12, 13-21
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Existe en nuestra sociedad cierta “mística” de la dedicación al trabajo que enaltece esa actitud laboriosa que se traduce en dedicar horas sin fin a la actividad laboral. Se alaba a quien declara no parar ni a comer y a quien dedica los fines de semana a prorrogar jornadas interminables enfrascado en sus obligaciones. Hay incluso quien afirma que las vacaciones están sobrevaloradas. Todo y todos pueden sacrificarse ante el nuevo ídolo llamado productividad. En esta nueva escuela espiritual solo el nuestro es un esfuerzo verdadero, porque al de todos los demás le falta siempre algo. Cada uno es quien más trabaja y quien más se la juega; algún conocido, porque es difícil que la amistad cuaje en este caldo, o socio, también, pero es raro reconocer más mérito en los demás que en uno mismo. Y ocurre también en nuestra Iglesia. Qué corriente es encontrarse con quien a la pregunta “Cómo estás”, responde con un “agotado” y pasa a contarte su jornada ponderando detalladamente todos sus logros o sus contratiempos sin olvidar comentar que otros lo tienen más fácil o, por lo menos, trabajan mucho menos. Y así, la vida se convierte en una continua lucha en la que solo vencen los triunfadores. Claro que en nuestra Iglesia todo esto va aderezado con menciones a la vocación, a la disponibilidad y a la voluntad del Señor y lo torcido de sus renglones.
A todo esto, la lectura de hoy del Qohelet lo llama vanidad. Literalmente, humo. El humo de los humos; el humo más grande, inasible y, por lo tanto inútil. Por mucho que nos empeñemos, al final no ha de servirnos de nada. Todo nuestro empeño quedará traducido a nada. Así lo ve también el salmista, que pide que descienda la bondad del Señor sobre nuestras obras pues por sí solas se quedan siempre empantanadas en cualquier abrojo. Mucho más lejos va Jesús que desprecia el triunfo material por no ser capaz de garantizarte lo esencial. Puede que logres tus objetivos y que todo el mundo te considere un emprendedor de fortuna, que es el no va más de esta nueva “mística”, pero si eso no ha conseguido edificarte en tu última y más profunda raíz ¿para qué ha servido? Todo eso está abocado también al absurdo. Ese interior trabajado, el alma que te van a pedir, no está aquí detallado, pero la lógica evangélica nos pone en la pista de que no puede encontrarse lejos del bien de los demás.
Así lo ha entendido la mística verdadera expresada en la tradición de la Iglesia y lo entendieron ya los autores neotestamentarios. Entre ellos, aquel buen discípulo anónimo que escribió a los colosenses y detalló esos comportamientos que debían quedar fuera del hombre o la mujer nueva que ya somos y que curiosamente, son compatibles y aún provechosos para la “mística” del triunfo. Todos ellos son, también o sobretodo, inhabilitantes para acercarnos honrada y respetuosamente a los demás. Este es el verdadero conocimiento y la auténtica renovación a imagen del creador de modo que no haya dualidad alguna: griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos. Esta es la riqueza que Dios valora: entregarse a la unidad que elimina las diferencias y reconoce dignidad en todos los seres humanos más allá de su posición o condición. La otra riqueza, la que atesora para sí, solo perpetua la estructura que crea la división y el sufrimiento.
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