27/07/2025 – Domingo XVII T.O.
Atrévete
Gn 18, 20-32
Sal 137, 1-3. 6-8
Col 2, 12-14
Lc 11, 1-13
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Diez inocentes hacían falta para que Dios no descargase su ira contra Sodoma y Gomorra. Esta es una de las razones que se dan para responder al por qué de la existencia del Minyan, “el número” de varones, también mujeres en algunas sinagogas más liberales, necesarios para que ciertas oraciones judías puedan ser recitadas en comunidad. Diez es ese número. Otra explicación, más frecuente, es que de los doce exploradores que Moisés envió como avanzadilla, diez trataron de disuadir al pueblo de entrar en la tierra prometida asegurándoles que serían aniquilados por sus habitantes. Este número tendría entonces un valor de desagravio. En ambos casos, contraviniendo su reacción primera, Dios claudica ante la intervención de un personaje carismático: Abraham aquí y Moisés allí. Los dos apelan a su honor y a su fama ante las naciones: que no pueda decirse que fuiste injusto a las puertas de Sodoma o impotente a orillas del Jordán. Y Dios cede. O tal vez se deja convencer. A la postre ninguna de las dos historias acaba bien para los transgresores, pero los justos recibieron su merecido reconocimiento. Así que, ya desde los tiempos patriarcales y los del éxodo, Dios ha tenido una atención personalizada. Ni el pueblo ni la comunidad son una masa informe, sino que están formadas por personas que pueden entonar el mismo canto que el salmista al evocar su propia historia.
Por otro lado, Abraham tenía sus propios intereses, intenciones, diríamos en un lenguaje más pío. En Sodoma habitaba su sobrino Lot y la sangre siempre tira. Es normal, humano, que cada uno pida por lo suyo. Los discípulos piden que Jesús les enseñe a orar, porque no saben y Jesús, en primer lugar, les enseña una oración en plural, para que pidan lo que conviene a todos y, en segundo lugar, les recuerda que Dios es fácil de convencer porque es bueno. El hombre de la parábola cede a la inoportuna visita de su amigo porque, en el fondo, no puede faltar al deber de hospitalidad con el viajero. Su honor quedaría manchado frente a los vecinos. En esto, nuestras traducciones no son muy precisas. El dueño de la casa, como Dios al ser confrontado por Abraham y Moisés (ya es atrevimiento) quiso evitar el deshonor. Faltar al honor es atentar contra el propio nombre y Dios es el que está y el que estará siempre; es amor. Por eso es bueno, porque no quiere ser malo; pese a la importunidad o la infidelidad él es siempre lo que es: el que está atento y disponible para todos. El ser humano es bueno con sus hijos (de nuevo, la sangre), pero no siempre con los demás. Por eso, al compararlo con Dios, dice Jesús que es malo. Porque le falta todavía un trecho del camino y esa senda se aclara mucho si se va haciendo en grupo y se tiene a mano esa oración en plural que Jesús enseña: “Padre nuestro…”
Esta oración expresa la confianza vital de Jesús que él quiere traspasar a sus discípulos. Es una plegaria llena de matices que abarca la vida entera del ser humano y tiene, además, la gran cualidad de ser universal. Cualquier persona, con muy pocas adaptaciones, podría tenerla en sus labios y expresar con ella esa misma confianza en un ser creador, amoroso y providente. Es un Dios para todos que, como les fue asegurado a los colosenses, está pendiente también de los gentiles sin dejarles a su suerte. Lo está de todos. No es solo una oración de cristianos; es la oración que Jesús enseñó para todos y cualquiera puede atreverse a pronunciarla.
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