13/01/2019
Hijos amados de Dios.
Bautismo de Jesús.
Is 42, 1-4. 6-7
Sal 28, 1a. 2-3a.
3c-4. 3b. 9b-10
Hch 10, 34-38
Lc 3, 15-16. 21-22
El pueblo estaba expectante, nos dice el evangelio.
También hoy vivimos en la expectación. En cierto sentido, el nuestro es un
adviento perpetuo. Vivimos en una espera permanente, azuzados por la intemperie
de nuestros tiempos. En realidad, siempre ha sido así. Pero a todos nos parece que nuestra época es
la peor. Las seguridades se no van cayendo, porque estaban pensadas para otros
tiempos, para cubrir otras necesidades. Cada vez nos es más manifiesto que esto
se va acabando y seguimos esperando aquél que pueda darle un rumbo nuevo a
nuestra vida desorientada. Cuando he aquí que este buen hombre o mujer que
teníamos al lado resulta señalado por Dios ante nuestros propios ojos. Ni los
evangelistas ni los exégetas parecen ponerse de acuerdo en afirmar con claridad
si el reconocimiento de Dios a Jesús en el episodio del Jordán fue una vivencia
personal o un hecho patente para todos los presentes. Da igual, podremos decir,
desde el momento que está escrito salta a la esfera de lo público; es ya un tuit
(o tweet) incontenible. Para Pedro estaba claro el criterio de identificación:
“pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo porque Dios
estaba con él”. No hay que pedir más explicaciones. Entonces, también nosotros
podemos decir que es posible descubrir a nuestro alrededor gente sencilla que
vaya por la vida haciendo el bien y sanando las heridas producidas por
cualquier mal.
Nos hemos acostumbrado a pensar en Jesús como alguien
ajeno a nosotros, como otro ser humano distinto y bastante especial, mientras que,
a la vez, recogemos la invitación a seguir sus pasos, a identificarnos con él.
Retomemos ahora una ya antigua tradición de la Iglesia e intentemos descubrir a
Dios presente en nuestro interior, a Jesús recién nacido esta Navidad en
nuestro corazón, a su humanidad acompañando a la nuestra y volvamos a leer las
lecturas de hoy como dirigidas especialmente a nosotros, a cada uno de
nosotros.
Todos somos hijos amados de Dios. Se nos pide un
gesto de conversión, una inmersión en las aguas que escenifica la muerte a nuestro egoísmo y nuestra disposición a
existir para los demás, a pasar haciendo el bien. En nuestro caso este gesto tiene
una expresión simbólica, sacramental. En otros casos puede darse de otra
manera. No importa tanto el gesto como el símbolo, la sinceridad de ese
movimiento del corazón. Esa sinceridad convierte cualquier gesto en símbolo que
unido a la voluntad de Dios será sacramento efectivo porque él no hace acepción
de personas, ni de naciones, ni de credos. Acepta a todo aquél que le escucha y
practica la justicia, que acepta ser tomado de su mano para ser luz de las
naciones y de las islas más lejanas, para abrir los ojos de los ciegos, sacar a
los cautivos de la cárcel y de su prisión a los que habitan en las tinieblas.
Siendo así, todos podemos ser luz para todos. En cualquier lugar y momento
podemos descubrir el destello del amor de Dios en el gesto de cualquier
persona, del mismo modo que cualquiera puede descubrirlo en nosotros. Así, nos
abrimos a los nuevos tiempos venideros, con la confianza puesta en el conjunto
de la humanidad que consiente en ser habitada por Dios y guiada por el Espíritu
para levantar del polvo al caído o abandonado, y no en estructuras que van
demostrando su caducidad pero se resisten a sumergirse en las aguas pueden
limpiarlas.
Hijos amados de Dios |
Gracias Javier
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