17/11/2024
Lo que viene
Domingo XXXIII T.O.
Dn 12, 1-3
Sal 15, 5. 8-11
Heb 10, 11-14. 18
Mc 13, 24-32
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El profeta Daniel había prometido la llegada de Miguel para defender al pueblo en tiempos de angustia. No hay tribulación que pueda reclamar el título de definitiva. Daniel es de los pocos personajes bíblicos que creen en la resurrección según la tradición cristiana la entendió después; deja claro que “muchos” de los que duermen despertarán finalmente pero tendrán un destino variado. El término griego apocalipsis quiere decir revelación y parecería que lo apocalíptico tiene que ser lo que por fin aparece claro y despeja todas las dudas. Pero no es así, sino todo lo contrario. No en vano, re-velación no es la acción de aclarar algo, sino la de volver a velar; es decir, explica esta pizca o aquella pero de manera que el todo permanece aún oculto; crea nuevas dudas que antes no existían. Lo apocalíptico tiene que ver con lo último, con el final, pero de ese final muy poco es evidente. Frente a la incertidumbre solo cabe la esperanza. En este caso, la llegada de Miguel, el campeón de Dios y la promesa de la vida eterna para quienes mostraron la justicia al pueblo. El salmista exhibe la misma esperanza en el Señor y en escapar de la corrupción de la muerte.
Jesús recuerda la predicación de Daniel, pero en este caso ya no es Miguel quien llega, sino el Hijo del hombre. Es un personaje propio de la tradición judía que en tiempos de Jesús se había equiparado al Mesías. En ocasiones Jesús lo utiliza para hablar de sí mismo pues, en el fondo, todos somos hijos de hombre, pero en el caso del episodio de hoy habla de él en tercera persona. Con el mismo tono apocalítico (revelador, pero misterioso) que empleó Daniel, Jesús cita a la esperanza como única actitud posible frente a los sinsabores presentes y los que aún han de venir. El motivo de la esperanza se muestra en signos concretos, como ocurre con la higuera que evidencia en sí misma la llegada del verano. Podremos discutir el sentido de los signos: que si el sol es tal cosa o tal otra, que si las estrellas son o dejan de ser… pero lo cierto es que llega el verano y con él la cosecha. Lo que no produce fruto no puede mantenerse. Unas cuantas parábolas de Jesús hablan de esto mismo. Lo que antes valía ahora ya no y quedamos atrapados en la desilusión ante lo que viene. Así desahuciamos a la esperanza sin darle posibilidad alguna de realojo.
Las palabras de Jesús son lo único que se mantendrá en el tiempo. Todo lo demás está llamado a transfigurarse. El autor de la carta a los hebreos lo tenía claro y termina el discurso que hemos leído estos domingos diciendo que no tienen sentido los sacrificios por lo que ya está perdonado. No se puede ser más directo. En comprensiones anteriores las religiones buscaban expiar las culpas de los fieles para asegurarles una mejor vida futura. Nosotros, en cambio, estamos convocados a celebrar la vida que se nos ha dado y que es también para los que, desde los cuatro vientos, desde la pobreza, la guerra, la explotación y marginación, van llegando y llaman a nuestra puerta, apelan a nuestra comodidad y cuestionan nuestras seguridades. No sabemos si existirá un fin del mundo pero van existiendo ya muchos fines que nos interpelan. La esperanza nos dice que todo puede desmoronarse pero lo que permanecerá es una nueva humanidad, un nuevo hijo del hombre que venga entre las nubes, es decir, que tenga al Señor a su diestra como su heredad, que beba de su palabra y se deje guiar por él.
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